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– Nikki, estaba velando por ti, por los chicos…

– ¿Ah, sí? ¿Y cómo, si puede saberse? -lo atajó Liska-. ¿No diciéndome nada? ¿No contándome que estabas allí?

– No me pediste precisamente que estuviera.

– ¡No te atrevas a echarme la culpa!

Speed extendió los brazos y retrocedió un paso.

– Pensé que podía cuidar de vosotros sin poner en peligro mi investigación ni la tuya.

– Y así no quedar como un capullo si la mía se iba al garete -replicó Liska-. ¿O acaso planeabas aparecer en el último momento, como Supermán, y arreglarlo todo en un santiamén? Eso te haría quedar como un rey, ¿verdad? Pillas a los malos, te quedas con la chica…

Speed estaba perdiendo la paciencia, como siempre que el encanto y la falsa sinceridad le fallaban.

– Si es eso lo que piensas de mí, Nikki…

Liska respiró hondo y pugnó por contener las emociones.

– Lo que pienso es que debes irte. Tengo trabajo.

Speed ahogó otro suspiro, reagrupó sus fuerzas e intentó atacar de nuevo con el rollo de amigo preocupado.

– Mira, sé que este no es el lugar ni el momento apropiado, pero quería asegurarme de que estabas bien. Puede que luego me pase por tu casa…

– No.

– Mañana por la tarde puedo llevarme a los chicos un rato si quieres.

– Lo que quiero -masculló Liska con la vista clavada en el lavadero, porque mirarlo dolía demasiado- es no verte durante un tiempo, Speed.

Su ex comprendió por fin que no iba a ganar esa batalla. El encanto personal y la apostura le funcionaban a las mil maravillas en la vida cotidiana, pero se le habían acabado los disfraces que usar con Liska, al menos hasta que volviera a sentirse lo bastante débil para confiar de nuevo en él.

– Llévate a los chicos mañana por la tarde si lo que quieres es estar con ellos, pero no lo hagas para llegar hasta mí.

Speed vaciló un instante, como si tuviera algo más que decir, pero por fin se fue por donde había venido.

Liska permaneció inmóvil, con la mirada clavada en el suelo mientras intentaba aclararse las ideas y poner la mente de nuevo en funcionamiento para volver al trabajo y ser la poli dura de siempre. Otra vez. Vio a Kovac bajo la arcada que conducía a la parte principal de la casa.

– ¿Por qué no aprenderé? -suspiró.

– Porque eres una cabezota.

– Gracias.

– Te lo dice un experto -aseguró Kovac antes de acercarse y rodearle los hombros con un brazo-. Vamos, Tinks. A menos que decidas salir corriendo y pegarle un par de tiros en la cabeza a ese cabrón, aquí hemos terminado. Déjalo por hoy y vete a casa. Te enviaré un coche patrulla.

– No necesito… -intentó protestar Liska con una mueca.

– Sí que necesitas. Tú has desenmascarado a Rubel, pequeña, y sabe dónde vives.

Un escalofrío le recorrió la columna vertebral como un dedo helado.

– ¿Sabes? -suspiró, apoyando la cabeza en el hombro de Kovac-. A veces me gustaría ser camarera.

Capítulo 33

A las seis de la mañana, la noticia de la búsqueda del agente Derek Rubel había atraído a periodistas de todas las cadenas principales. Minneapolis estaba atestada de furgonetas y cámaras. Kovac, Liska, Tippen y Castleton habían recibido órdenes de no hablar con nadie sobre el asesinato de Cal Springer. Leonard, el sheriff del condado de Hennepin y el jefe de policía de Edén Prairie se encargaban de hablar con la prensa.

Habían pedido ayuda al FBI, además de a la Oficina de Investigación Criminal de Minnesota. Las patrullas de Tráfico de Minnesota y Wisconsin tenían helicópteros en el aire, peinando toda la zona en busca del Explorer negro de Rubel, una misión tediosa que no cesaba de provocar falsas alarmas; Minnesota estaba llena de Ford Explorer negros, y ninguno de los que detuvieron y registraron resultó ser el de Rubel.

Los vecinos y todos sus compañeros de trabajo conocidos fueron interrogados en un intento de conocer sus costumbres y confeccionar una lista de posibles escondrijos. Enviaron a varios agentes a un coto de caza de treinta y dos hectáreas en las inmediaciones de Zimmermann, propiedad de media docena de policías, pero no hallaron rastro de Rubel en la tosca cabaña.

Ogden, que había recibido dos balazos en el tiroteo, había sido transportado en helicóptero al hospital del condado de Hennepin, y se encontraba estable tras una intervención quirúrgica de tres horas. Aún no lo habían interrogado, pero el sindicato ya había enviado a un abogado a la puerta de su habitación.

Kovac se pasó la noche trabajando, prefiriendo llamar a las puertas de perfectos desconocidos a quedarse en su casa vacía. Al amanecer, su capacidad de comunicación estaba bajo mínimos, de modo que pasó el testigo a Elwood y volvió a casa.

El vecino estaba fuera, bajo el sol gélido, tocado con su gorra de piloto a cuadros mientras limpiaba la nieve de su jardín con una azada.

– Malditos perros -lo oyó refunfuñar Kovac al apearse del coche.

Al oír cerrarse la portezuela de su coche, el anciano vecino alzó la cabeza y miró a Kovac a través de las gafas torcidas.

– ¡Eh, hemos oído lo de la cacería humana! -exclamó con un entusiasmo que sobrepasaba el poco afecto que profesaba a Kovac-. Un poli asesino, ¿eh? ¿Usted también participa?

– Soy el tipo al que buscan -replicó Kovac-. Un poli que ha perdido el juicio por culpa de la falta de sueño causada por la chillona iluminación navideña de su vecino.

El vecino no sabía si ofenderse o por el contrario fingir que se lo tomaba a broma.

– Menuda historia la de ese tipo -comentó por fin-. En la tele no paran de hablar de ello. Incluso van a dar un especial en La hora del crimen.

– Otra estupenda razón para dedicarse a la lectura -masculló Kovac.

– Es el mejor programa de toda la puta tele -aseguró el anciano sin hacerle caso.

– Se llama programa divulgativo.

– ¿Conoce a ese tipo? ¿A Ace? Es la hostia, ese sí que es un policía de verdad.

– Antes era mujer -explicó Kovac mientras abría la puerta de su casa.

El vecino dio un respingo y lo miró con ojos entornados.

– ¡Está usted enfermo! -declaró antes de dirigirse al otro extremo de su jardín en busca de mierda de perro y nieve amarilla.

Kovac entró en su casa. Lo primero que miró fue el sofá y permaneció unos instantes inmóvil antes de comprender.

Alguien había estado en su casa.

Los artículos que había encontrado en la biblioteca estaban desparramados sobre la mesita. Su maletín yacía abierto en el suelo, semioculto tras una silla. La pantalla del televisor estaba aplastada.

De repente, el aire se le antojaba más denso, eléctrico. El pulso se le aceleró mientras se abría el abrigo, introducía la mano en él con discreción y desenfundaba el arma. Con la otra mano sacó el móvil del bolsillo y marcó el número de la policía.

Dio parte de la intrusión mientras caminaba de una habitación a otra, evaluando los daños e intentando descubrir si el culpable seguía en el edificio. Habían sacado los cajones del escritorio, registrado la cómoda, robado el dinero que había dejado sobre ella, junto con un reloj muy caro que había ganado en una rifa durante un congreso de la policía. Parecía un robo corriente perpetrado por algún yonqui en busca de objetos de valor para empeñarlos.

Miró en el armario de su dormitorio y experimentó un gran alivio al ver que su viejo 38 seguía en la caja de zapatos.

De nuevo abajo, descubrió que el intruso había forzado la puerta de la cocina, una tarea que, por lo visto, había resultado embarazosamente fácil. Tendría que soportar más de una burla por su ineptitud en el mantenimiento doméstico, se dijo al volverse y ver que la puerta del sótano estaba entreabierta.

Encendió la luz y aguzó el oído.

Nada. Bajó los primeros escalones y luego se agachó para mirar abajo sin ser visto.