Выбрать главу

Sacudió la ceniza del cigarrillo, se lo llevó a los labios y dio una larga chupada mientras observaba atentamente a los de la tele. Poseía un rostro propio de un sabueso irlandés, alargado y más bien feúcho, con un hirsuto bigote gris e inteligentes ojos oscuros. Era detective de la oficina del sheriff y había formado parte del equipo que había investigado los asesinatos del Incinerador [2] hacía poco más de un año. Algunos miembros del equipo habían trabado la clase de amistad que los llevaba a reunirse en bares para tomar unas copas, hablar de trabajo e insultarse unos a otros.

– Habría quedado peor que el monstruo de Frankenstein -objetó Liska-. Con las grapas en mariposa, en cambio, le quedará una cicatriz finita y pulcra, la clase de cicatriz que las mujeres consideran sexy.

– Las mujeres sádicas -puntualizó Elwood.

– ¿Acaso existe otro tipo? -espetó Tippen con los labios fruncidos.

– Pues sí, las que salen contigo -replicó Liska-, o sea, las masoquistas.

Tippen le arrojó un nacho.

Kovac se examinó con ojo crítico en el espejito de bolsillo de Liska. Una médico residente estresada le había limpiado y cosido el corte de la frente en la unidad de urgencias del centro médico del condado de Hennepin, adonde solían acudir los criminales para que les cosieran los balazos o los metieran en el depósito de cadáveres. Le daba vergüenza ir al hospital sin ni siquiera un triste balazo, y la joven doctora le había dado a entender que tratar heridas de menor consideración no estaba a su altura. Cabe añadir que no se produjo atracción sexual alguna entre ellos.

Evaluó los daños con atención. Su rostro era un rectángulo salpicado de arrugas producidas por el estrés, un par de cicatrices y una nariz aguileña aunque torcida que casaba a la perfección con la boca torcida y sardónica que asomaba bajo el imprescindible mostacho de policía. Tenía el cabello más gris que castaño, y una vez al mes pagaba diez pavos a un barbero noruego para que se lo cortara, razón por la que, con toda probabilidad, su melena tendía a erizarse.

Nunca había sido guapo en el sentido clásico del término, pero tampoco ahuyentaba a las mujeres precisamente, al menos no por su físico, de modo que una cicatriz más carecía de importancia.

Liska lo miró mientras se tomaba la cerveza.

– Te da carácter, Sam.

– Lo que me da es dolor de cabeza -refunfuñó su compañero al tiempo que le devolvía el espejito-. Ya tengo todo el carácter que necesito

– Bueno, te daría un beso para que dejara de dolerte, pero me cargué la rótula del tipo que te lo hizo, así que ya he cumplido.

– Y te sorprendes de seguir soltera -suspiró Tippen.

Liska le lanzó un beso.

– Quien me quiere a mí, quiere a mi porra. O en tu caso, Tippen, chúpame la porra.

En aquel momento, la puerta se abrió, trayendo consigo una ráfaga de aire frío, y por ella entraron dos nuevos parroquianos. Los ojos de todos los policías presentes se vaciaron de expresión, y la tensión subió un par de grados más. El colectivo policial se ponía en guardia contra los intrusos.

– El hombre de moda -murmuró Elwood cuando la gente reconoció a uno de los recién llegados y empezaba a vitorearlo-. Ha venido a codearse con el populacho antes de su ascensión celestial.

Kovac guardó silencio. Ace Wyatt se había detenido junto a la puerta, enfundado en un abrigo cruzado de pelo de camello y con aspecto de capitán América, amo de cuanto se extendía a sus pies. Mandíbula cuadrada, sonrisa deslumbrante, peinado de puto presentador de televisión… Con toda probabilidad daba a su peluquero diez dólares de propina para que la ayudante le hiciera una mamada.

– ¿Creéis que va maquillado? -preguntó Tippen entre dientes-. Se rumorea que lleva las pestañas teñidas.

– Es lo que pasa cuando vas a Hollywood -sentenció Elwood.

– Pues a mí no me importaría sufrir semejante humillación a cambio -terció Liska con sarcasmo-. ¿Sabéis cuánta pasta gana en ese programa?

Tippen dio otra larga chupada al cigarrillo y exhaló el humo. Kovac observó al capitán Ace Wyatt por entre la humareda. Habían trabajado en la misma brigada durante una temporada que se le antojaba muy lejana, cuando acababa de dejar la sección de Atracos para pasar a Homicidios. Wyatt era ya a la sazón el pez gordo, una leyenda que pretendía convertirse en una verdadera estrella. Había cosechado grandes éxitos en el departamento y por fin había aterrizado en la televisión, aunque sin abandonar el puesto de capitán del Departamento de Investigación Criminal mientras protagonizaba una versión a la Minneapolis de Los más buscados de América con toques de infocomercial. El programa, llamado La hora del crimen, estaba a punto de venderse a la televisión nacional.

– Detesto a este tío -proclamó.

Cogió el vaso de Jack Daniel's que tenía prohibido mezclar con los analgésicos y apuró su contenido.

– ¿Estás celoso? -lo pinchó Liska.

– ¿De qué? ¿Del hecho de que es un capullo?

– No te subestimes, Kojak, tú eres tan capullo como el que más.

Kovac emitió un gruñido gutural, deseando de repente estar en cualquier otro lugar del mundo. ¿Por qué narices había ido al pub? Estaba al borde de la conmoción cerebral, una excusa perfecta para escurrir el bulto y largarse a casa. Claro que nada lo esperaba en casa… una casa vacía con un acuario vacío en el salón. Todos los peces habían muerto de inanición cuando trabajaba más de setenta horas semanales en su intento de resolver el caso del Incinerador, y nunca se había molestado en reemplazarlos.

Asistir a una fiesta en honor de Ace Wyatt era prueba de un masoquismo mayor que el de cualquier mujer que hubiera salido con Tippen. En cuanto el séquito de Wyatt se alejara de la puerta, podía abrirse paso entre la muchedumbre y salir sin llamar la atención. Podía ir a ese bar que siempre estaba lleno de policías de la Quinta. A esos se les daba un ardite Ace Wyatt.

En el momento en que tomaba la decisión, Wyatt lo divisó entre el gentío y se dirigió hacia él con una sonrisa deslumbrante y un cuarteto de paniaguados pisándole los talones. Se abrió paso entre los asistentes estrechando manos y rozando hombros como si fuera el Papa repartiendo bendiciones prefabricadas.

– ¡Vaya, Kojak, viejo guerrero! -gritó para hacerse oír por encima del estruendo antes de estrechar la mano de Sam con extrema firmeza.

Kovak se levantó, y el suelo pareció vacilar bajo sus pies, tal vez por los efectos de su encontronazo con el estante o por la mezcla de analgésicos y alcohol. Con toda seguridad, no se debía a la emoción de acaparar la atención de Wyatt. Maldito cabrón, mira que llamarlo Kojak. Sam odiaba ese mote, y la gente que lo conocía bien solía usarlo para cabrearle.

Uno de los paniaguados se acercó Polaroid en ristre, y el flash estuvo a punto de dejarlo ciego.

– Para el álbum de recortes -explicó el sirviente, un guaperas de treinta y tantos años, cabello negro reluciente, ojos azul cobalto y el físico propio para salir en una serie de segunda.

– Tengo entendido que has recibido otro mamporro por la causa -gritó Wyatt sin dejar de sonreír-. Maldita sea, Kojak, déjalo ahora que todavía estás a tiempo.

– Me quedan siete años, colega -repuso Kovak-. No es que los peces gordos del cine se peleen por mí precisamente. Por cierto, felicidades.

– Gracias. El hecho de que el programa se retransmita por la televisión nacional puede marcar la diferencia.

En tu cuenta bancaria, pensó Kovac, aunque se guardó de decirlo. A tomar por el culo. Nunca le habían atraído los trajes de diseño ni hacerse la manicura una vez por semana. No era más que un poli, y eso era lo que siempre había querido ser. Ace Wyatt, en cambio, siempre había tenido las miras puestas en destinos más grandes, mejores, más brillantes. Quería alcanzar las esferas más altas del poder y hacerse con todas y cada una de ellas.

вернуться

[2] Ver la novela El Incinerador, de esta autora, primer libro de la serie.