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– Y la hija del jefe -supuso Kovac.

– Eso ha estado fuera de lugar, Kovac -advirtió Pierce.

– Lo siento -se disculpó Kovac-. Me sucede a menudo. No paro de meter la pata. Imagino que no me educaron bien.

La mirada que le lanzó Jocelyn Daring podría haber congelado un volcán, pero a Kovac no le importaba; estaba demasiado ocupado pensando que Steve Pierce era un astro ascendente en Daring-Landis, y que los astros ascendentes de Daring-Landis con toda probabilidad debían ser seres de vida y reputación intachables.

La prometida apoyó la mano en el brazo de Steve Pierce en un gesto que Kovac percibió posesivo y tranquilizador a un tiempo.

– ¿Ha venido por algún motivo en especial, detective? -preguntó sin apartar la mirada de él-. Steven ha sufrido un golpe terrible, y nos gustaría estar a solas para digerir lo sucedido. Además, no tiene la culpa de que Andy se suicidara.

Pierce ni tan siquiera la miraba. Tenía los ojos clavados en otra dimensión, y no resultaba difícil imaginar qué veía. La cuestión era qué significaba para él y si el peso de las emociones que lo abrumaban guardaba alguna relación con la culpa. Y en tal caso, ¿de qué clase de culpa se trataba?

– Simplemente quería hacerle algunas preguntas -explicó Kovac-, para hacerme una idea más clara de quién era Andy, quiénes eran sus amigos, qué pudo empujarlo a cometer suicidio… si es que se suicidó. Ya sabe… Pretendía averiguar si había sufrido alguna decepción en los últimos tiempos, como la ruptura de una relación o algún otro revés personal.

Jocelyn Daring abrió el sofisticado bolso negro que había dejado sobre la mesa junto a las bolsas de comida y sacó una tarjeta de visita. Sus dedos eran largos y finos, de uñas que relucían como perlas. El diamante cuadrado que lucía en el anular izquierdo podría haber atragantado a una cabra.

– Si tiene más preguntas, ¿por qué no llama antes de venir? -sugirió.

Kovac echó un vistazo a la tarjeta y enarcó las cejas.

– ¿Abogada?

– Steven me ha contado cómo lo trató usted esta mañana, detective. No pienso permitir que eso se repita, ¿me ha entendido?

Pierce seguía sin mirarla.

– De acuerdo -asintió Kovac-. Soy un poco lento, pero me parece que empiezo a entender de qué va esto.

Pasó junto a ellos de camino hacia la puerta, se detuvo con la mano sobre el picaporte y los miró. Jocelyn Daring se había situado de nuevo ante Steve Pierce, o mejor dicho, entre Kovac y su prometido, a fin de proteger a este.

– ¿Conocía usted a Andy Fallon, señorita Daring? -inquirió Kovac.

– Sí -asintió ella sin más.

Sin lágrimas, sin atisbo de pesar.

– Los acompaño en el sentimiento -dijo Kovac antes de salir al frío.

Capítulo 7

La casa de Liska, pequeña y anodina, se encontraba junto a media docena de casas iguales en una calle de un barrio de St. Paul que carecía de nombre. La gente de la zona decía que vivía «cerca de Grand Avenue», porque Grand Avenue era, tal como indicaba su nombre, grandiosa, una avenida flanqueada de hermosas mansiones restauradas propiedad de antiguos magnates de la madera. La mansión del gobernador también se hallaba en Grand Avenue, y ni siquiera el hecho de que el gobernador fuera un antiguo luchador profesional desmerecía la calidad del barrio. El corazón de la zona de Grand Avenue, el equivalente de St. Paul de la «zona alta» de Minneapolis, era una secuencia de tiendas y restaurantes de moda.

El barrio de Liska se parecía mucho al de Andy Fallon, pues estaba lo bastante lejos del radio elegante para que una divorciada pudiera permitirse tener una vivienda en él. En teoría, el ex de Liska pagaba la manutención de los niños para así aligerar la carga económica que significaba ser una madre sola. Pero cualquier parecido entre la suma que el tribunal había impuesto a Speed Hatcher y la realidad era pura coincidencia.

Le estaba bien empleado por casarse con un poli de Narcóticos. Los polis de Narcóticos vivían casi siempre al filo del abismo. La línea de lo que eran en el trabajo y lo que eran en su vida privada se difuminaba con demasiada frecuencia. En el caso de Speed, esa frontera ya no existía, pues el filo le gustaba en exceso.

En retrospectiva, Liska sabía que había vislumbrado atisbos de su personalidad salvaje desde el principio, cuando ambos eran aún agentes uniformados, y reconocía que ello formaba parte de la atracción que la había acercado a él. Eso, la sonrisa deslumbrante y un culo de primera. Pero si bien el salvajismo podía ser una cualidad deseable en un amante, no lo era en un padre. La sonrisa le había valido un número limitado de reconciliaciones, y el culo resultó ser un problema grave, porque demasiadas mujeres lo querían para sí.

Echó un vistazo a las instantáneas de Andy Fallon y se preguntó si sus amantes habrían sentido lo mismo. Fallon había estado buenísimo antes de que el rigor mortis hiciera sus estragos. Tenía la clase de aspecto que impulsaba a las mujeres a detestar la homosexualidad.

Desparramó las fotos sobre la mesilla baja, junto con un ejemplar del St. Paul Pioneer Press para cubrirlas por si uno de los chicos entraba de improviso en el salón, si bien era tarde y tanto Kyle como R. J. llevaban ya una hora acostados. No obstante, no sería la primera vez que uno de ellos aparecía en pijama y con ojos soñolientos para acurrucarse junto a ella en el sofá mientras Liska intentaba desconectar con David Letterman o con un libro.

Una parte de ella deseaba que aquello ocurriera para así poder desterrar las fotografías de su mente y convertirse durante un rato en un ser humano normal. Para culminar un día maravilloso, el teniente Leonard la había acorralado mientras esperaba que volviera Kovac, que por cierto no volvió. Por lo visto, Jamal Jackson amenazaba con demandarla por brutalidad policial. El caso carecía de fuerza, pero eso no le impediría contratar a algún abogado cabroncete de la Asociación Americana de Libertades Civiles para hacerle la vida imposible hasta que el tribunal desestimara el caso. El informe acabaría en su expediente se retiraran o no los cargos contra ella, y a continuación tendría a los de Asuntos Internos pisándole los talones mientras ella les pisaba los suyos.

Genial. Si el incidente hubiera ocurrido una semana antes, tal vez habría conocido a Andy Fallon antes de que se convirtiera en un fiambre.

Examinó las fotografías sin la repugnancia de un civil; llevaba mucho tiempo curtida para evitar esa reacción inicial. Las estudió con ojos de policía, en busca de algún indicio útil. De pronto se le ocurrió que, muchos años antes, Andy Fallon había tenido doce, igual que Kyle, su hijo mayor.

Una oleada de temor la sacudió por entero, pillándola con la guardia baja porque estaba agotada. Siempre la preocupaba el hecho de no pasar tiempo suficiente con los chicos. Era una sensación que le roía los flecos de la conciencia. Las vidas de todos ellos parecían avanzar a cámara rápida. Los chicos iban a toda velocidad con la escuela, los boy scouts y el hockey. Ella apenas daba abasto con el trabajo, el intento de llevar la casa, poner comida sobre la mesa, firmar autorizaciones para el colegio, asistir a las reuniones de padres y controlar los centenares de detalles que traía consigo la maternidad. Los tres acababan tan exhaustos que no les quedaba energía para prestarse demasiada atención al final del día. ¿Cómo iba a darse cuenta si uno de ellos se metía en problemas?

Había leído que las tentativas de asfixia autoerótica no eran infrecuentes entre los varones adolescentes. Cada año se producía un número nada desdeñable de muertes accidentales que se tildaban de suicidios pero en realidad eran accidentes autoeróticos. A sus doce años, Kyle seguía mucho más interesado en la Nintendo que en las chicas, pero la pubertad acechaba a la vuelta de la esquina. Liska tenía ganas de asomarse a esa esquina y darle a la puñetera pubertad una paliza de mil pares de narices.