Se llevó la mano al cuello un instante, pero la apartó enseguida.
– No creo que exista un modo fácil de morir -opinó Liska-. Al menos, el ahorcamiento es rápido; no se tarda mucho en perder el conocimiento, un par de minutos a lo sumo.
Pero de repente se les ocurrió a ambas cómo podía llegar a ser ese par de minutos. Liska tragó saliva.
– ¿En qué estaba trabajando? ¿En ese caso sobre el que hablaron el domingo por la noche? ¿De qué se trataba?
– No puedo decírselo.
– Estoy investigando una muerte, teniente. ¿Y si Andy Fallon no se suicidó? ¿Y si ha muerto a causa de uno de sus casos?
Esperó unos instantes a ver si Savard se desmoronaba, pero comprendió que eso no sucedería en los próximos diez años.
– Sargento Liska, Andy estaba deprimido -señaló Savard con calma-. Lo encontraron ahorcado. Imagino que en la casa no faltaba nada, ¿verdad? Nadie habla de «presunto suicidio» cuando la puerta está forzada y el equipo de música ha desaparecido. No veo el crimen por ninguna parte, sargento -prosiguió-. Tan solo veo una tragedia.
– Es una tragedia en cualquier caso -puntualizó Liska-, pero a mí me corresponde dilucidar los detalles. Solo intento hacer mi trabajo, teniente. Querría ver los expedientes y las notas de los casos de Andy.
– Imposible. Esperaremos los resultados de la autopsia
– Es Navidad -le recordó Liska-, y los suicidios se amontonan. Podrían pasar varios días antes de que le tocara el turno a Fallon.
Savard no pestañeó siquiera.
– Una investigación de Asuntos Internos es un asunto muy serio, sargento. No quiero que los detalles salgan a la luz a menos que sea absolutamente necesario. Podría resultar perjudicada la carrera de algún policía.
– Creía que ese era su objetivo -espetó Liska al tiempo que se levantaba.
Cerró el cuaderno, se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta e hizo una mueca.
– Vaya, otra vez ese tono. Lo siento mucho -se disculpó sin remordimiento alguno-. En fin, cuando le cuente a mi teniente lo impertinente que soy, no olvide mencionar que se niega a cooperar en la investigación de una muerte, teniente Savard. Puede que él tenga más suerte y logre convencerla.
Le dedicó un saludo burlón y salió del despacho.
La recepcionista ni siquiera levantó la mirada. La puerta del tipo trajeado seguía cerrada. Liska oyó dos voces que discutían, pero no alcanzó a discernir el contenido de la conversación. En cualquier caso, Fosforito había acudido por algo relacionado con Andy Fallon, y el caso había sido asignado a otro.
Salió al pasillo y miró a su alrededor. Estaba desierto, al menos de momento. Con frecuencia, el edificio producía esa impresión pese a que estaba abarrotado de policías, delincuentes, funcionarios y ciudadanos. Liska se dirigió a la fuente situada frente a la sala 126 y esperó.
Al cabo de unos tres minutos, la puerta se abrió y por ella salió Fosforito con el rostro de un matiz colorado que no casaba en absoluto con el tono de su parka. Se acercó a la fuente, se mojó las manos y se las pasó delicadamente por las mejillas. Respiraba hondo por entre los labios fruncidos en un esfuerzo visible por recobrar la calma.
– Un lugar exasperante, ¿eh? -comentó Liska.
Fosforito giró sobre sus talones. Tenía los ojos de color verde muy claro, casi traslúcido, y en ellos se pintaba una expresión suspicaz.
– Yo tampoco he conseguido lo que quería -confió Liska mientras se acercaba a él-. No tenga reparo en odiarlos. Todo el mundo odia a Asuntos Internos. Yo los odio, y eso que trabajo aquí.
– Razón de más, ¿no? -repuso Fosforito-. Desde luego, a juzgar por lo que he visto, parece un lugar odioso.
– ¿Es usted policía? -preguntó Liska con los ojos entornados-. ¿De Narcóticos? Porque si fuera de otro departamento lo conocería.
Si ese tipo era policía ella era Beethoven, pero la pregunta le hizo ganar varios puntos. Al verlo de cerca le sorprendió comprobar que apenas era tan alto como ella, y varios centímetros de su estatura se debían a las suelas de los estrafalarios zapatos que llevaba. Era menudo, sin lugar a dudas. Llevaba rímel y brillo de labios, así como cinco pendientes en una oreja.
– Solo un ciudadano preocupado -repuso por fin, mirando a ambos lados del pasillo.
– ¿Y qué es lo que le preocupa?
– La injusticia.
– Pues en teoría, ha venido al lugar adecuado.
Liska sacó una tarjeta del bolsillo y se la alargó.
– Pero tal vez haya hablado con las personas equivocadas.
– Tal vez.
Dicho aquello, Fosforito se guardó la tarjeta en el bolsillo de la parka y se alejó.
Capítulo 6
Neil Fallon no solo había abandonado a su padre, sino también la ciudad. Kovac condujo hacia el oeste por la ancha autopista 394, que se estrechó a una carretera de dos carriles, luego de uno y por fin de uno sin arcén, el último extremo de una vía que bordeaba los dedos de agua del lago Minnetonka. En otras vías de servicio asfaltadas que flanqueaban el lago se alzaban antiguas mansiones que se habían hecho construir los grandes magnates de la madera y los industriales, así como mansiones nuevas construidas en años recientes para deportistas profesionales y estrellas del rock. Sin embargo, en la zona del lago donde se encontraba Kovac, las parcelas eran demasiado pequeñas para levantar viviendas ostentosas. Había cabañas casi suspendidas sobre las orillas y semiocultas entre los grandes pinos, en algunos casos casitas de veraneo, en otros, refugios de pesca que deberían haberse demolido una o dos décadas atrás, o bien modestas viviendas permanentes.
El hermano de Andy Fallon poseía un variopinto racimo de cabañas agrupadas en una cuña de tierra situada entre el lago y un cruce de caminos. El establecimiento de Fallon, combinación de bar y tienda de cebos vivos, era el más cercano a la carretera, un edificio apenas más espacioso que un garaje para tres coches, con revestimiento verde y ventanas demasiado pequeñas que confería al lugar el aspecto de tener los ojos entornados. En las ventanas brillaban rótulos fluorescentes que anunciaban la venta de cerveza Miller's y Coors, así como de cebos vivos.
La idea de almorzar se marchitó y murió en el estómago vacío de Kovac. Aparcó el destartalado Chevrolet Caprice en el pequeño estacionamiento helado, apagó el motor y escuchó su renqueo. Conducía el mismo coche del parque del departamento desde hacía más de un año. En aquel período, ningún mecánico había sido capaz de curarle el hipo o arreglar la calefacción para que soltara algo más qué un soplo de aire tibio. Había solicitado otro coche, pero el papeleo había desaparecido en un agujero negro burocrático, y nadie le devolvía las llamadas. Tal vez su expediente como conductor guardara alguna relación con aquel silencio, pero prefería creer que le estaban jodiendo vivo, ya que así tenía la excusa perfecta para estar cabreado.
Una mesa de billar ocupaba gran parte del espacio en el bar. De las paredes revestidas de madera vieja de granero colgaban docenas de fotos de personas, a buen seguro clientes, sosteniendo peces en alto. En la pantalla del televisor colocado sobre la diminuta barra se veían imágenes de un culebrón. Detrás de la barra, una mujer corpulenta de cabello castaño ralo y con un cigarrillo colgado de la comisura de los labios lavaba una jarra de cerveza con un paño sucio. No olvides beber a morro, Kovac. Al otro lado de la barra, una rata de lago con la mitad de la dentadura desaparecida en combate y una mugrienta gorra de béisbol roja ladeada sobre el cráneo se sentaba en un taburete.
– Hope nunca le haría una cosa así a Bo -sentenció huraña la mujer-. Pero si es el amor de su vida, joder.
– Era -corrigió la rata de lago-. A ver si prestas más atención, Maureen. Stephano le metió un microchip en el cerebro que la hace malvada. Gina la Malvada, así es como la llaman ahora.