– Que yo sepa sí.
– Lo único que le interesa es resolver asaltos.
– Los asaltos de hoy son los homicidios de mañana.
– Eso quedaría genial en un tatuaje. Y se me ocurre el sitio perfecto donde podría ponérselo.
– Pero necesitarías un casco de minero para leerlo. Te regalaré uno por Navidad; eso te dará una razón para seguir adelante.
Liska abrió la puerta y entró precedida de Kovac en la sala de interrogatorios, que no era más espaciosa que un armario, la típica estancia que los arquitectos califican de «íntima». De acuerdo con las últimas teorías sobre el modo de interrogar a la escoria, la mesa era pequeña y redonda, sin una zona preferente. Todos los que se sentaban alrededor de ella eran iguales. Colegas. Confidentes. Pero no había nadie sentado a ella.
Elwood Knutson estaba de pie en el rincón más cercano, con aspecto de oso de Disney con sombrero hongo de fieltro negro. Jamal Jackson ocupaba el rincón opuesto, junto a la inútil y vacía librería empotrada y bajo la videocámara instalada en la pared, tal como requería la ley de Minnesota, para demostrar que los policías no arrancaban confesiones a los sospechosos a base de palizas. La actitud que exhibía Jackson le quedaba tan mal como la ropa que vestía. Llevaba unos vaqueros de la talla de Elwood que le pendían flojos del culo escuálido y un enorme y abultado anorak de plumón con los colores negro y rojo de Nación Aria. Tenía el labio inferior más grueso que una manguera y en ese instante adelantado en un mohín.
– Oye, tío, todo esto es una parida. Yo no me he cargado a nadie -aseguró a Kovac.
El detective arqueó las cejas.
– ¿Ah, no? Vaya, pues debe de tratarse de un error. -Se volvió hacia Elwood con las manos extendidas-. ¿No decías que era nuestro hombre, Elwood? Dice que no ha sido él.
– Debo de haberme equivocado -repuso Elwood-. Le ruego que me disculpe, señor Jackson.
– Haremos que te lleven a casa en un coche patrulla -ofreció Kovac-. Podemos decirles que anuncien por el megáfono a tu hermandad que no teníamos intención de detenerte, que ha sido un error.
Jackson se lo quedó mirando mientras movía el labio arriba y abajo.
– Podemos decirles que anuncien específicamente que sabemos que no tuviste nada que ver en el asesinato de Deon Truman. Así todo el mundo tendrá claro por qué te trajimos a comisaría. No nos gustaría que por culpa nuestra circularan rumores desagradables sobre ti.
– ¡A tomar por el culo, tío! -gritó Jackson con voz estridente-. ¿Es que pretende que me maten?
Kovac se echó a reír.
– Pero si acabas de decir que no fuiste. Ya puedes irte a casa.
– ¿Y que los hermanos crean que he hablado con ustedes? Acabarían conmigo en tres segundos. ¡Y una mierda, tío!
Jackson dio unos pasos por la habitación mientras se tiraba de las breves trenzas que salían disparadas en todas direcciones desde su cabeza. Llevaba las manos esposadas ante sí y miraba a Kovac con expresión hostil.
– Métame en la cárcel, cabrón.
– No puedo, y eso que me lo pides con mucha educación. Lo siento.
– Estoy detenido -insistió Jackson.
– No si no has hecho nada.
– He hecho de todo.
– ¿Así que confiesas? -terció Liska.
Jackson le lanzó una mirada incrédula.
– ¿Quién coño es esta? ¿Su novia?
– No insultes a la señorita -advirtió Kovac-. Dices que te cargaste a Deon Truman.
– Y una mierda.
– Entonces, ¿quién lo hizo?
– Que le den por el saco, tío. No le voy a decir una mierda.
– Elwood, encárgate de que el caballero vuelva a casa como Dios manda.
– ¡Pero estoy detenido! -aulló Jackson-. ¡Métanme en la cárcel!
– Que te den -dijo Kovac-. La cárcel está abarrotada y además no es un hotel, joder. ¿De qué se le acusa, Elwood?
– Merodear con fines criminales, creo.
– Una falta menor.
– ¡Y una porra! -chilló Jackson, indignado, mientras señalaba a Elwood con los dos índices-. ¡Me vio vendiendo crack en la esquina de Chicago con la Veintiséis!
– ¿Llevaba encima crack cuando lo detuviste? -inquirió Kovac.
– No, señor, aunque sí una pipa.
– ¡Tiré la mercancía antes de que me detuviera!
– Posesión de parafernalia para consumir drogas -recitó Liska sin inmutarse-. Ya ves. Suéltalo, Kovac. No merece la pena retenerlo.
– ¡Que te den por el culo, zorra! -siseó Jackson, avanzando hacia ella-. ¡Chúpamela!
– Antes me arrancaría los ojos con un clavo oxidado -replicó Liska.
Avanzó hacia Jackson con la gélida mirada azul clavada en él como un láser.
– No te la saques, Jackson. Si vives lo suficiente, puede que en la cárcel conozcas a algún tío amable que te la mame.
– No va a ir a la cárcel -insistió Kovac-. Acabemos con este asunto de una vez. He quedado para ir a una fiesta.
Jackson atacó cuando Kovac se volvía hacia la puerta. Agarró uno de los estantes sueltos de la librería y se abalanzó sobre él por la espalda. Desprevenido, Elwood gritó un juramento y saltó, pero demasiado tarde. Kovac giró sobre sí mismo de modo que el canto del estante le practicó un considerable corte sobre la ceja izquierda.
– ¡Maldita sea!
– Joder!
Kovac cayó de rodillas con la vista nublada por el golpe. El suelo se le antojaba de goma bajo el cuerpo.
Elwood asió las muñecas de Jackson y tiró de sus brazos hacia arriba. El estante salió despedido, y otro canto arañó la pared nueva.
De repente, Jackson profirió un grito, y su rodilla izquierda cedió bajo su peso. A medio camino del suelo volvió a gritar y arqueó la espalda. Elwood se apartó de un salto con los ojos abiertos de par en par.
Liska se montó sobre Jackson y le oprimió una rodilla sobre la espalda en el instante en que el rostro del hombre se estrellaba contra el suelo.
En aquel momento, la puerta de la sala se abrió, y por ella entró media docena de detectives con las armas desenfundadas. Con expresión inocente y sorprendida, Liska sostuvo en alto una porra táctica.
– Madre mía, mirad lo que he encontrado en uno de mis bolsillos -exclamó burlona.
Dicho aquello, se inclinó sobre Jackson.
– Por lo visto, hoy se va a cumplir uno de tus deseos, Jamal -le murmuró seductoramente al oído-. Quedas detenido.
– Qué mariconada.
– ¿Es una opinión profesional, Tippen?
– Que te den, Tinks.
– ¿Expresan tus palabras un deseo oculto, Tippen?
Todos los presentes lanzaron una carcajada, la clase de carcajada dura y amarga que soltaban las personas acostumbradas a presenciar demasiadas miserias de forma cotidiana. El sentido del humor de los policías era grosero y mordaz porque el mundo en el que vivían era salvaje y cruel. No tenían tiempo ni paciencia para bromitas a lo Noel Coward.
El grupo ocupaba una codiciada mesa esquinera en Patnck's, un pub de nombre irlandés que regentaban unos suecos. Los días normales, el pub, situado en un lugar estratégico, equidistante entre la comisaría central de Minneapolis y la oficina del sheriff del condado de Hennepin, estaba abarrotada de policías a aquella hora. Los policías del turno de día iban al acabar la jornada para preparar un poco el terreno personal. También acudían policías jubilados que habían descubierto que no podían entablar relaciones con seres humanos corrientes al acabar su carrera, y polis del turno de noche que cenaban allí en compañía y mataban el tiempo antes de iniciar la ronda. Sin embargo, aquel no era un día cualquiera; la concurrencia habitual se veía engrosada por jefazos del departamento, políticos locales y periodistas, indeseables apéndices que intensificaban la tensión del ambiente ya cargado de humo y palabras gruesas. Un equipo de una de las televisiones locales estaba instalando sus aparejos junto al escaparate.
– Deberías haber pedido que te pusieran puntos de verdad, de los de antes -prosiguió Tippen.