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– Mire -intentó tranquilizarlo Kovac-. Tampoco yo he tenido precisamente un buen día. He tenido que decirle a un hombre al que llegué a admirar mucho que su hijo probablemente se ha suicidado.

– ¿Y le escuchó? -quiso saber Pierce.

– ¿Cómo dice?

– Que si Mike Fallon le escuchó cuando le contó lo de Andy.

– No le quedó más remedio -observó Kovac con el ceño fruncido.

Pierce miró la calle oscura por la ventana, como si una parte de él aún se aferrara al último jirón de la esperanza de que Andy Fallon apareciera entre las sombras y llamara a su puerta. Pero el peso de la realidad acabó por aplastarlo. Arrojó la colilla del cigarrillo a la acera.

– Necesito una copa -sentenció antes de alejarse de la puerta abierta.

Kovac lo siguió mientras echaba un vistazo a la vivienda. Era un juego de colores en intenso contraste y muebles de roble de un estilo retro que no habría podido identificar ni aun a punta de pistola. No tenía ni idea de decoración, pero sí reconocía la calidad y el precio. Las paredes del pasillo eran un collage de fotografías artísticas sobre fondo blanco y marco negro.

Entraron en una salita pintada de azul marino con mullidos sillones de cuero color guante de béisbol. Pierce se dirigió a un mueble bar situado en un rincón y rellenó su vaso de Macallan, a cincuenta pavos la botella. Kovac lo sabía porque le habían pedido que participara en la compra de una botella que regalaron al teniente cuando se fue. Por su parte, él nunca había pagado más de veinte dólares por una botella de algo.

– El hermano de Andy me dijo que Andy pasó por su tienda hace cosa de un mes para contarle que iba a salir del armario -comentó Kovac, apoyando una cadera contra el mueble bar.

Pierce frunció el ceño y se afanó en limpiar unas manchas imaginarias de condensación de la superficie de esteatita.

– Apuesto a que el viejo no se lo tomó bien.

– ¿Para qué contárselo? -espetó Pierce con voz tensa por la furia que intentaba contener-. Mira, papá, sigo siendo el hijo del que tanto te enorgullecías en todos esos partidos de fútbol -canturreó con venenoso sarcasmo-, solo que me gusta que me la metan por el culo, ¿vale?

Apuró el whisky como si de zumo de manzana se tratara.

– Joder, pero ¿qué esperaba? Debería haberlo dejado correr y que el viejo viera lo que quisiera. Eso es lo que la gente quiere de todos modos.

– ¿Cuánto tiempo hacía que sabía usted que Andy era homosexual?

– No lo sé, no marqué la fecha en el calendario -replicó Pierce, alejándose.

– ¿Un mes, un año, diez años?

– Hace tiempo -dijo Pierce con impaciencia-. ¿Qué más da?

– ¿Y solo se lo ocultaba a su familia? ¿Todos los demás lo sabían? ¿Sus amigos, sus compañeros de trabajo?

– No era una loca -masculló Pierce-. Su homosexualidad no era asunto de nadie a menos que él decidiera que lo era. En la universidad compartíamos habitación, y fue entonces cuando me lo dijo. A mí me daba igual. Más tías para mí, ¿no? Menos competencia.

– ¿Y por qué decidiría contárselo por fin a su padre y a su hermano? -insistió Kovac-. ¿Qué lo impulsó a hacerlo? La gente no larga sus secretos sin más. Siempre hay algo que los empuja a hacerlo.

– ¿Adonde intenta ir a parar? Porque si no intenta ir a parar a ninguna parte, preferiría estar a solas y seguir bebiendo hasta perder el conocimiento.

– No me parece usted de la clase de personas que se quedan cruzadas de brazos, Steve -señaló Kovac.

Se apartó del mueble bar y se apoyó contra una de las butacas de cuero, que incluso olía a guante de béisbol. Seguro que eso incrementaba el precio.

Pierce aguantó el escrutinio de Kovac en postura rígida. La gente mentía incluso con el lenguaje corporal… o al menos lo intentaba, porque rara vez era tan efectivo como la versión verbal.

– Su amigo dio un gran paso al confesar abiertamente su homosexualidad -prosiguió Kovac-. Y se dio de narices, al menos con su padre. Un rechazo así puede precipitar a una persona al abismo. Y una persona como Andy, tan unido a su padre, tan deseoso de complacerlo…

– No.

– Escribió una disculpa en el espejo. ¿Por qué haría una cosa así si solo se trataba de un jueguecito sexual?

– No lo sé. Solo sé que Andy no se suicidaría.

– O quizá la nota del espejo no es suya -aventuró Kovac-. Tal vez Andy estaba con un amante, y jugando se les fue la mano… El amante se asusta… ¿Conoce usted a alguno de sus amantes?

– No.

– ¿A ninguno? Pero si eran muy buenos amigos. Es un poco raro, ¿no?

– No me interesaba su vida sexual; no tenía nada que ver conmigo.

Tomó un trago de whisky y clavó una mirada huraña en un enchufe situado en el otro extremo de la habitación.

– Esta mañana me dijo que Andy no salía con nadie, lo cual sugiere que quizá sí le interesaba su vida sexual.

– Lo que me recuerda que esta conversación ya la hemos sostenido antes, detective -replicó Pierce-. No me apetece repetir la experiencia.

Kovac extendió las manos.

– Steve, da la impresión de que necesita desahogarse. Sencillamente quería darle la oportunidad de hacerlo, ¿entiende?

– No tengo nada importante que contarle.

Kovac se mesó el bigote y se acarició el mentón.

– ¿Está seguro?.

En aquel momento se oyó el sonido de una llave en la cerradura, lo cual dio a Pierce ocasión de escurrir el bulto. Kovac lo siguió al recibidor. Acababa de entrar una rubia despampanante que se estaba quitando los botines junto a la puerta mientras dejaba unas bolsas llenas de comida para llevar sobre la mesilla.

Pollo al ajillo y ternera mongola. A Kovac se le hizo la boca agua y recordó la lasaña que había dejado en casa con un cariño que no merecía.

– Te he dicho que no me apetecía comer nada, Joss.

– Tienes que comer algo, cariño -lo riñó la rubia con suavidad al tiempo que se quitaba el abrigo.

Poseía unas facciones que parecían esculpidas y un par de ojos imposiblemente grandes. Su cabello, cortado a la altura de los hombros, parecía seda de color oro pálido.

– He pensado que quizá el olor te despierte el apetito.

Colgó el abrigo de un perchero de roble que aparentaba unos cien años de antigüedad y sin duda había costado una pequeña fortuna. Al volverse vio a Kovac e irguió la espalda. Parecía una reina contrariada por la presencia de un campesino en sus aposentos, majestuosa incluso en su desdén. Aun descalza era tan alta como Pierce y tenía un cuerpo atlético. Vestía con la elegancia conservadora de una persona nacida en la opulencia. Tejidos caros, estilo tradicional, pantalones de lana leonada, americana azul marino, jersey de cuello alto color marfil que parecía increíblemente suave.

Kovac le mostró la placa.

– Kovac, brigada de Homicidios. Se trata de Andy Fallon. Siento molestarla en su casa, señora.

– ¿Homicidios? -repitió la joven con cautela, abriendo los ojos, castaños como los de Bambi, de par en par-. Pero si Andy no fue asesinado.

– Queremos estar tan seguros como usted, señorita…

– Jocelyn Daring -se presentó la joven sin extender la mano-. Soy la prometida de Steven.

– Y la hija del jefe -supuso Kovac.

– Eso ha estado fuera de lugar, Kovac -advirtió Pierce.

– Lo siento -se disculpó Kovac-. Me sucede a menudo. No paro de meter la pata. Imagino que no me educaron bien.

La mirada que le lanzó Jocelyn Daring podría haber congelado un volcán, pero a Kovac no le importaba; estaba demasiado ocupado pensando que Steve Pierce era un astro ascendente en Daring-Landis, y que los astros ascendentes de Daring-Landis con toda probabilidad debían ser seres de vida y reputación intachables.