En el caso de Liska, la aversión era más profunda.
En el departamento de policía de Minneapolis, la sección de Asuntos Internos era para trepas lameculos que querían ascender con rapidez, personas destinadas a lo más alto, nacidas para ser blanco del odio de sus compañeros. Era la clase de personas a las que de pequeños siempre empujaban en el patio y que cada vez se chivaban al profesor, el tipo de personas que no despertaban ni admiración ni lealtad.
Liska pensó en Andy Fallon ahorcado en su dormitorio y se preguntó quién se habría vuelto contra él.
Entró en la oficina de Asuntos Internos antes de perder el valor. No vio por ninguna parte cabezas ensartadas en postes ni esposas fijas a la pared, al menos en la recepción.
– Liska, Homicidios -anunció, mostrando la placa a la recepcionista-. Vengo a ver a la teniente Savard.
La recepcionista aparentaba unos cincuenta y pocos años, era rolliza, no sonreía y no le formuló pregunta alguna, lo que probablemente era requisito imprescindible para ocupar aquel puesto. De inmediato llamó a la teniente.
Había tres despachos más allá de la recepción. Uno de ellos aparecía cerrado y a oscuras, otro cerrado e iluminado, y el tercero abierto e iluminado. En este último vio a un hombre delgado y trajeado de pie ante la mesa, con el ceño fruncido mientras conversaba muy concentrado con un tipo bajo de cabello corto y teñido de platino que llevaba una parka verde fosforescente.
– … no me hace ninguna gracia que me toreen -se quejaba Fosforito con voz tan estridente que resultaba molesta-. Esto ha sido una pesadilla desde el principio, y ahora me dice que ha asignado el caso a otro.
– De hecho, el caso está cerrado. Yo seré su contacto si necesita uno, por cortesía del departamento. Me temo que no puedo hacer nada respecto a la reubicación de personal -explicó el hombre trajeado-. Las circunstancias escapan a nuestro control; el sargento Fallon ya no está entre nosotros.
En aquel momento, el hombre del traje vio a Liska, frunció el ceño un poco más, rodeó la mesa y cerró la puerta.
– La teniente Savard la espera -dijo la recepcionista en el tono apagado de un director de funeraria.
El despacho de Savard ofrecía un aspecto inmaculado, sin ningún indicio del desorden típico de los policías. Todo en su lugar y un lugar para cada cosa. Otro tanto podía decirse de la teniente, de pie tras su impoluto escritorio en su perfecto traje chaqueta negro. Tenía unos cuarenta años, facciones absolutamente simétricas y tez de porcelana. Llevaba el cabello rubio ceniza peinado en ondas que le llegaban a la barbilla en un estilo que pretendía ser descuidado, pero que sin duda requería el título de estilista para prepararse cada mañana.
Liska resistió el impulso de deslizarse la mano por su propio cabello corto.
– Liska, Homicidios -dijo a modo de presentación sin alargar la mano-. Vengo por el asunto de Andy Fallon.
– Claro -murmuró Savard, casi como si hablara sola-. Por supuesto.
Parecía demasiado femenina para la reputación que la precedía, se dijo Liska. Amanda Savard tenía fama de ser una mujer dura e impasible, astuta y gélida como una hoja de tungsteno.
Liska tomó asiento con actitud tranquila y confiada, al menos en apariencia, y sacó cuaderno y bolígrafo.
– Es una tragedia -prosiguió Savard mientras se sentaba con cuidado, como si tuviera problemas de espalda pero no quisiera mostrarlo; la mano le temblaba ligeramente cuando cogió la taza de café-. Andy me caía bien. Era un buen chico.
– ¿Qué clase de policía era?
– Muy consagrado a su trabajo y concienzudo.
– ¿Cuándo lo vio por última vez?
– El domingo por la noche. Quedamos para hablar de algunos detalles relativos al caso en el que estaba trabajando. No estaba satisfecho con el resultado.
– ¿Y dónde se vieron?
– En su casa.
– ¿No le parece un entorno demasiado… íntimo?
– Andy era homosexual -replicó Savard sin inmutarse-, y yo estaba en la zona haciendo compras navideñas, de modo que lo llamé y le pregunté si podía pasar por su casa.
– ¿Qué hora era?
– Hacia las ocho. Me marché de su casa a las nueve y media.
– ¿Comentó si esperaba a alguien más?
– No.
– ¿Y cuál era su estado de ánimo cuando usted se marchó?
– Parecía estar bien. Habíamos hablado de todo lo que le preocupaba acerca del caso.
– Pero ayer no vino a trabajar.
– No. Había solicitado tomarse el lunes libre para hacer compras de Navidad, según dijo. Si hubiera sabido…
Desvió la mirada y se tomó unos segundos para recobrar la compostura.
– ¿Había dado señales últimamente de tener algún problema emocional?
Savard lanzó un suspiro, en apariencia absorta en la impresionante belleza de una fotografía en blanco y negro colgada de la pared, en la que se veía un hermoso paisaje invernal.
– A decir verdad, estaba muy callado, como bajo de moral, y había adelgazado un tanto. Sabía que tenía problemas con uno de sus casos y que tampoco le iba demasiado bien en su vida personal, pero no me parecía que pudiera resultar un peligro para sí mismo. A Andy se le daba bien interiorizar los problemas.
– ¿Iba al psicólogo?
– Que yo sepa no. Ojalá hubiera insistido más para que fuera.
– Entonces, ¿se lo sugirió en algún momento?
– Siempre dejo claro a mi gente que el psicólogo del departamento está ahí por algo. Asuntos Internos puede ser un hueso duro de roer; es un trabajo que implica bastante tensión.
– Claro, imagino que destruir a otros policías puede tener sus inconvenientes -masculló Liska mientras tomaba notas.
– Los policías se destruyen a sí mismos, sargento -puntualizó Savard en tono gélido-. Nosotros nos limitamos a impedir que destruyan a otras personas. El servicio que prestamos es muy necesario.
– No pretendía insinuar lo contrario.
– Por supuesta que lo pretendía.
Liska se removió en la silla sin lograr sostener la penetrante mirada de los ojos verdes de Savard.
– He perdido a un buen investigador y a un joven al que apreciaba mucho -prosiguió Savard-. ¿Cree usted que no me afecta? ¿Acaso cree que por las venas de las ratas de Asuntos Internos corre agua helada?
Liska clavó la mirada en su regazo.
– No, señora. Lo siento.
– Ya. Está ahí sentada preguntándose si me quejaré a su teniente.
Liska guardó silencio porque Savard tenía toda la razón. Le preocupaba más cómo aquella cagada podía afectar a su carrera que si sus palabras habían ofendido a Savard a nivel personal. Triste pero cierto. Anteponía su carrera a todo cuando no estaba demasiado ocupada metiendo la pata. La fuerza de la costumbre, en ambos casos. La ambición profesional era una parte de la mentalidad de superviviente que la había mantenido a flote durante toda su vida. La otra era una tendencia desafortunada que había frenado su ascenso en más de una ocasión.
– No se preocupe, sargento -la tranquilizó Savard en tono cansino-. Estoy demasiado curtida.
– ¿Cree que Andy Fallon se suicidó? -preguntó Liska tras un silencio incómodo.
La frente de Savard se arrugó delicadamente.
– ¿Acaso cree usted algo distinto? Tengo entendido que Andy se ahorcó.
– Lo encontramos ahorcado, sí.
– Dios mío, no creerá que fue…
La teniente se interrumpió antes de pronunciar la palabra «asesinado», consciente de que ante ella se sentaba una detective de Homicidios.
– Puede que fuera un accidente -explicó Liska-. No podemos descartar la asfixia autoerótica… A decir verdad, en estos momentos no sabemos qué ocurrió.
– Un accidente -repitió Savard, bajando la mirada-. Eso también sería terrible, pero sin duda menos que cualquiera de las alternativas. Sea como fuere, el ahorcamiento no es un modo fácil de morir.