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Fallon desvió la mirada, moviendo la mandíbula, pero sin articular sonido alguno.

– Todavía no sabemos qué ha sucedido.

– ¿Cómo que no sabéis qué ha sucedido? -espetó de repente el anciano-. ¿Le han disparado? ¿Apuñalado? ¿Ha sufrido un accidente de coche?

Hablaba enfurecido, pues la furia le resultaba más cómoda que el pesar. Tenía el rostro y el cuello enrojecidos.

– Eres detective, ¿no? ¿Alguien ha muerto y tú no sabes cómo? Joder.

Kovac no se inmutó.

– Puede que fuera un accidente o que se suicidara, Mike. Lo encontramos ahorcado. Preferiría no haber tenido que contártelo, pero en fin… Lo siento mucho.

Lo siento. Como Andy. Aún veía las palabras escritas sobre el reflejo de Andy Fallon. Desnudo. Hinchado. Descompuesto. Lo siento no significaba gran cosa en tales circunstancias.

Mike pareció desinflarse. Las lágrimas inundaron sus pequeños ojos enrojecidos y rodaron por sus mejillas como cuentas de vidrio.

– Dios mío. -Era una súplica, no un juramento-. Dios mío.

Se llevó una mano temblorosa a la boca. Era del tamaño aproximado de un jamón, pero ofrecía un aspecto frágil, de piel quebradiza y moteada. Un gemido de dolor insondable brotó de su alma.

Kovac apartó la mirada, deseoso de proporcionar al anciano al menos esa pizca de intimidad. Era lo peor de ser el mensajero, que uno se convertía en un intruso en aquellos primeros instantes de pesar agudo, momentos que nadie debería presenciar.

Eso y el hecho de saber que también se convertiría en un intruso con sus preguntas.

De pronto, Fallon dio la vuelta a la silla y salió de la cocina. Kovac lo dejó marchar; las preguntas podían esperar. Andy ya había muerto, probablemente por su propia mano, ya hubiera sido adrede o no. ¿Qué importaban diez minutos más?

Se apoyó contra el mostrador y contó los frascos de pastillas. Siente frascos de vidrio marrón para el tratamiento de toda clase de dolencias, desde indigestión y arritmia hasta insomnio y dolor. Prisolec, Darvocet, Ambien… Al menos contaba con medicamentos para ayudarle a pasar el mal trago.

– ¡Maldito seas! ¡Maldito seas!

Los gritos fueron seguidos de un gran estruendo de vidrios rotos. Kovac salió corriendo de la cocina y cruzó a grandes zancadas el breve pasillo.

– ¡Maldito seas! -repitió el anciano, agitando los brazos y el marco destrozado de forma que los añicos volaron por toda la habitación-. ¡Maldito seas!

Kovac pensó que tal vez el insulto iba dirigido a él cuando asió la muñeca de Mike Fallon. El marco de fotos salió despedido como un frisbee, chocó contra la pared y se estrelló contra el suelo de parqué. Fallon siguió forcejeando con una fuerza impresionante para un hombre de su edad. Con el brazo libre barrió más fotos del tocador, que también cayeron al suelo Kovac se situó detrás de la silla, inclinado en un ángulo incómodo para intentar inmovilizar al hombre. Con una suerte de aullido, Fallon echó la cabeza hacia atrás y lo golpeó con gran fuerza en el puente de la nariz. Al instante, la sangre empezó a manar a borbotones.

– ¡Maldita sea, Mike, para ya!

La sangre le resbalaba por el mentón sobre el hombro, la oreja y el cabello de Fallon.

Sollozante, el anciano se arrojó sobre el tocador y de nuevo hacia atrás, repitiendo el movimiento varias veces. Las fuerzas lo fueron abandonando, hasta que por fin apoyó el rostro entre fragmentos de vidrio y se limitó a mover las manos en ademanes espasmódicos.

Kovac retrocedió un paso y se enjugó la nariz sangrante con la manga del abrigo mientras buscaba un pañuelo. Se dirigió al lugar donde había aterrizado la primera de las fotografías e intentó darle la vuelta con el pie. Tenía los zapatos y el dobladillo del pantalón empapados de caminar por la nieve, pero hasta ese momento no había percibido el frío Apenas si sentía los dedos de los pies.

Con el pañuelo oprimido contra las fosas nasales para contener la hemorragia, se puso en cuclillas y cogió la fotografía con la mano libre. Era la de la graduación de Andy Fallon. Andy sonreía radiante con Mike sentado junto a él en la silla de ruedas. Entre ambos se abría ahora una grieta en el vidrio, como si un rayo hubiera caído entre ellos.

Sacudió los últimos añicos e intentó enderezar el marco.

– Mike -musitó-. Anoche dijiste que Andy había muerto para ti. ¿A qué te referías?

Fallon mantuvo la cabeza apoyada sobre el tocador con la mirada vacua. No contestó, y Kovac tuvo que observarlo con fijeza unos instantes para convencerse de que el anciano no había muerto. Eso habría sido la culminación de un día maravilloso… y eso que todavía no eran ni las dos.

– ¿Teníais problemas? -insistió.

– Adoraba a ese chico -farfulló Fallon con voz débil y aún inmóvil-. Lo adoraba. Él era mis piernas, mi corazón. Era todo lo que yo no podía ser. Pero…

La palabra pendía entre ellos, y Kovac tenía la impresión de saber a qué conduciría. Echó un vistazo a las fotografías de Andy Fallon desparramadas por el suelo. Apuesto y deportista. Y homosexual.

Un tipo duro de la vieja escuela como Mike sin duda no se lo habría tomado bien. Kovac ni siquiera sabía si él mismo se lo habría tomado bien de hallarse en la misma situación.

– Lo quería -murmuró Mike-, pero él lo estropeó todo. Lo ha estropeado todo.

Su rostro se contrajo mientras examinaba lo más hondo de su ser y veía el dolor a la más cruel de las luces. Se ruborizó intensamente en un intento de contener las lágrimas… o tal vez de derramarlas. Costaba determinar qué habría resultado más difícil a un hombre como Iron Mike

Kovac se limpió una vez más la nariz con gesto ausente y guardó el pañuelo. En silencio, recogió todas las fotografías y las amontonó sobre el tocador para que Mike las tuviera a mano cuando la rabia remitiera y surgiera la necesidad de atesorar recuerdos.

Las preguntas seguían flotando en el aire, alineadas en primera fila de su cerebro de forma automática, ordenada, rutinaria. «¿Cuándo hablaste con Andy por última vez? ¿Te habló del caso en el que estaba trabajando? ¿Cuál era su estado de ánimo la última vez que lo viste? ¿Te habló alguna vez de suicidio? ¿Estaba deprimido? ¿Conocías a sus amigos, a sus amantes?»

Pero ninguna de esas preguntas logró abrirse camino hasta sus labios. Más tarde.

– ¿Quieres que llame a alguien, Mike?

Fallon no respondió. El dolor lo envolvía como un campo magnético, y no oía nada aparte de la voz del remordimiento que retumbaba en su cabeza. No sentía dolor alguno, aparte del que le atenazaba el confín más recóndito del alma. Era ajeno a todo lo externo, incluyendo los fragmentos de vidrio que tenía clavados en la mejilla.

Kovac lanzó un largo suspiro y en aquel instante se fijó en una fotografía que aún yacía en el suelo, casi oculta bajo el tocador. La recogió y contempló un pasado que parecía tan lejano como Marte. Todos los Fallon juntos antes de que la cadena de tragedias los separara. Mike, su esposa y sus dos hijos.

– Si quieres puedo llamar a tu otro hijo -se ofreció.

– No tengo otro hijo -replicó Mike Fallon-. Uno me repudió hace años, y al otro lo repudié yo. Genial, ¿eh, Kojak?

Kovac miró la foto unos instantes más antes de dejarla sobre las demás. La confesión de Fallon lo había dejado vacío por dentro, como si fuera un eco de las emociones del anciano. O tal vez las emociones eran suyas. A fin de cuentas, no estaba menos solo que Mike Fallon.

– Sí, Mike, genial.

Liska estaba de pie en el pasillo, delante de la puerta de la sala 126, Asuntos Internos. Aquel nombre conjuraba imágenes de salas de interrogatorios con bombillas desnudas y oficiales de las SS con ojos entornados y porras de goma.

El Escuadrón de las Ratas. Liska no tenía razón para asociarlo con su propia carrera, pues nunca la habían investigado. Sabía que la misión de Asuntos Internos consistía en apartar del cuerpo a los policías malos, no en perseguir a los buenos, pero el miedo y la hostilidad eran instintos propios de casi todos los policías. Los polis se apoyaban unos a otros, se protegían, mientras que los agentes de Asuntos Internos se volvían contra los suyos, como caníbales.