– ¿Cómo se llama?
– Aún no lo sé, pero lo vi ayer en las oficinas de Asuntos Internos. Otro cliente insatisfecho.
El puño que atenazaba el estómago de Kovac se agrandó y empezó a moverse.
– ¿Y en qué estaba trabajando Andy Fallon según él?
– Un asesinato -repuso Liska, alzando la mirada hacia él.
– ¿Asesinato? -repitió Kovac, incrédulo-. ¿Desde cuándo investiga asesinatos Asuntos Internos? Imposible. Los delitos siempre se asignan a la división porque los de Asuntos Internos no se enteran de nada. ¿Cómo iban a estar trabajando en un asesinato sin que nosotros nos enteráramos? Gilipolleces.
– Es posible si creíamos que el caso estaba cerrado -dijo Liska-. ¿Recuerdas a Eric Curtis?
– ¿Curtis? ¿El agente que fue asesinado cuando estaba fuera de servicio? Pero si el tipo que se lo cargó está entre rejas. ¿Cómo se llamaba, Vermin?
– Verma, Renaldo Verma.
– Una serie de atracos a mano armada a víctimas homosexuales. Cometió… ¿tres o cuatro en dieciocho meses?
– Cuatro. Dos de las víctimas murieron, y la última de ellas fue Curtis.
– Con el mismo modus operandi que los demás, ¿verdad? Atado, apaleado y robado.
– Sí, pero Eric Curtis era policía -señaló Liska.
– ¿Y?
– Pues que era policía y era homosexual. Según mi hombre misterioso, unos meses antes de su muerte, Curtis se había quejado a Asuntos Internos de que lo acosaban en el trabajo a causa de su orientación sexual.
– ¿Insinúas que tal vez se lo cargó un poli? -exclamó Kovac-. Joder, Tinks. Si crees eso, quizá deberías presentarte a la vacante que ha dejado Andy Fallon.
– Que te den, Kovac -espetó Liska-. Odio a los de Asuntos Internos. Odio lo que le hacen a la gente, los odio con una intensidad que ni te imaginas. Pero Eric Curtis era policía y homosexual, y está muerto. Andy Fallon lo estaba investigando, también era gay y también está muerto.
A juzgar por su expresión huraña, tampoco a ella le gustaba lo que estaba diciendo, pero pese a ello, se encaró con él y expuso su opinión. Así era Liska; ningún trabajo era demasiado difícil ni repugnante para ella. Se plantaba en el montículo del bateador y golpeaba lo que hubiera que golpear.
– Y a mí me dicen que el caso Fallon está prácticamente cerrado -añadió Kovac, mirando la calle.
– A ti tampoco te hace ninguna gracia esta historia, Sam -murmuró Liska-. Intuyes algo raro, ¿verdad?
Kovac no respondió enseguida, sino que dejó que las imágenes surcaran su mente mientras las campanas del ayuntamiento daban la hora con la melodía de Blanca Navidad.
– No -reconoció por fin-. No me hace ni pizca de gracia este asunto.
Guardaron silencio unos instantes. Los coches pasaban por la Cuarta, el viento aullaba en los túneles que mediaban entre los edificios, haciendo ondear las banderas del edificio federal situado en la acera de enfrente.
– Lo más probable es que Andy Fallon se suicidara -señaló Liska-. No hay nada en el escenario de su muerte que indique lo contrario. El tipo que acaba de llamarme… ¿Quién sabe si le importa una mierda Andy Fallon? Puede que el asesinato de Curtis no sea más que su causa perdida, y que crea que lo resolveremos si damos un rodeo… Pero ¿y si no es así, Sam? Andy Fallon y Mike solo nos tienen a nosotros. Tú me lo enseñaste… ¿Para quién trabajamos?
– Para la víctima -musitó Kovac sin poderse sacudir la opresión del estómago.
Trabajaban para la víctima. Eso era lo que había procurado inculcar a incontables discípulos. Las víctimas no podían hablar por sí mismas. Era el detective quien debía formular las preguntas pertinentes, indagar, presionar, ponerlo todo patas arriba hasta descubrir la verdad. A veces resultaba fácil, a veces muy difícil.
– ¿Qué perdemos con hacer unas cuantas preguntas más? -añadió, consciente de que podían perder muchísimo.
– Yo me encargo del depósito de cadáveres -propuso Liska, arrebujándose en su abrigo mientras regresaba a la puerta-. Tú ve a Asuntos Internos.
– Ya hablé con su compañera, sargento -dijo la teniente Savard sin apenas levantar la mirada de los informes que se apilaban sobre su mesa-. Y por si no está al corriente, va a dictaminarse que la muerte de Andy Fallon fue un accidente.
– En tiempo récord, por cierto -puntualizó Kovac.
Al oír aquello, la teniente de Asuntos Internos le prestó toda su atención. El verde de sus ojos era abrumador, gélido y cristalino bajo las cejas varios tonos más oscuras que el cabello rubio ceniza. Aquel contraste intensificaba la seriedad de su expresión. A buen seguro, se dijo Kovac, aterraría a un montón de policías con aquella mirada.
Él llevaba demasiado tiempo en el ruedo para aterrarse. La vida lo había curtido, o quizá se debía a que era un imbécil.
Se sentó en la silla frente a ella con los tobillos cruzados. Cien años antes, también él había hecho sus pinitos en Asuntos Internos, cuando la sección la dirigía un policía de verdad, no un trepa deseoso de llegar arriba a toda costa. No le había avergonzado hacer el trabajo, pues no sentía simpatía alguna por los policías malos, pero tampoco le había gustado.
A la sazón no había en el cuerpo tenientes con el aspecto de aquella.
– Qué amable por su parte hacer la autopsia tan deprisa, ¿no le parece? -comentó-. Teniendo en cuenta lo a tope que va el depósito en esta época del año… Tienen cadáveres para parar un tren.
– Cortesía profesional -replicó Savard con sequedad. Kovac se sorprendió mirándole los labios, unos labios de arco perfecto y rematados con una capa de brillo.
– Ya -dijo-. Pues a mí me parece que le debo al viejo Mike la misma cortesía, ¿sabe? ¿Lo conoce usted, por cierto? ¿Conoce a Mike Fallon?
Los ojos verdes volvieron a clavarse en los papeles.
– He oído hablar de él, y hoy le he llamado por teléfono para darle el pésame.
– Ya, claro, es usted demasiado joven para haber estado aquí en la época de Iron Mike. ¿Qué edad tiene? ¿Treinta y siete, treinta y ocho?
La teniente le lanzó una mirada que habría derretido el polo.
– No es asunto suyo, sargento, y si me permite un consejo, cuando intente adivinar la edad de una mujer, tire por lo bajo.
– Vaya, ¿tanto me he equivocado? -se lamentó Kovac con una mueca.
– No, casi acierta, y le diré que soy muy vanidosa. Y ahora, si me disculpa…
Levantó algunos papeles y los revolvió un poco para indicarle que la conversación había tocado a su fin.
– Solo un par de preguntas más.
– Usted no necesita hacer preguntas ni escuchar sus respuestas. Se ha quedado sin caso.
– Pero tengo a Mike -le recordó Kovac-. Intento encajar algunas piezas por su bien. Es muy duro perder a un hijo, y si puedo hacer algo para explicarle cómo transcurrieron los últimos días de Andy, lo haré. No es mucho pedir, ¿no le parece?
– Lo es si lo que quiere es información confidencial acerca de una investigación de Asuntos Internos -corrigió Savard mientras retiraba la silla de la mesa.
Había intentado despacharlo con displicencia; ahora trataría de librarse de él de otro modo. Kovac permaneció sentado un instante para ponerla nerviosa, para hacerle saber que no se rendiría tan fácilmente. Savard rodeó la mesa para acompañarlo a la puerta. Kovac esperó a que estuviera junto a su silla y entonces se levantó, provocando cierto titubeo. La teniente retrocedió un paso con el ceño fruncido, irritada por verse obligada a retirarse.
– Sé lo de Curtis -faroleó Kovac.
– Entonces sabrá que no tiene nada de que hablar conmigo a fin de cuentas -replicó Savard.
– No se le da muy bien lo de la igualdad de derechos, ¿verdad, teniente? -observó Kovac, conteniendo a duras penas una sonrisa torva.
– Le aseguro que estoy más que cualificada para desempeñar mis funciones, sargento Kovac.
En su voz se advertía algo parecido a la diversión, aunque más tenebroso. Ironía, tal vez. Kovac no imaginaba a qué se debía, de dónde procedía ni qué motivo podría tener ella para hacerle partícipe del secreto. De momento, el asunto carecía de importancia para él, pero archivó la curiosidad en su mente, por si la necesitaba más adelante.