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– ¡Weagle atacó a Evelyn! -exclamó Wyatt-. La… la pegó. La violó. Mató a Bill y disparó a Mike.

– ¿Ah, sí? -replicó Kovac-. Pues yo tengo mis dudas, Ace. No entiendo por qué las personas interesadas o relacionadas con ese caso aparecen muertas de repente si todo sucedió tal como nos han explicado.

Wyatt se apartó de él y se atrincheró tras su mesa. Se batía en retirada o bien se protegía… Kovac no apartó la mirada de él ni un instante, los músculos tensos, listo para la acción. Se situó de modo que pudiera ver a Wyatt y la puerta al mismo tiempo.

– ¿Qué te contó Evelyn? -inquirió Wyatt-. No está bien; sin duda los médicos te dijeron que a menudo sufre alucinaciones.

– Me dijiste que habías perdido el contacto, que no sabías dónde estaba.

– Intentaba protegerla. Evelyn nunca se recuperó de lo sucedido. Siempre había sido una mujer… frágil. Algo se rompió en su mente aquella noche, y los médicos no han sido capaces de curarla. Se refugió en un lugar seguro, un mundo aparte en el que parece vivir feliz casi siempre.

– Me mostró unas fotografías -dijo Kovac-. Fotos del barrio, de barbacoas, de amigos, pero ni una sola de Bill, ni una sola foto de su marido.

– Recuerdos dolorosos.

– ¿Cómo de dolorosos? -insistió Kovac.

Wyatt cerró los ojos y se mesó el cabello.

– ¿Adonde quieres ir a parar, Sam? Fue hace veinte años.

Kovac lo observó con detenimiento antes de pasear la mirada por el elegante despacho de ejecutivo, pensando en la carrera que había iniciado Ace Wyatt la noche en que alguien mató a Bill Thorne. ¿Y si todo era mentira, un castillo de naipes, una leyenda escrita con sangre? ¿Y si Andy Fallon, al poco tiempo de que el programa de Wyatt empezara a retransmitirse por la televisión nacional, hubiera encontrado la respuesta a esa pregunta?

– Han muerto varias personas, Ace -le recordó-. Si no entiendes adónde quiero ir a parar, te has equivocado de profesión.

Wyatt adoptó su típica expresión pétrea.

– No me has mostrado ninguna prueba de que esas muertes guarden relación con el pasado. No me lo creo.

– Reconozco que de momento aún estoy dando palos de ciego -admitió Kovac-, como Andy en su momento, supongo. Pero creo que averiguó algo, razón por la que murió, y creo que sé dónde lo escondió. Si es así, Ace, lo encontraré. Será mejor que todo el mundo sea franco ahora, ¿me entiendes? Tú, Savard… Sé que es la hija de Thorne.

– Insinúas que he hecho algo malo -constató Wyatt sin mirarlo-. Pues no es así. De nada servirá desenterrar viejos fantasmas, Sam. Podrías destruir a personas, carreras y reputaciones por nada.

– Creo que dos personas han muerto por causa de este asunto -afirmó Kovac-. Eso es mucho más que nada, Ace, y lo demás me importa un comino.

Se dirigió a la puerta y posó una mano sobre el pomo mientras se volvía para mirar a la leyenda. Era un hombre al que nunca había apreciado, pero pese a ello, en algún rincón de su ser lo compadecía.

– Evelyn te manda recuerdos -murmuró antes de salir.

Estaba tan cansada…

La jornada laboral había tocado a su fin, pero Savard se quedó en su despacho. Escondida, eludiendo a la prensa y posponiendo el momento de volver a casa. Había apagado todas las luces a excepción de la lámpara de la mesa y estaba sentada, dejándose envolver por el silencio. Qué alivio poder quedarse quieta, pensó, contemplando la fotografía que había tomado, revelado y enmarcado ella misma años atrás. Un paisaje invernal.

La quietud era la razón por la que prefería fotografiar paisajes a personas. Si hallaba quietud en su entorno, podía albergar la esperanza de alcanzarla en su interior… aunque solo fuera por unos instantes, aunque solo fuera mientras permanecía absorta en la agreste belleza de la imagen. Durante aquellos escasos momentos, lograba aliviar la tensión que siempre atenazaba su fuero interno.

No obstante, esa noche la quietud no duró, pues una algarabía invadía su cerebro. Preguntas enojadas, preguntas directas, exigencias, instrucciones. Todo ello y además el mensaje de Hazelwood en el contestador. Estaba tan cansada…

Kovac lo sabía.

Solo era cuestión de tiempo. En el fondo, siempre lo había sabido. En lo más hondo de su corazón había anhelado algo más, un pliegue temporal donde los acontecimientos quedaran atrapados, contenidos, separados, aislados. Qué hermosa idea. Ojalá. Pero el pasado era venenoso, indomable, siempre deseoso de transgredir las barreras que ella había erigido.

Cerró los ojos y conjuró una imagen, el recuerdo lejano de sentirse segura y protegida. Había deseado con tanta intensidad aceptarlo. Ya no quería cargar con ese peso sobre los hombros. Estaba cansada…

Cuando abrió de nuevo los ojos, lo vio ante ella. El pánico se apoderó como un puño de su pecho mientras se preguntaba si el momento era real o imaginario. Últimamente sufría las pesadillas con tal frecuencia que cada vez resultaba más difícil distinguir ambas esferas.

El hombre permaneció entre las sombras, impasible, silencioso, el cuello del abrigo vuelto hacia arriba. El terror se adueñó de ella.

– Eres la hija de Bill Thorne -dijo el hombre antes de apuntarla con un arma.

Capítulo 37

Kovac condujo sin prisas mientras repasaba mentalmente todo lo sucedido en un intento de establecer la cronología de los hechos que había descubierto, rellenando las lagunas con conjeturas más o menos inteligentes. Se esforzaba por no reaccionar de forma emocional, por no sentirse traicionado, por recordarse que tenía razón desde el principio, que era mucho mejor no esperar nada.

El bar de Neil Fallon estaba cerrado y ofrecía un aspecto de abandono. De hecho, todo el lugar parecía una especie de arrabal que incluso los indigentes habían olvidado. Las cabañas toscas, el taller, el cobertizo donde Fallon guardaba las barcas… Todo estaba a oscuras y desprovisto de vida, a excepción de las ratas. La única iluminación procedía de un par de bombillas de seguridad instaladas sobre unos postes y el rótulo de cerveza Coors que emitía su zumbido característico en el ventanuco del bar.

Kovac aparcó a la luz de las bombillas y se apeó. Desenterró la linterna de entre una pila de porquería acumulada en el suelo tras el asiento del conductor, abrió el maletero y rebuscó entre bolsas de papel y kits de pruebas hasta encontrar la barra para cambiar neumáticos.

El viento no había amainado, y la temperatura había descendido. No era la noche más idónea para pasear a la luz de la luna, pero Kovac se dirigió de todos modos hacia el cobertizo de las barcas. Tenía todos los sentidos a flor de piel y percibía con gran intensidad el azote implacable del frío en la nariz y los pulmones, así como el sonido de sus zapatos sobre la nieve. Se detuvo cerca del cobertizo y recorrió con la mirada la orilla.

A la luz de la luna no alcanzó a distinguir en qué punto había atravesado el hielo el 4x4 de Derek Rubel, pero no estaba lejos. De pie entre aquellos edificios vacíos, en medio de la nada, Kovac pensó que aquel era el típico lugar donde un hombre podía desaparecer de una dimensión, sumergirse en otra y no volver a ser visto nunca más.

He aquí un secreto que merecía la pena saber, de modo que Kovac lo archivó para el futuro. Tenía la sensación de que la huida sería una opción estupenda cuando todo aquello terminara.

El arma se disparó con un ruido ensordecedor. Amanda se levantó de un salto, agitando los brazos.

Y entonces despertó.

Estaba sola en el despacho.

Permaneció detrás de la mesa con el corazón desbocado y la respiración entrecortada, como si hubiera corrido dos kilómetros a toda velocidad. Percibía el olor a sudor en su ropa empapada. Las emociones se acumulaban en su interior, sofocándola, aplastándola. De su garganta brotó un sollozo desesperado. Se abalanzó sobre la mesa, derribando la lámpara y barriendo con los brazos cuanto contenía. Golpeó la madera con los puños, llorando, luchando, furiosa, aterrada.