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– ¿Ha llegado el informe de toxicología?

– Los papeles no, pero llamé y hablé con Barkin. Dice que Fallon tenía un nivel de alcohol en sangre bajo, de cero coma cuatro, y también restos de un barbitúrico llamado zolpidem, un somnífero que también se conoce por el nombre comercial de Ambien. Eso coincidiría más con la teoría del suicidio que con el juego sexual, si bien las cantidades de ambas sustancias no eran ni mucho menos letales, ni siquiera combinadas. De hecho, mucha gente se droga para tener relaciones sexuales. Si hubieran encontrado Rohypnol o algo parecido, sería otra cosa, porque nadie planea violarse a sí mismo, exceptuando quizá a algún que otro masoquista solitario.

Kovac frunció el ceño al intentar rememorar un recuerdo que no acababa de acudir con claridad.

– ¿Alguien comprobó qué contenía el botiquín de Andy Fallon?

– No había motivos para hacerlo en su momento.

– Pues quiero saberlo.

– No te darán la orden de registro.

– ¿Para qué necesito una orden? ¿Quién se opondrá?

Liska se encogió de hombros y bebió un poco de Coca-Cola con paja mientras paseaba la mirada por el local. De repente se irguió con el rostro impasible, si bien en sus ojos se pintaba una expresión dura y atenta.

– ¿Qué pasa? -preguntó Kovac.

– Ahí viene Cal Springer con cara de muy, pero que muy pocos amigos.

Springer se abrió paso entre la gente como una figura de madera, los músculos rígidos por la furia, el rostro enrojecido por la rabia, el frío o ambas cosas. Poseía un rostro alargado y plano, de nariz larga y ganchuda, coronado por una masa de indómitos rizos entrecanos. Al ver a Kovac apretó el paso y chocó contra la camarera pasota. Una jarra de cerveza que llevaba se volcó, la mujer soltó un juramento y Springer estropeó su entrada triunfal disculpándose torpemente ante ella!

– Vaya, Cal -exclamó Kovac cuando el detective llegó junto a él-. Me habían dicho que las mujeres se caían de culo al verte, pero no creía que lo dijeran en sentido literal.

Springer lo señaló con el dedo.

– ¿Qué hacías con Renaldo Verma?

– Bailar el tango y fumar un cigarrillo.

– Su abogado se me ha echado a la yugular esta tarde. Nadie le informó de la visita, ni a mí tampoco, por cierto.

– ¿Y por qué se había de informar a nadie? Verma accedió a verme. Podría haber llamado a su abogado si hubiera querido. Además, ¿desde cuándo tengo que pedirte permiso para limpiarme el culo?

– Es mi caso.

– Y está cerrado. Ya no tienes nada que ver con él, así que, ¿qué más te da?

Springer miró a su alrededor como si estuviera a punto de revelar un secreto de Estado.

– No está cerrado.

– Ah, ¿lo dices por lo de Asuntos Internos? -preguntó Kovac en voz alta.

Springer se puso verde.

– No tienen nada contra ti, ¿verdad, Cal? -terció Liska-. Quiero decir que no fuiste tú quien puso el reloj en casa de Verma, ¿verdad, Cal?

– Yo no he hecho nada.

– O sea, lo habitual en tus investigaciones -observó Kovac-. Si eso es un delito, ya puedes ir despidiéndote.

Springer le lanzó una mirada enfurecida.

– Llevé la investigación en toda regla. Verma no tiene por qué emprenderla conmigo, ni tampoco Asuntos Internos.

– Entonces, ¿por qué pierdes el tiempo intentando darme por el saco? -quiso saber Kovac.

Springer respiró hondo y contuvo el aliento unos instantes, como si intentara dominarse por todos los medios.

– No te metas en esto, Kovac. Se acabó; el caso y todo lo que implica está cerrado.

– Bueno, Cal, a ver si te aclaras. ¿Quedamos en que está cerrado o en que no? -se impacientó Kovac, observándolo con detenimiento.

Comprobó que también Liska lo miraba con atención, si bien en su expresión se adivinaba cierta tensión, como si la trastornara presenciar la lucha de Cal Springer contra sus nervios.

– La teniente de Asuntos Internos me dijo que no hay ningún cabo suelto en el asesinato de Curtis -prosiguió Kovac-. Al menos en estos momentos, porque su investigador ha muerto.

– Lo sé -murmuró Springer, apartando la mirada mientras su rostro perdía de nuevo el rubor-. Me he enterado. Suicidio. Qué pena.

– Eso dicen.

Springer se volvió otra vez hacia él.

– ¿A qué te refieres?

Kovac se encogió de hombros.

– Nada, una forma de hablar como otra cualquiera.

Springer pensó en ello un instante mientras sopesaba sus opciones. Por fin hundió los hombros y exhaló un enorme suspiro.

– Mira -dijo-, no puedo permitirme que Asuntos Internos me pise los talones; voy a presentarme a delegado sindical.

– Que Asuntos Internos te haga la vida imposible debería ayudarte, no perjudicarte.

– Solo si los tipos como tú se molestaran en votar. Tengo planes más grandes que tú, Kovac, y me importa lo que diga mi expediente. Por favor, no me jodas.

Kovac lo siguió con la mirada mientras se alejaba y chocaba con la misma camarera de antes, a todas luces pensando en todo menos en Patrick's.

– Una investigación en toda regla -se mofó Kovac-. ¿Qué regla, si puede saberse? ¿La de las investigaciones de asesinato para tontos?

Liska no respondió. Aún seguía con la mirada a Springer, aunque parecía concentrada en algo mucho más lejano. A años luz de distancia quizá, se dijo Kovac. Alargó el brazo y le dio una palmada en el hombro.

– Oye, ha estado bien -comentó-. Ha estado pero que muy bien.

– Déjalo en paz, Sam -pidió Liska, volviéndose hacia él-. Springer no es mal tío; no merece lo que Asuntos Internos puede hacerle sin motivo alguno.

– Si sabe algo, quiero averiguarlo.

– Yo me encargaré de ello.

Kovac la observó con detenimiento, pero Liska desvió la mirada. De repente parecía tener catorce años y estar en posesión de un terrible secreto, como que el capitán del equipo de fútbol bebía cerveza y fumaba. Alargó una mano indecisa hacia la última patata frita y deslizó la punta por el ketchup medio coagulado.

– ¿Te pasa algo? -inquirió Kovac en voz baja.

Liska torció los labios en una especie de sonrisa de listilla.

– Son las hormonas -dijo-. ¿Quieres hacer algo al respecto?

– Si tus hormonas se han alterado a causa de Cal Springer, te doy una ducha helada.

– Por favor, que acabo de comer -espetó su compañera con asco-. Ha sido un día muy largo después de una noche aún más larga, así que debería irme a casa.

– Creía que no querías tener nada que ver con Asuntos Internos.

– Y no quiero -replicó Liska mientras recogía sus cosas-. ¿Por qué iba eso a impedirme averiguar lo que sabe Cal Springer? Tampoco él quiere saber nada de Asuntos Internos.

– Como quieras.

Liska tenía derecho a algún que otro misterio, suponía Kovac, aunque no le hacía ninguna gracia.

Se levantó, arrojó algunos billetes sobre la mesa y descolgó el abrigo del perchero.

– Voy a ver qué guardaba Andy Fallon en el botiquín.

– Sam Kovac, detective las veinticuatro horas del día.

– No tengo nada mejor que hacer.

– Ya… ¿No anhelas algo más de vez en cuando? -quiso saber Liska, saliendo del reservado.

– No -negó él, haciendo caso omiso de la imagen de Amanda Savard que acudió de inmediato a su mente; era una idea tan ridícula que ni siquiera alcanzaba la categoría de fantasía-. Si nunca deseas nada, tampoco sufres decepciones cuando no lo consigues.

Capítulo 11

El aparcamiento llevaba el nombre de un policía asesinado a sangre fría en una pizzería de Lake Street. Liska lo recordaba cada vez que era tarde e iba sola en busca de su coche, o bien cuando estaba cansada y miraba el futuro con ojos inyectados en sangre. Esa noche sumaba todos los puntos. Había pasado la hora punta, la rampa aparecía desierta y ella se hallaba en un estado de ánimo sombrío. Kovac había regresado a comisaría para recoger la llave de la casa de Fallon, y Liska había declinado su ofrecimiento de acompañarla al coche.