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– ¡Vale, vale!

Kovac lo soltó y volvió a sentarse.

– Al menos lo he intentado -suspiró Verma, alargando la mano hacia el paquete de tabaco.

Kovac lo puso fuera de su alcance, sacó un cigarrillo y lo encendió mientras se decía que lo hacía por cuestiones estratégicas, no porque se hubiera dejado vencer por la tentación.

– Es usted atractivo en un estilo un poco brutote -intentó camelárselo Verma.

– Verma…

– ¿Qué? -exclamó el hombre con exasperación exagerada-. ¿Qué quiere de mí, Kojak? ¿Quiere que confiese lo de Curtis? Pues que le den. El trato está cerrado, y yo no me lo cargué. El fiscal del distrito no insistió porque no tiene nada contra mí. Pero se escudan en mi reputación. Dirán que me tienen pillado de los cojones por lo de Franz y que así ahorrarán a los contribuyentes el dinero de otro juicio. A mí me parece bien. No me vendrá mal que los chicos de Heights crean que me cargué a un poli. Pero no me cargué a Curtis. Si quiere saber quién se lo cargó, pregúnteselo al sargento Springer, de Homicidios. Él lo sabe.

Kovac guardó silencio unos instantes, como si no hubiera estado prestando atención. Permaneció sentado con la mirada perdida, fumando, preguntándose qué grado de perversión le permitía gozar de la sensación del alquitrán y la nicotina asentándose en sus pulmones.

– ¿Ah, sí? -masculló por fin, mirando de nuevo a Verma-. Pues si lo sabe, ¿por qué no le ha echado el guante a ese capullo?

– Porque el capullo en cuestión es otro poli.

– Según tú.

– Según ese chico tan guapo de Asuntos Internos.

– No sé de quién me hablas -aseguró Kovac, los nervios en tensión.

– Mucho músculo, guapo como un modelo de Versace -recitó Verma con mirada soñadora-. Nam, ñam.

– Ya… Así que esa comadreja de Asuntos Internos vino a hablar contigo para decirte así por las buenas que, en su opinión, a Curtis se lo cargó otro poli.

Verma adelantó el labio inferior y bajó la cabeza. Kovac sintió deseos de abofetearlo.

– Ya me parecía -dijo-. ¿Qué te preguntó?

– No sé, varias cosas -remoloneó Verma-. Cosas sobre el asesinato, sobre después del asesinato, la investigación… si es que se le puede llamar así.

– ¿Y qué le contaste?

– ¿Por qué no se lo pregunta a él?

– Porque te lo pregunto a ti. Deberías alegrarte, Renaldo. Te he puesto por encima de Asuntos Internos, aunque, claro está… también las ladillas están por encima de Asuntos Internos.

– Le conté que yo no había matado a Curtis y que no me importaba cuántos polis pretendieran hacerme decir lo contrario. Él, Springer, el de uniforme…

– ¿De quién hablas?

– Del que me hizo esto -explicó Verma, señalando el bulto superior de los dos que lucía sobre el puente de la nariz-. Dijo que me había resistido a la autoridad.

– Me disculpo en nombre del departamento -espetó Kovac sin remordimiento alguno-. ¿Sabes cómo se llamaba?

– Era un tipo enorme -recordó Verma-. Yo lo llamaba Semental, lo que no le hizo ninguna gracia, y su compañero lo llamaba B. O., lo que no parecía molestarle -se quejó, agitando una mano con gesto asqueado-. No sé a qué correspondían las siglas. Conseguí leer el nombre de su placa justo antes de que me hiciera perder el conocimiento. Ogden.

– Ogden -repitió Kovac.

La escena acudió a su mente con tal rapidez que fue un golpe casi físico. Steve Pierce forcejeando en el suelo de la cocina de Andy Fallon con una bestia humana. La bestia humana incorporándose a duras penas con la nariz ensangrentada.

Ogden.

– Verma consiguió el trato porque tu gente la cagó -afirmó Chris Logan sin rodeos mientras rebuscaba entre los papeles que cubrían su mesa-. Habla con Cal Springer sobre las pruebas; pregúntale si tiene la más ligera idea de las normas que rigen las órdenes de registro.

– ¿Había algo raro en las pruebas? -preguntó Kovac.

Estaba de pie en la pequeña oficina de Logan, preparado para salir corriendo con el fiscal, que tenía juicio al cabo de cinco minutos.

Logan masculló un juramento entre dientes sin apartar la mirada de los papeles de su mesa y con los brazos en jarras. Era un hombre alto, de constitución atlética, treinta y pocos años y bastante arrogancia. Un tipo duro con título y mal genio.

No obstante, era un buen fiscal, la mano derecha de Ted Sabin, que casi nunca se molestaba en llevar personalmente un caso.

– Todo era raro -repuso por fin.

Empezó a revolver la papelera situada junto a su mesa, sacando papeles arrugados, arrojando a un lado envoltorios de caramelos, bolsas mutiladas de media docena de restaurantes con comida para llevar que llenaban el laberinto de galerías cubiertas hasta el ayuntamiento. Por fin sacó una bola de papel amarillo, la alisó y escudriñó la letra. Al cabo de unos instantes lanzó un suspiro de alivio y volvió los ojos al techo. Guardó el papel en el maletín y se dirigió a la puerta.

Kovac lo siguió sin quedarse atrás.

– Tengo juicio -advirtió Logan mientras se abría paso entre la gente que atestaba el pasillo en el que se alineaban las oficinas de la fiscalía.

– Yo también ando justo de tiempo -aseguró Kovac.

Se preguntó si Savard habría cumplido su amenaza de llamar al teniente. Era demasiado enigmática para poder afirmarlo o negarlo con certeza. Quién sabía cuánto podía tardar Leonard en convocarlo a su despacho para sostener la Gran Conversación.

Entraron en un ascensor vacío y Kovac mostró la placa a las personas que pretendían sumarse a ellos.

– Asunto policial, señores, lo siento -dijo mientras pulsaba el botón de cierre con la mano libre.

Logan había adoptado una expresión ceñuda que, por otra parte, no era nueva en él.

– Todas las pruebas eran circunstanciales -explicó-. Asociación previa, móvil, el modus operandi de Verma… Pero no había testigos que situaran a Verma en o cerca del escenario del crimen, ni tampoco pruebas forenses. Nada de huellas, fibras ni fluidos corporales. Verma se había masturbado en los otros dos escenarios, pero no en el del asesinato de Curtis; no sabemos por qué. Puede que algo lo empujara a marcharse por piernas, o a lo mejor no se le levantó. ¿Quién sabe? Pudo ser cualquier cosa.

– Bueno, ¿y qué hay del reloj? -inquirió Kovac cuando el ascensor se detuvo y las puertas se abrieron, dejando al descubierto un hervidero de actividad humana.

El pasillo que daba a las salas de vistas estaba siempre abarrotado de macarras, chorizos, desgraciados, gentes asustadas, confusas… Todos ellos habían sido citados allí para alimentar el sistema judicial del condado de Hennepin.

– Un agente imbécil aseguró haberlo encontrado sobre la cómoda de Verma, pero el asunto apestaba -espetó Logan, dirigiéndose hacia una de las puertas-. Fue lo mismo que lo de O. J. Simpson y el puto guante ensangrentado. No estábamos dispuestos a admitirlo como prueba, y en vista de las últimas demandas presentadas contra tu departamento, Sabin ni lo intentó siquiera.

– A pesar de que la víctima era policía -señaló Kovac, asqueado.

Logan se encogió de hombros y caminó hacia la mesa de letrados más cercana a la mejor salida de aire de la sala.

– No podíamos ganar el caso. La ciudad no quería otro pleito, así que, ¿qué sentido tenía insistir? Conseguimos que Verma confesara lo de Franz y así nos aseguramos de que acababa entre rejas.

– Por asesinato en segundo grado.

– Además de asalto con intenciones homicidas y robo. No es una sentencia cualquiera, te lo aseguro. Además, mató a Franz con el bate de béisbol de Franz. Arma casual. ¿Cómo podíamos alegar premeditación?

– ¿Alguien se planteó alguna vez que Verma podía no haberse cargado a Curtis? ¿Que quizá lo estaban intentando joder?