Capítulo 10
Renaldo Verma era una especie de rata grasienta de constitución pequeña y nervuda, y la expresión quemada de un adicto al crack, cosa que había sido durante muchos años. Costaba imaginarlo reduciendo a alguien, sobre todo a un agente de policía, pero se había declarado culpable de asesinato en segundo grado por propinar una paliza mortal a un hombre con un bate de béisbol. En sus antecedentes había desde solicitud de servicios sexuales hasta cargos por tráfico de drogas, desde robo hasta atraco, y el asalto y el asesinato eran las dos incorporaciones más recientes a su repertorio, aunque había demostrado que se le daban muy bien. Había adquirido un patrón de atraco y asalto con rasgos compartidos que iban más allá del simple modus operandi. A los psicólogos les gustaba denominar ese fenómeno «firma», es decir, actos cometidos durante el crimen que resultaban innecesarios para su perpetración, pero satisfacían cierto impulso interno. Podría haberse convertido en un asesino en serie de no haber caído tan pronto en manos de la justicia.
Verma entró en la sala de interrogatorios con andares de chulo, como si tuviera algo de que pavonearse. Se sentó frente a Kovac y de inmediato alargó la mano hacia el paquete de Salem que este había dejado sobre la mesa. Sus manos eran largas y huesudas, como garras de roedor, y presentaban unas manchas que, con toda probabilidad, se debían al sida.
– No debería hablar con usted sin mi abogado -dijo antes de exhalar el humo.
Su nariz también era larga y delgada, con un par de bultos a lo largo del puente. Sobre el labio superior lucía un bigotito finísimo que más bien parecía una sombra de suciedad. Hablaba de forma afectada, algo afeminada, y poseía un lenguaje corporal muy complejo. Al hablar, la parte superior de su cuerpo se balanceaba, se doblaba y se retorcía, como si escuchara en su cabeza música de baile.
– Pues llama a tu abogado -replicó Kovac mientras se levantaba-. Pero te advierto que no tengo tiempo para estas chorradas. Cuando llegue tu hombre, yo me habré largado y tú tendrás que pagar la factura.
– Los contribuyentes tendrán que pagar la factura -corrigió Verma con una sonrisa maliciosa, juntando los hombros al hundir el pecho-. ¿A mí qué me importa?
– Ya veo que todo te importa una mierda -observó Kovac-. Solo me contarás lo que crees que quiero oír porque quieres algo a cambio. Pero ya es demasiado tarde para eso. Te casaste con el fiscal del distrito, y la boda es en la penitenciaría de St. Cloud.
– No, señor -replicó Verma con indolencia, agitando un dedo ante las narices de Kovac-. Es en Oak Park Heights. No pienso ir a ese antro de hormigón en el norte. Ese sitio es medieval. Voy a ir a Heights, forma parte del trato. Tengo amigos en Heights.
Kovac sacó un papel doblado del bolsillo interior de la americana, lo consultó como si fuera algo mucho más importante que la factura de la tintorería y se lo volvió a guardar.
– Ya, bueno, si tú lo dices… -murmuró como quien no quiere la cosa.
Verma entornó los ojos con aire suspicaz.
– ¿Qué quiere decir? Hicimos un trato.
Kovac se encogió de hombros con indiferencia.
– Lo que tú digas Quiero hablar del asesinato de Eric Curtis.
– Yo no lo hice.
– ¿Sabes cuántos capullos dicen lo mismo? -replicó Kovac-. Pues todos. ¿Hace falta que te lo recuerde en esta hermosa sala del Ritz-Carlton en la que estamos sentados?
– Me declaré culpable del asesinato de Franz, y eso que no pretendía matarlo.
– Claro, claro. ¿Cómo ibas a saber que la cabeza humana no aguanta tantos golpes?
– Quiero decir que no fui allí con la intención de matarlo -aclaró Verma con ademán huraño.
– Ahhh. Problema suyo si estaba en casa cuando fuiste a desvalijársela. Qué imbécil el tío. Deberían ponerte una medalla por eliminar semejante basura de la faz de la tierra.
– Mire, Kovac, no tengo por qué aguantar que me dé por el culo -se enojó Verma, levantándose.
– Claro, estoy seguro de que en la galería tienes a uno bien grandullón que se ocupa de eso. ¿Crees que también él irá a St. Cloud? ¿O tendrás que volver a aprender a ligar?
Verma lo señaló con el cigarrillo, y la ceniza llovió sobre la mesa.
– No voy a ir a St. Cloud. Hable con mi abogado.
– ¿Tu abogado, el agobiado esclavo del condado de Hennepin al que pagan tan poco? Vale, lo localizaré, a ver si se acuerda de tu nombre. -Se levantó y apoyó una mano en el huesudo hombro de Verma-. Siéntese, señor Verma.
El trasero de Verma chocó contra la silla con un golpe sordo. Aplastó el cigarrillo sobre la mesa y encendió otro.
– No maté a ningún poli.
– Ajá. O sea, que el fiscal del distrito te acusó del asesinato por la cara, solo porque quería que algún pobre desgraciado de su oficina tuviera que tramitar más papeleo -Kovac se dejó caer en la silla con una mueca-. Venga ya. Te acusó porque encajabas en el perfil, porque el modus operandi era idéntico al que empleaste con tus otras víctimas.
– ¿Y? ¿Nunca ha oído hablar de los imitadores?
– No me pareces precisamente un modelo a seguir.
– ¿Ah, no? ¿Y cómo cree que conseguí el trato? -espetó Verma con arrogancia-. No tenían ninguna prueba contra mí en ese asesinato. Ninguna huella, ningún testigo, nada.
– ¿No? Pues qué cosas. Si no te cargaste a Curtis, ¿cómo es que tenías su reloj en tu piso?
– Fui el primer sorprendido -insistió Verma-. Desde luego, yo no lo puse allí. Un Timex, por el amor de Dios. ¿Quién iba a robar semejante basura?
– La hora exacta en su muñeca -se burló Kovac-. Conocías a Eric Curtis -prosiguió-. Te detuvo dos veces por solicitar servicios sexuales.
Verma se encogió de hombros, frunció los labios y bajó las pestañas con ademán coqueto.
– Bueno, no pasa nada. La segunda vez le ofrecí hacérselo gratis, porque era muy mono. Me dijo que tal vez en otra ocasión. Ojalá hubiera habido otra ocasión.
– Así que pasaste por su casa para ver si esa vez colaba. Una cosa llevó a la otra y…
– No -atajó Verma con firmeza.
Miró a Kovac de hito en hito mientras daba una larga chupada al cigarrillo. El humo brotó de sus labios en una potente columna que chocó contra el pecho del detective.
– Mire, Kojak, esos otros polis intentaron joderme por el asesinato de Curtis y no lo consiguieron. El fiscal del distrito también lo intentó y tampoco lo consiguió.
Se inclinó hacia delante con una expresión seductora que puso a Kovak los pelos de punta.
– Sé que se muere usted de ganas de joderme -murmuró-, pero no tiene nada que hacer.
– Antes me jodería un enchufe.
Verma se echó hacia atrás y lanzó una carcajada enloquecida.
– No sabe lo que se pierde.
– Estoy seguro de que no me pierdo nada.
Verma esbozó una sonrisa torva, sacó la lengua y la agitó obscenamente ante Kovac.
– ¿No le apetece que se la chupe, Kojak? ¿Que le meta la lengua en el culo?
– ¡Joder!
Kovac retiró la silla de un empujón, sacó una bufanda marrón del bolsillo del abrigo que había colgado del respaldo, se dirigió al rincón donde estaba instalada la cámara de vídeo y la cubrió con la prenda.
Verma se irguió en su asiento y se llevó una mano al cuello.
– ¿Por qué ha hecho eso?
– ¡Ay, ay, ay! -exclamó Kovac con los ojos muy abiertos mientras volvía a la mesa-. Me parece que la cámara no funciona.
Verma intentó levantarse, pero Kovac lo agarró por la nuca para inmovilizarlo y se inclinó sobre su hombro.
– Lo único que yo quiero meterte a ti en el culo es la puntera de mi zapato -murmuró-. Corta el rollo, Verma. ¿Te crees que no tengo gente en St. Cloud que me debe favores?
– No voy a ir a…
La presión se intensificó, silenciando sus palabras. Verma encogió los hombros.
– El hijo de mi hermana es guardia en St. Cloud -mintió Kovac-. Es un grandullón estúpido recién salido de la granja. No es demasiado listo, pero sí muy fiel. Lástima que tenga tan mala leche.