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– Me gustaría volverlo a examinar. Cabe la posibilidad de que lo asesinaran.

El despacho que Maggie Stone ocupaba en el depósito de cadáveres del condado de Hennepin siempre recordaba a Kovac esas noticias sobre viejos chalados cuyos cadáveres se encontraban momificados entre pilas de periódicos, revistas y basura que llevaban nueve años sin tirar. La estancia era un laberinto de papeles, publicaciones profesionales, libros sobre medicina forense y revistas de motos. Stone conducía una Harley cuando hacía buen tiempo.

Al ver a Kovac le indicó con una mano que entrara mientras con la otra sostenía un bollo de mermelada azucarado. El centro del bollo rezumaba una sustancia roja que se parecía un poco demasiado a algunas de las fotografías desparramadas sobre la mesa.

– ¿Alguna vez lees algo de lo que tienes aquí? -se interesó Kovac.

Stone examinó una foto a través de sus estrafalarias gafas de lectura y una lupa iluminada.

– ¿A qué te refieres?

Ese mes llevaba el cabello teñido de un peculiar matiz café con leche, cortado al estilo duende y pegado al cráneo con gomina. Por lo general producía la sensación de que no se peinaba desde los ochenta.

– ¿Qué has averiguado?

– Vamos a ver.

Stone hizo girar el brazo soporte de la lupa para que Kovac pudiera echar un vistazo desde el otro lado de la mesa.

– Lo que busco en el cuello de un ahorcado son cardenales o abrasiones en forma de V que sigan de forma evidente los ángulos de la soga. Aquí se ven con claridad -señaló-. Y tú lo encontraste colgado, de modo que sabemos que se colgó o lo colgaron. Sin embargo, también he encontrado lo que parecen ser sombras de un cardenal en línea recta alrededor del cuello.

– ¿Crees que lo estrangularon y después lo colgaron?

– Las marcas no son demasiado claras. Cualquier persona que examinara el cadáver con la idea preconcebida de que se trataba de un suicidio no repararía en ellas, pero tengo la sensación de que están ahí. Y si estoy en lo cierto, sospecho que el asesino colocó alguna protección entre la soga y el cuello de la víctima. Si tenemos suerte y la funeraria preparó el cadáver de forma chapucera, puede que aún encuentre alguna fibra en el cuello. Y si las marcas existen, apuesto lo que sea a que hay más en la nuca.

Dicho aquello se reclinó en su silla, cerró los puños y los alzó para hacer una demostración.

– Si el asesino aprieta el nudo con las manos, los nudillos oprimen la nuca y dejan cardenales. Si se trata de un garrote, entonces la presión en el punto donde la atadura se cruza y se aprieta ocasiona un solo cardenal muy visible.

– ¿No hay ninguna fotografía de la nuca?

– No. Reconozco que no fue la más concienzuda de las autopsias, pero es que parecía un suicidio clarísimo, y por lo visto llamaron de tu departamento para acelerar el proceso por el bien de la familia.

– Yo no fui -aseguró Kovac mientras estudiaba las fotografías con el ceño fruncido.

Observó los cardenales apenas visibles en el cuello de Andy Fallon, justo debajo de las vividas marcas dejadas por la soga, y experimentó un hormigueo en el estómago.

– Soy el último mono en el departamento; la llamada la hizo alguien mucho más poderoso.

Ace Wyatt.

Kovac se inclinó sobre el mostrador y sorprendió a Russell Turvey hojeando la revista Hustler en un rincón.

– Joder, Russell, ni se te ocurra estrecharme la mano -dijo a modo de saludo.

Turvey dio un respingo y emitió varios gruñidos flemáticos que recordaban un trueno lejano.

– ¡Por el amor de Dios, Kojak! Tú también lo harías si tuvieras ocasión.

– Pero no contigo.

Turvey volvió a reír y arrojó la revista bajo la silla. Luego se aferró con ambas manos al mostrador para darse impulso y acercarse sin necesidad de levantarse.

– He oído que Springer la ha palmado -comentó, observando a Kovac con un ojo entornado mientras el otro se desviaba hacia la izquierda-. Nunca me cayó bien.

Como si eso hubiera convertido el fallecimiento de Cal Springer en un hecho inevitable.

– Estabas allí -constató Turvey.

– Te juro que no apreté el gatillo; Liska es testigo.

– ¡Ahhh! Argh… Liska -ronroneó con expresión lasciva de cómic-. ¿Es bollera?

– ¡No!

– Ni siquiera… -insinuó Turvey, agitando la mano.

– No -repitió Kovac con vehemencia-. ¿Podemos ir al grano, por favor? He venido por una razón concreta.

– ¿De qué se trata?

– Necesito echar un vistazo a un caso antiguo, el asesinato de Thorne. No tengo el número de expediente, pero sí las fechas…

– No importa -lo atajó Turvey-. No está aquí.

– ¿Estás seguro?

– Me paso aquí todo el puto día. ¿Acaso crees que no me conozco este sitio al dedillo?

– Ya, pero…

– Sé que no está porque alguien de Asuntos Internos bajó a pedirlo hace un par de meses. Era el chico de Mike Fallon. No estaba aquí entonces ni tampoco está aquí ahora.

– ¿Y no sabes adónde ha ido a parar?

– No.

Kovac lanzó un suspiro y se dispuso a marcharse, preguntándose quién podía tener el expediente o una copia.

– Es curioso que hayas preguntado precisamente por ese caso -observó Turvey.

– ¿Por qué?

– Porque he descubierto que el número de placa por el que preguntaste el otro día perteneció a Bill Thorne.

Amanda Savard tenía la placa de Bill Thorne sobre la mesa del despacho de su casa.

Kovac permaneció inmóvil mientras intentaba asimilar la idea.

– Recuerdo a Bill Thorne -dijo Turvey, restregándose el voluminoso mentón-. Por aquel entonces patrullaba en la Tercera. Era un cabronazo de mucho cuidado.

– ¿Estás seguro? -preguntó Kovac.

Turvey enarcó las cejas.

– ¿Que si estoy seguro? Una vez lo vi romperle los dientes a una prostituta por mentirle.

– Quiero decir que si estás seguro de que es la placa de Thorne.

– Sí.

Kovac se alejó con las palabras de Russell Turvey resonándole en los oídos. Amanda Savard tenía la placa de Bill Thorne sobre la mesa del despacho de su casa.

Entró en el servicio de caballeros, se refrescó el rostro con agua fría y se miró al espejo con las manos apoyadas en los bordes de la pica.

Rememoró los días pasados, imágenes de ella, de ambos. Recordó el sábado por la noche. Habían hecho el amor en el sofá, y cuando estaba a punto de marcharse, Amanda vio sobre la mesita de café los artículos que Kovac había encontrado en la biblioteca.

¿Qué es esto?

Artículos sobre el asesinato de Thorne y el tiroteo. Andy lo estaba investigando. Estoy indagando un poco, a ver si encuentro algo.

La vida cambia cuando menos te lo esperas, había dicho.

Y siempre para mal.

Fue a la planta baja, más concurrida que de costumbre, pues numerosos policías y periodistas buscaban cualquier migaja sobre la cacería de Rubel. Nadie le prestó atención. Kovac se mantuvo al margen del bullicio, con la mirada clavada en la sala 126.

Con toda probabilidad, Amanda estaba en su despacho. Asuntos Internos se afanaría en desenterrar cualquier trapo sucio contra Rubel y Ogden, en revisar todos los informes sobre problemas pasados con cualquiera de ellos. A buen seguro, algún capitán exigiría a Savard explicaciones sobre la razón por la que la investigación sobre Ogden y el asesinato de Curtis había quedado relegada al olvido. ¿Y por qué nadie había hecho mención de Rubel en su momento?

Si iba a su despacho, quizá consiguiera hablar con ella entre llamada y llamada. Y entonces… ¿qué? ¿Se enfrentaría a ella como un marido engañado? Ya imaginaba la escena, ya percibía la humillación. Ni hablar.

Uno de los periodistas lo vio, y la vida volvió a transcurrir a cámara rápida.

– Eh, Kovac -lo llamó el hombre mientras se acercaba, procurando hablar en voz baja para no alertar a sus competidores-. Tengo entendido que estuvo en el escenario del asesinato del sábado. ¿Qué pasó?