– Y su abogado alegará que confesó bajo presión y que no le habían leído sus derechos y que bla, bla, bla.
– Cierto, no creo que se haga justicia -convino Kovac-, pero al menos hay constancia. A veces las cosas llevan su tiempo, y cuando por fin llega el momento, no salen como habíamos imaginado.
Guardaron silencio unos instantes mientras contemplaban la calle.
– Siento lo de Savard -dijo Liska.
Kovac no le había contado lo que sentía por Amanda. ¿De qué habría servido? Bastante tenía ya con verse obligado a afrontar todo aquello como para además tener que afrontar la comprensión o, aún peor, la compasión de otra persona. No obstante, le había referido lo sucedido en casa de Wyatt, todo lo que sabía, lo que había averiguado y lo que Wyatt le había contado más tarde.
No le costaba imaginarse a Amanda a los diecisiete años, vulnerable y asustada, necesitada de una justicia que ninguna persona de su confianza le proporcionaba. Había hecho lo único que consideraba capaz de salvar a su madre; había matado a su padre. Y a renglón seguido, Evelyn Thorne había hecho lo único que consideraba capaz de salvar a su hija; había asumido la culpabilidad. Entonces Wyatt entró en escena, y la tragedia siguió su curso.
Recordaba lo que Amanda le había dicho el viernes por la noche en la cocina de su casa. «Siempre intento tomar decisiones con la idea de lograr un bien común. A veces alguien sufre por ello, pero tomo las decisiones por las razones correctas. Eso debería contar, ¿no?»
– Yo también lo siento -murmuró por fin, aliviado porque las gafas de sol ocultaban las emociones reflejadas en sus ojos-. A Wyatt no le queda nada -constató mientras sacaba un cigarrillo del bolsillo y se lo colgaba del labio-. Está acabado. No queda nada…
Para mí, pensó, aunque no lo dijo en voz alta.
Le quedaba el trabajo, lo único que se le había dado bien en toda su vida. Sin embargo, ya no le parecía suficiente. No creía que el trabajo pudiera llenar el vacío que se abría en su interior. Tal vez nada consiguiera llenarlo jamás.
– ¿Cómo estás tú? -preguntó a Liska.
Liska se encogió de hombros y se puso las gafas de sol.
– Bien teniendo en cuenta que he visto la muerte de cara. -Le propinó un codazo y esbozó una sonrisa maliciosa-. ¿Lo ves? Hollywood habría sido la solución. Mucho dinero sin dar ni golpe.
Otro silencio.
– La verdad es que pasé mucho miedo… Aún estoy asustada. No quiero ni pensar en la posibilidad de que mis hijos crezcan sin mí. Alguien me apunta con un arma, y yo me lo tomo a broma, pero no hace ninguna gracia.
– No irás a dejarme, ¿eh, Liska?
Su compañera no respondió enseguida, y cuando por fin habló, no le dio una respuesta clara.
– Voy a tomarme unas vacaciones, a llevarme a los chicos a algún sitio divertido y ponerme morena.
En aquel momento, Elwood asomó la cabeza por la puerta.
– Venid a ver esto.
Entraron en la casa y lo siguieron por entre el laberinto de policías, escalera arriba hasta el vestidor del dormitorio principal.
Gaines era un obseso de la ropa. El vestidor estaba repleto de trajes y camisas, así como estantes llenos de jerséis y zapatos. Alguien había empujado a un lado las prendas colgadas de una de las barras para dejar al descubierto una obra de arte oculta.
– Joder -fue lo único que logró articular Kovac.
Gaines había cubierto la pared del vestidor con fotografías y recortes sobre Wyatt. Artículos sobre él, sobre el programa, sobre el contrato con Warner Brothers… Instantáneas de Wyatt en cincuenta entornos distintos, estrechando manos, posando con personalidades y fans. Fotos de ambos en distintos actos sociales, y en el centro, un retrato de Wyatt de veinte por veinticinco. Un altar.
– Uf -masculló Liska, arrugando la nariz-. ¿Alguien más aparte de mí necesita una ducha ahora mismo?
– He encontrado estas en un estante -dijo Elwood mientras alargaba a Kovac un sobre con más instantáneas.
Mostraban a Andy Fallon colgado de la viga en su dormitorio. Foto de cuerpo entero. Desnudo. Recién muerto. Primer plano del rostro. Mike Fallon muerto en su silla.
– Recuerdos para el álbum -murmuró Kovac, haciéndose eco de las palabras que el propio Gaines había pronunciado al hacer fotos en la fiesta de Wyatt y la pista de hielo.
– ¿Crees que pretendía utilizarlas para chantajear a Wyatt? -preguntó Elwood.
Kovac paseó la mirada entre las fotos y el collage de la pared.
– No -repuso por fin al tiempo que le devolvía las instantáneas-. No lo creo.
Epilogo
El funeral de Amanda Savard tuvo lugar el jueves, una semana exacta después del de Andy Fallon. Kovac asistió solo, una de las dos docenas de personas que se congregaron en la pequeña capilla de la funeraria. Amanda había llevado una vida reservada y confinada entre las cuatro paredes de sus mecanismos de defensa. Kovac sospechaba que él era una de las pocas personas que habían entrevisto siquiera lo que se ocultaba en su interior.
Evelyn Thorne acudió con su médico. Resultaba imposible dilucidar si comprendía lo que estaba sucediendo. Permaneció en silencio durante todo el oficio, con la mirada fija en la fotografía que había llevado consigo. Amanda a la edad de cinco años, una niña de ojos brillantes, expresión seria, el cabello recogido en una cola de caballo con una cinta de terciopelo azul. Se la mostró a Kovac tres veces. Una parte de él se sintió tentado de preguntarle si podía quedársela, pero no lo hizo.
Fue un servicio sencillo, la clausura convencional de una vida terrena. Cenizas a las cenizas, polvo al polvo. Qué resumen tan absurdo de la vida: naces, vives y mueres. No hubo elegías ni sermón a pie de tumba. No fue enterrada junto a su padre.
La prensa desconocía los detalles de la participación de Amanda en la muerte de Bill Thorne y no consideraba que su funeral fuera noticia. Las exequias de Mike Fallon, en cambio, atrajeron a un millar de agentes de la ley y el orden de todo el Medio Oeste y salió en primera plana del Star Tribune. Kovac no asistió.
Al término del servicio, cuando todos se hubieron ido, entró de nuevo en la capilla. Permaneció sentado largo rato, contemplando el ataúd cerrado, sin permitirse imaginar lo que habría podido ser. Por fin, el director de la funeraria se acercó a él con la mirada esperanzada de un camarero a la hora de cerrar el bar.
– Tómese el tiempo que quiera -ofreció con una sonrisa cortés antes de dirigirse hacia las plantas enmacetadas alineadas a lo largo del costado de la sala.
Kovac se puso en pie y hundió la mano en el bolsillo del abrigo.
– ¿Puedo dejarle algo para ella o ya es demasiado tarde?
– Por supuesto que puede -aseguró el hombre con expresión amable-. Yo me encargaré.
Kovac sacó la placa de agente que llevaba al ingresar en el cuerpo hacía ya tantos años. La observó, deslizó el pulgar sobre ella y se la alargó al director.
– Me gustaría que tuviera esto.
El hombre la cogió, asintió con la cabeza y le dedicó una sonrisa afable.
– Me cercioraré de que lo reciba.
– Gracias.
Solo quedaban dos coches en el aparcamiento, el suyo y el de Liska. Su compañera estaba apoyada contra la portezuela izquierda del coche de Kovac, con los brazos cruzados.
– ¿Estás bien? -le preguntó con ojos entornados.
Kovac miró el edificio por encima del hombro.
– La verdad es que no… Quebranté una de mis propias reglas… Esperé demasiado.
Liska asintió con un gesto.
– Yo también lo hice, así que podemos ponernos taciturnos juntos.
Kovac embutió las manos en los bolsillos y encogió los hombros para protegerse del frío.
– No me pongo taciturno, es que soy un amargado -puntualizó con una sonrisa torva.
Liska se lo quedó mirando un instante, pero no con expresión de policía, sino de amiga. Por fin se apartó del coche y lo abrazó. Kovac se aferró a ella y cerró los ojos con fuerza para contener el llanto.