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– Sabían que venía -dijo ella, sin inmutarse-. ¿Tú no has tomado una siesta?

– Me he dado un baño en la piscina. Es mejor intentar adaptarse al horario local.

– No todos somos superhéroes -dijo Flora, haciendo una mueca de dolor al quedársele el peine enganchado en un nudo.

– No te estaba criticando, Flora. En el avión he dormido más que tú -Bram se puso de pie-. Déjame que te ayude -le quitó el peine, tomó un mechón de su cabello y, con delicadeza, comenzó a desenredárselo.

Flora se quedó muy quieta. Bram sólo estaba peinándola. No significaba nada. Pero su cuerpo no pensaba lo mismo. Hacía mucho tiempo que no se encontraba tan cerca de un hombre y cada célula de su cuerpo parecía querer unirse al aroma cálido de la piel de Bram. El cabello rubio, brillante, le caía sobre la frente y en su entrecejo se formaba una pequeña arruga de concentración.

Bram era una tentación: cada milímetro de su cuerpo llevaba un letrero que decía Tócame.

– Estaba trabajando -dijo Flora apretándose el cinturón como si con ello pretendiera distanciarse de Bram. Pero enseguida se dio cuenta de que se comportaba demasiado a la defensiva y se dijo que no tenía por qué justificarse ante él por haber necesitado dormir un rato-. He debido quedarme dormida.

– Con la cabeza en el teclado. He pensado que estarías más cómoda en la cama -Bram acabó con el nudo y siguió peinándola con delicadeza.

Flora se puso tensa.

– ¿Me has acostado tú?

– He intentado despertarte -dijo Bram en tono tranquilizador-. Pero no te has movido.

Así que Bram la había llevado hasta el dormitorio, la había desvestido y había echado las cortinas dejándola dormir como si se tratara de la Bella Durmiente… o mejor, de una prima mucho menos atractiva. Eso explicaba por qué no recordaba nada del dormitorio al despertarse. Tragó saliva.

– No me he dado cuenta.

El tono inseguro de su voz la irritó e hizo un esfuerzo para componer una expresión que demostrara que lo ocurrido no tenía ninguna importancia para ella.

– Gracias -añadió sin convicción.

Bram no sólo la había desvestido sino que le había quitado cada horquilla y peineta del cabello. Nadie sabía mejor que Flora el tiempo que llevaba hacerlo. Y 5ólo podía haberlo hecho apoyándola sobre su pecho y sosteniéndola contra él un buen rato.

Para Flora, ese acto era de una mayor intimidad que si la hubiera desvestido. Se volvió bruscamente para que Bram dejara de peinarla.

– Tu traje estaba muy arrugado así que lo he mandado a la lavandería para que lo laven y lo planchen -dijo Bram.

– Eres todo un boy scout -le espetó Flora con sarcasmo.

– Debes de tener hambre -dijo él cambiando de conversación.

Flora no quería ser amable ni darle las gracias. Sólo deseaba no haber dejado que la peinara, no haber consentido que la ayudara. Lo único que deseaba en ese momento era que Bram volviera a Londres y la dejara en paz.

– No has probado bocado desde que salimos de Londres. Vístete. Te invito a comer. En cuanto comas algo estarás menos irritable.

Flora recuperó el sentido común justo a tiempo de callarse una impertinencia. Lo cierto era que Bram trataba de ser amable, algo que ella no estaba consiguiendo. Era cierto que los motivos de tanta amabilidad no eran desinteresados, pero ella no tenía nada que perder por comportarse educadamente y debía esforzarse por conseguirlo. Tal vez así lograría averiguar algo de utilidad para India.

– Tienes razón -dijo con una sonrisa forzada-. Cuando tengo hambre no sé lo que digo.

– Entonces tendré que asegurarme de que no llegues a ese punto -dijo él entregándole el peine-. No querrás ofender al señor Myan sólo porque tengas bajo el nivel de azúcar… Sería una pena romper esa imagen de intelectual seria que tanto te ha costado construir. Aunque la verdad es que nunca he entendido porque la inteligencia tiene que ir acompañada de ropa arrugada y peinados extraños. Puede que algún día puedas explicármelo.

Y con esas palabras, Bram volvió a la hamaca, puso los pies en alto, se ajustó las gafas de sol y continuó leyendo, mientras Flora se quedaba sin saber qué decir.

Bram la observó marcharse por encima de las gafas. Era una mujer muy susceptible y él debía tener cuidado de no confiar en sus sonrisas. Susceptible y compleja. Pero tenía unos tobillos atractivos y un cabello maravilloso, al menos cuando se lo dejaba suelto.

Qué equivocado había estado al creer que iba a aburrirse.

Después de seis horas de sueño y de comer un sándwich, Flora pudo prestar atención a lo que la rodeaba.

Ahuyentó un insecto azulado con su sombrero de ala ancha y recorrió con la mirada el restaurante próximo a la piscina. Sólo estaban ocupadas unas cuantas mesas. En una de ellas se sentaba una belleza rubia de unos treinta años. Estaba leyendo, pero cuando Flora y Bram pasaron a su lado los siguió con la mirada y, aunque seguía con el libro abierto, Flora estaba segura de que había perdido el interés en lo que leía. Ése debía ser el efecto que Bram causaba allá donde fuera.

– ¿Dónde está todo el mundo? -preguntó Flora.

– Haciendo lo que acostumbren hacer en el calor de la tarde -dijo Bram sin mirar a su alrededor-. Cuando me he bañado había más gente -añadió, ajeno interés que despertaba.

Tal vez estaba tan acostumbrado a que le pasara que ya ni se alteraba. O quizá prefería mantener el placer y los negocios en compartimentos separados.

Si era así, Flora no tenía nada que objetar.

– ¿Cuánta gente? -preguntó.

– Una docena de personas más o menos.

También cabía la posibilidad de que fuera tan atento como aparentaba y que sólo quisiera dedicar su atención a Flora.

¿Era eso posible? Las probabilidades eran pocas. A no ser que ella tuviera algo que él deseaba. A no ser que Bram pretendiera utilizarla para acabar con las Claibourne.

– Es un complejo turístico maravilloso. ¡Qué pena que haya tan poca gente! -dijo Flora.

– Lleva abierto pocos meses y todavía no está incluido en los circuitos turísticos típicos -apuntó Bram.

– ¿No es eso lo que busca la gente?

– Eso dicen. Pero si lo descubrieran, dejaría de ser un sitio recóndito, ¿no crees? -Bram se encogió de hombros-. Si te preocupa, dedícale unos comentarios elogiosos en el departamento de viajes de Claibourne & Farraday. Antes de lo que imaginas, tendrás este sitio plagado de gente.

Flora pensó que un artículo en un suplemento dominical dedicado a una princesa desconocida enterrada entre piezas de oro y piedras preciosas podía atraer a numerosos escritores de guías de viaje en busca de lugares desconocidos.

– No pienso dedicarle ninguna alabanza hasta que haga una inspección por mí misma -dijo-. Quiero tomar fotografías de las partes menos atractivas de Saraminda y no sólo de aquello que nos quieran enseñar en la oficina de turismo -Flora recordó los consejos de India-. Tú podrías ayudarme. ¿Qué tal manejas la cámara de fotos?

Flora no sabía fingir y su tono de voz le resultó artificial, pero confió en que Bram no se diera cuenta de que no era sincera.

– No soy capaz de tomar una fotografía sin cortar la cabeza o los pies de los retratados -dijo él.

A Flora le costaba creerlo. Bram Gifford tenía el aspecto de saber hacer funcionar cualquier máquina. Podía imaginar sus largos dedos ajustando el objetivo de la cámara, o de cualquier otro mecanismo que le interesara hacer funcionar.

Bram entrelazó los dedos y apoyó la nuca en las manos, echándose hacia atrás perezosamente. La camiseta se le pegó al pecho y dejó al descubierto un abdomen firme y musculado.

– Estoy aquí para observarte, no para hacer tu trabajo.

Flora se puso tensa.

– ¿Qué?

Bram ocultaba los ojos tras las gafas de sol. La línea de sus labios parecía estar a punto de esbozar una sonrisa, pero no sonreía. Su rostro no daba ninguna pista que permitiera a Flora interpretar lo que pensaba. Ella sabía que lo hacía premeditadamente. Después de todo, la propia Flora utilizaba esa misma táctica cuando trataba con joyeros, pero era desconcertante que alguien la utilizara con ella.