Sobre la mesa tenía el Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales, cuarta edición, abierto por la página 529, «Masoquismo sexual». Era increíble las cosas que la gente aprendía a hacer para excitarse. Las fantasías iban de la violación al sadomasoquismo, pasando por los azotes, las lluvias doradas y los pañales. A media página encontró lo que buscaba:
Una forma particularmente peligrosa del masoquismo sexual, llamada «hipoxifilia», consiste en la excitación sexual mediante la privación de oxígeno… Las actividades de privación de oxígeno pueden realizarse a solas o con un compañero. A causa del mal funcionamiento del equipo, errores de colocación del nudo o de las ataduras, o bien otras equivocaciones, en ocasiones se producen muertes accidentales… El masoquismo sexual suele ser crónico, y la persona tiende a repetir el mismo acto masoquista.
A solas o con un compañero. La reacción inicial de Pierce a la pregunta sobre los hábitos sexuales de Fallon había sido de indignación, pero la indignación podía encubrir toda una serie de emociones, tales como la vergüenza, el temor o la culpa. Steve Pierce aseguraba ser heterosexual. Tal vez intentaba ocultar el hecho de que en realidad no lo era o bien había probado un poco de lo otro. O quizá decía la verdad y Andy Fallon había tenido otros amantes. Pero ¿quiénes?
Tenían que averiguar más cosas acerca de la vida privada de Andy Fallon. Si había sido afortunado, habría bastante que descubrir. En el caso de Liska, cualquiera que indagara en su vida privada echaría un brevísimo vistazo a nada. No recordaba la última vez que había tenido una cita decente.
Nunca se había relacionado con nadie aparte de policías, y los policías solían ser novios espantosos. Por otro lado, los hombres de profesiones normales se sentían intimidados por ella. La idea de tener una novia capaz de manejar una porra y una pistola de nueve milímetros era un poco demasiado para el hombre medio. Así pues, ¿qué alternativas tenía? Y más aún siendo madre de dos criaturas.
Percibió la presencia junto a la puerta principal una fracción de segundo antes de oír el leve chasquido de la cerradura. La acometió una oleada de adrenalina. Se levantó del sofá de un salto sin apartar la vista de la puerta y alargando la mano hacia el teléfono inalámbrico. Habría preferido que fuera su arma, pero siempre la guardaba bajo llave cuando estaba en casa, una precaución necesaria para la seguridad de los chicos y sus amigos. En cambio, la porra nunca estaba fuera de su alcance. Asió la empuñadura acolchada con la mano derecha y con un diestro golpe de muñeca extendió la vara de acero.
Se situó en el lado de las bisagras de la puerta cuando esta empezó a abrirse y se dispuso a utilizar la porra.
De repente apareció ante ella un títere de mano; era Cartman, el personaje de South Park, que torcía la voluminosa cabeza para mirarla.
– Vaya, señora, ¿va a dispararme?
El alivio y la furia embargaron a Liska en una explosiva mezcla que le quemó la piel.
– ¡Joder, Speed, la verdad es que debería dispararte! Un día de estos te pegaré un tiro y dejaré que te desangres ahí mismo. Te estaría bien empleado.
– Esas no son maneras de hablar con el padre de tus hijos -se quejó Speed al tiempo que entraba y cerraba la puerta.
No era la primera vez que Liska deseaba no haberle proporcionado una llave de su casa. No le gustaba que campara a sus anchas por su vida y la de los chicos, pero tampoco quería entablar una relación hostil con él; por el bien de Kyle y R. J. Speed era un capullo, pero también era el padre de ambos, y lo necesitaban.
– ¿Están levantados los chicos?
– Son las once y media, Speed; nadie debería estar despierto. Kyle, R. J. y yo vivimos en el mundo real, donde la gente se levanta temprano.
Speed se encogió de hombros e intentó adoptar una actitud inocente que otras mujeres se habrían tragado. Sin embargo, Liska conocía demasiado bien tanto la actitud como la falta de sinceridad que se ocultaba tras ella.
– ¿Qué quieres?
Speed esbozó la sonrisa maliciosa de un pirata de novela rosa. Sin duda estaba trabajando en algún caso, pues pese a que llevaba el cabello rubio muy corto, no se afeitaba desde hacía algunos días, y vestía un abrigo militar viejo y mugriento que le pendía sobre unos vaqueros manchados de pintura y un gastado suéter negro. Pese a todo, estaba de lo más sexy, aunque Liska era inmune a sus encantos desde hacía mucho tiempo.
– Podría decir que te quiero a ti -musitó, acercándose a ella.
– Ya -espetó Liska sin inmutarse-. Y yo podría derribarte de una llave de judo. No tienes más que darme un motivo.
La sonrisa desapareció como por arte de magia.
– ¿No puedo ni siquiera pasar por aquí a dejar un regalo para los chicos? -protestó mientras se quitaba el títere de la mano-. ¿Qué coño te pasa, Nikki? ¿Por qué tienes que ser siempre tan desagradable?
– Te cuelas en mi casa a las once y media de la noche, dándome un susto de muerte, ¿y encima esperas que me alegre de verte? Aquí hay algo que falla.
– No me he colado. Tengo llave.
– Cierto, tienes llave… ¿Tienes también teléfono? Podrías usarlo de vez en cuando en vez de irrumpir aquí como un tornado.
Speed no se molestó en responder, porque nunca contestaba a preguntas que no le gustaban. Dejó el títere sobre la mesita de café y cogió una de las fotografías de Andy Fallon.
– ¿Es esta la clase de fotos que enseñas a mis hijos?
– Tus hijos -masculló Liska al tiempo que le arrebataba la foto-. Como si hubieras hecho algo aparte de suministrar la materia prima… mejor dicho, la mitad de la materia prima. ¿Cómo es que nunca son tus hijos cuando están enfermos, cuando necesitan ropa nueva o cuando tienen problemas?
– ¿Es necesario que me montes una escena? -suspiró Speed con una mueca.
– Eres tú el que ha venido a mi casa, de modo que diré lo que me salga de las narices.
– ¡Papá!
R. J. cruzó el salón como una exhalación. Se abalanzó sobre su padre y le rodeó las piernas con los brazos. Liska se apresuró a dejar la porra y cubrir las fotografías con el periódico, si bien nadie le prestaba la menor atención.
– ¡Hola, R.J.!
Speed sonrió y entrechocó la mano con la de su hijo menor antes de soltarse de su abrazo y ponerse en cuclillas ante él,
– Quiero que me llamen Rocket-puntualizó R. J., restregándose los ojos soñolientos.
El pelo rubio le sobresalía en pequeños mechones sobre la coronilla, y el pijama de los Vikings de Minnesota, heredado de Kyle, le venía grande.
– Quiero tener un mote como tú, papá.
– Rocket… Me gusta-declaró Speed-. Tope guay, colega.
En aquel instante, R. J. descubrió el títere, y ambos se enzarzaron durante cinco minutos en una recreación de South Park. Liska iba perdiendo la paciencia por momentos.
– Es muy tarde, R. J. -advirtió por fin, detestando tener que decirlo y detestando a Speed por convertirla en la mala de la película con su mera presencia.
Entraba y salía de la vida de los chicos como le daba la gana, todo emoción, diversión y aventura. Como madre en posesión de la custodia, Liska tenía la sensación de que ella aportaba demasiado poco de eso y demasiada disciplina y rutina.
– Mañana tienes que ir al cole.
Su hijo la miró con esos ojos azules que eran una réplica exacta de los suyos y en los que en aquel momento se pintaba una expresión de enfado y decepción.
– ¡Pero si papá acaba de llegar!
– Pues enfádate con papá. Es él quien ha decidido que sería una idea genial aparecer en plena noche, cuando la gente normal duerme.
– Tú no estás durmiendo -señaló R. J.
– Tampoco tengo diez años. Cuando tengas treinta y dos podrás quedarte levantado toda la noche y atiborrarte de medicamentos contra la úlcera si quieres. Te espera un futuro maravilloso.