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– ¡Qué apuesto! ¿Es su hijo?

– No, señora. Es el hijo de Mike Fallon. ¿Recuerda a Mike Fallon? Era policía y vino a su casa la noche en que murió su esposo.

No sabía si Evelyn había oído una sola palabra, aunque parecía que no.

– Crecen tan deprisa -suspiró la mujer antes de levantarse e ir a una pequeña librería que albergaba numerosas revistas y una Biblia-. Yo también tengo fotos -anunció mientras sacaba una revista del fondo del montón, Redbook-. Cree que se las llevó todas. No le gusta mostrar fotos de la familia, pero tenía que quedarme algunas.

Sacó un sobre de entre las páginas de la revista y de él extrajo un par de fotos.

– Mi hija -dijo con orgullo, alargándoselas a Kovac.

No quería tocarlas, como si evitando tocarlas, mirarlas siquiera, pudiera mantener a raya la verdad. Pero Evelyn Thorne se las puso en las manos.

En la fotografía se la veía más joven y un poco más delgada. Llevaba el cabello distinto… Pero resultaba imposible confundir a Evelyn con la hija de Bill Thorne: Amanda Savard.

Capítulo 36

Amanda Savard era la hija de Bill Thorne.

Recordó la única pista que había encontrado en los artículos del periódico de hacía tantos años: «Thorne deja esposa y una hija». Sin nombre, sin foto.

Savard era el nombre de soltera de Evelyn, eso había logrado sonsacárselo. Amanda debía de haber adoptado el apellido tras el asesinato de su padre, ya que de lo contrario, no habría podido ocupar el cargo que ocupaba sin que la gente atara cabos.

Andy Fallon trabajaba para Amanda Savard, la hija de Bill Thorne. Andy Fallon había indagado en el asesinato de Bill Thorne, en la noche que dispararon a Mike Fallon, la noche que Ace Wyatt se convirtió en un héroe. Ace Wyatt había pagado a Mike Fallon durante años. Andy Fallon había muerto. Mike Fallon había muerto…

Kovac estaba sentado a oscuras en el aparcamiento del edificio que albergaba las oficinas de Wyatt Productions. Llevaba tres cigarrillos fumados en dos horas, y la cabeza le palpitaba. Menudo día. Estaba molido y se sentía viejo, hueco. Qué curioso, siempre había creído que era demasiado cínico para experimentar decepciones. Que te lo has creído, Kovac.

Era un edificio anodino, una estructura de ladrillo de dos pisos idéntica a otras miles en los suburbios que se extendían al oeste de Minneapolis. El aparcamiento se había vaciado en la última hora a medida que la jornada laboral tocaba a su fin y los asesores fiscales, abogados y ortodontistas que ocupaban el edificio subían a sus coches helados y se alejaban por la calle en medio de una nube de gases para unirse al denso tráfico de hora punta que serpenteaba por la 494.

Wyatt lo esperaba. De hecho, esperaba su llegada hacía diez minutos. Kovac había decidido hacerlo esperar, aguardar a que el personal de la oficina se fuera. El Lincoln estaba estacionado en una plaza reservada en la parte delantera del edificio. Kovac había aparcado a tres filas de distancia, solo. De pronto le sonó el busca. Miró la pantalla. Leonard. Que le dieran.

Por fin apagó el motor, cruzó el aparcamiento, entró en el edificio y arrojó el cigarrillo al suelo, sin importarle dónde aterrizaba. El mostrador circular de recepción estaba desierto, y el teléfono sonaba. Un directorio colgado de la pared le indicó que Wyatt Productions se hallaba en la primera planta.

Kovac hizo caso omiso del ascensor, subió la escalera y entró en la antesala sin ser visto. Al igual que el resto del edificio, todo era gris. La moqueta, las paredes, la tapicería de los asientos angulosos… Las paredes aparecían inundadas de fotografías del gran hombre recibiendo condecoraciones por tal o cual hazaña, homenajes por el increíble y desinteresado servicio que prestaba a la comunidad. Había fotografías de él con celebridades locales, con leyendas de la ley y el orden, con estrellas de cine convocadas a la fuerza durante el rodaje de películas en la zona metropolitana.

Aquel hombre nunca había ofrecido más que su mejor perfil a todas las cámaras, incluida la de Evelyn Thorne.

Kovac suspiró y desvió la mirada.

En aquel momento, el pomo de la puerta que daba al despacho de Wyatt giró, y Kovac oyó fragmentos de una conversación.

– … esa clase de publicidad… inaceptable, Gavin -exclamaba la voz de Wyatt.

– … la situación puede eludirse… desmentir -aseguraba la voz de Gaines.

– Maldita sea, tienes que… imagen… mi público es toda la clase media americana, por el amor de Dios.

– Lo siento…

La puerta volvió a cerrarse. Kovac se acercó a ella y aguzó el oído. Al poco, Gaines salió con expresión enojada.

– ¿Qué pasa, colega? -lo saludó Kovac-. ¿Has tenido un día duro?

– Sé que no respeta en absoluto lo que hago, sargento -espetó el joven-, pero no hace falta que me lo haga saber cada vez que nos vemos.

– Pero es que me gusta cómo te pones, Gavin.

Gaines estaba tan tenso que parecía capaz de doblar una barra de hierro con los clientes.

– El capitán Wyatt lleva un rato esperándolo.

– Muy bien. Soy un hombre muy ocupado, ¿sabe? -explicó Kovac cuando se disponía a entrar-. Por cierto, Gaines, ya puedes marcharte -dijo a la mano derecha de Wyatt-. El capitán no te va a necesitar más; solo vamos a hablar de los viejos tiempos.

Wyatt miraba por la ventana. La oscuridad había tomado posesión del mundo una hora antes. Observó el reflejo de Kovac por el vidrio.

– Sin noticias de Rubel -constató más que preguntó.

– Te enterarás antes que yo.

– ¿No deberías participar en la búsqueda?

– Pero si ya están ayudando todos tus ciudadanos. Seguro que te lo traen encadenado. Así lo podrás incluir como invitado especial en tu próximo programa.

– Puede. Me gusta la idea de entrevistar de vez en cuando al malo, para que los espectadores vean cómo funciona una mente retorcida -replicó Wyatt sin rodeos.

Pasaba demasiado tiempo con los vicepresidentes de WB.

– Tengo otros casos en marcha -señaló Kovac-. El asesinato de Mike, el asesinato de Andy…

Al oír aquello, Wyatt lo miró de hito en hito.

– ¿No te han llamado? -preguntó Kovac con fingida sorpresa-. Stone cree que alguien estranguló a Andy y luego lo colgó.

Wyatt palideció.

– ¿Qué?

– Ha encontrado unas marcas en el cuello -explicó Kovac mientras se deslizaba los dedos por el cuello a modo de demostración-. Casi invisibles, pero no del todo. El forense que hizo la autopsia no las vio. Pedí a la doctora Stone que revisara la autopsia personalmente, por si el forense nuevo pasó algo por alto, con toda la presión que le vino de arriba y tal. Menos mal, ¿eh? Si no, habrían enterrado a Andy con ese secreto.

– ¿Por qué…?

Kovac reparó en que Wyatt se debatía mentalmente en un intento por recobrar el equilibrio y parecer inteligente e ignorante a un tiempo.

– ¿Crees que guarda relación con Rubel?

– A decir verdad, no -repuso Kovac-. Me parece una coincidencia bastante rara que Andy muera y parezca un suicidio, y que a los pocos días su padre muera y también parezca un suicidio. ¿No te parece extraño?

Wyatt exhibió su famoso ceño.

– Así pues, ¿crees que Neil los mató a ambos?

Kovac hizo caso omiso de la pregunta, pues estaba demasiado exhausto emocionalmente para dedicarse a piruetas mentales.

– He localizado a Evelyn Thorne. Andy también la encontró. ¿Crees que acabaré como Andy y Mike?

– No sé de qué me hablas.

– Por el amor de Dios, Ace -espetó Kovac, agotada ya su paciencia-. ¡No tengo tiempo para sandeces! Todo se remonta a Thorne. Andy averiguó algo acerca de lo que sucedió esa noche, algo que nadie más vio por aquel entonces, porque nadie quería verlo o porque todo debe quedar en familia. Era un asunto entre policías. Thorne era policía, tú eras policía, Mike era policía. El único muerto que no era policía era ese pobre desgraciado de Weagle.