Se le erizaron los pelos de la nuca. De pronto se detuvo en seco y giró sobre sus talones. El sonido rebotaba y resonaba en aquel laberinto de hormigón, lo cual dificultaba distinguir su origen. Un portazo podía proceder de la planta superior o inferior. Una pisada podía causarla una persona al otro extremo de la hilera… o detrás de ti. Las rampas de los aparcamientos eran los lugares predilectos de atracadores y violadores. A los indigentes, en su mayoría borrachos o enfermos mentales, les gustaba buscar cobijo en las rampas y usarlas como lavabo cuando los echaban de lugares como la biblioteca pública del centro.
Liska respiraba con cierta dificultad mientras esperaba y observaba, deslizando la mano en el interior del abrigo para asir la culata de la pistola que llevaba a la cintura.
No vio a nadie ni oyó nada significativo. Tal vez solo estaba nerviosa, pero tenía motivos. A fin de cuentas, había pasado el día indagando la muerte de dos policías. Se sentía como si alguien le hubiera echado una almohada sobre la cabeza y la hubiera golpeado con una barra de hierro. Quería ir a su casa, ver a los chicos, tener algunas horas para olvidar el hecho de que se había ofrecido voluntaria para remover una pila de mierda de Asuntos Internos.
– Una idea genial -masculló entre dientes mientras quitaba el seguro del arma y sacaba las llaves del bolsillo del abrigo.
Ahora tenía que buscar el modo de sonsacar información a Cal Springer, y eso sin vomitar. De puta madre.
Costaba imaginar a Cal Springer metido en algo turbio. Casi nunca lo invitaban a comer, de modo que resultaba difícil imaginar que lo invitaran a formar parte de una conspiración, pero por otro lado no podía pasarse por alto el hedor a miedo que despedía, un hedor que le recordaba a su padre y que odiaba con todas sus fuerzas.
– ¿Por qué no haría caso a mi madre? -masculló-. «Aprende un oficio, Nikki. Hazte esteticista, monta un catering, apunta alto, búscate un trabajo para el que puedas ponerte faldas bonitas, conoce al hombre de tus sueños…»
El Saturn azul marino que hacía las veces de despacho con ruedas y taxi estaba aparcado al final de la fila, junto a la pared, en un rincón demasiado oscuro para su gusto ahora que era de noche. Al menos había aparcado de culo, lista para huir a toda pastilla. Pulsó el botón del cierre centralizado y masculló un juramento. Nada. Las portezuelas no se abrieron. Los intermitentes no parpadearon. Ese trasto llevaba varias semanas haciendo el tonto, funcionando unas veces y otras no. Por otro lado, Liska trabajaba sin descanso, por lo que nunca tenía tiempo de llevarlo al taller. Le parecía una avería demasiado insignificante para molestarse… pero ahora estaba sola en un aparcamiento oscuro.
Un golpe y una especie de arañazo la hicieron detenerse de nuevo. De otra planta le llegó el chirrido de protesta de un árbol de dirección forzado en exceso en un sentido. En su propia planta percibió una presencia humana que disparó las alarmas de todas sus terminaciones nerviosas. No se paró en las estúpidas racionalizaciones a las que solían recurrir las mujeres en tales situaciones. Había que confiar en el instinto por encima de las enseñanzas de una sociedad en apariencia cortés. Si tenía la sensación de que algo andaba mal, entonces es que probablemente así era.
– Eh, ¿quién está ahí? -gritó, volviéndose despacio.
La tía dura. La voz que desafiaba a cualquier merodeador a acercarse a ella. El pulso se le aceleró considerablemente.
Caminó hacia el coche, llave en la mano izquierda, la derecha camino del arma, desenfundándola. Con la punta de la llave buscó a tientas la cerradura, fallando una vez y otra. Mantuvo la vista alta, mirando de izquierda a derecha, viendo… algo, a alguien. La cara en sombras de una columna de hormigón que parecía un poco demasiado gruesa, un poco distorsionada.
Liska parpadeó e intentó aguzar la vista. Demasiado oscuro. Puede que allí no hubiera nada.
La llave entró en la cerradura. Se sentó al volante, cerró la puerta y pulsó el botón del cierre centralizado, pero no pasó nada. Maldijo el coche, arrancó el motor y volvió a pulsar el botón. Esta vez se vio recompensada por el chasquido de los seguros al bajar. Seguía con la mirada clavada en aquella columna situada a quince metros de distancia. No detectó movimiento alguno, pero la sensación de aquella otra presencia humana no la abandonaba.
Hora de marcharse.
Arrojó el maletín sobre el asiento del acompañante, entre los trastos propios de una madre trabajadora, un desorden que le parecía peor que nunca y se extendía hasta el suelo. Correo comercial, una bolsa de Burger King, un par de revistas, la zapatilla deportiva de uno de los chicos, algunas figuras de acción… Y muchos vidrios rotos.
El pulso volvió a acelerársele.
La ventanilla derecha había quedado reducida a mil fragmentos que yacían desparramados sobre el asiento y en el suelo, mezclados con el correo comercial, la bolsa de Burger King, la zapatilla de R. J., las revistas y los muñecos de acción. Probablemente había sido algún yonqui, intentó convencerse Liska. El fantasma entre las sombras, que ahora se ocultaba, esperando a que se marchara para poder romper otra ventanilla en busca de objetos de valor. Era la explicación más plausible.
Puso primera. Conduciría hasta la planta baja y pediría un coche patrulla desde la zona bien iluminada de la caja.
En el salpicadero se encendió una luz roja que le indicaba que debía llevar el coche al taller.
– Sí, ¿y a mí quién me lleva al taller? -suspiró mientras salía del hueco.
La luz de los faros del coche cayó sobre la columna. Nada. Nadie. Intentó desterrar de su mente toda sospecha mientras respiraba hondo, pero la tensión no desapareció.
Al pasar junto al pilar miró por el retrovisor y entrevió algo. Media silueta de hombre de pie junto a un coche de tres volúmenes muy cerca del lugar donde había estado aparcado su Saturn.
No tenía nada de raro ver a una persona en un aparcamiento. Todos los coches tenían dueños que por lo general abrían puertas y encendían faros. Pero aquel no; aquel se limitó a ocultarse entre las sombras. Liska descartó el retrovisor y miró por encima del hombro izquierdo mientras en la mano derecha mantenía sujeta el arma, una pequeña y bonita Sig Sauer, ideal para su mano diminuta y aun así capaz de acabar con cualquier toro que la embistiera.
¿De dónde había salido aquel tipo? Había aguzado al máximo la vista y el oído. Desde luego, nadie había avanzado tanto por la rampa sin que ella se diera cuenta.
– ¡Eh!
La voz la golpeó como una bala. Liska giró la cabeza hacia la derecha y vio a un hombre abalanzarse sobre su coche, la cabeza y el torso irrumpiendo en el interior por la ventanilla rota.
– ¡Eh! -gritó de nuevo aquel rostro que parecía tallado a partir de un tronco con un abrecartas, curtido, sucio, de dientes amarillentos, barba mugrienta, ojos oscuros y enloquecidos-. ¡Dame cinco dólares!
Liska pisó el acelerador a fondo. Los neumáticos chirriaron sobre el hormigón. El hombre profirió un grito furioso y se aferró con sus manos maltratadas a los soportes del reposacabezas del acompañante. Liska levantó la Sig y le apuntó a la cara.
– ¡Fuera de mi coche! ¡Soy policía!
El hombre abrió la boca de par en par y lanzó otro grito, que brotó acompañado de una bocanada de aliento fétido. Liska le acercó el arma a la boca.
– ¡Fuera, cabrón!
Con una mano giró el volante a la izquierda y pisó el freno para hacer patinar el Saturn. La parte posterior chocó contra un monovolumen. El borracho se soltó y salió despedido. Liska puso el freno de mano, bajó del coche y lo rodeó con la Sig en alto. El borracho yacía hecho un ovillo cerca de la puerta trasera de un Cadillac muy sucio de los setenta, inmóvil como la muerte, con los ojos cerrados. Joder, lo que le faltaba, haberse cargado a un tío. El empleado del parking subió corriendo la rampa desde el nivel inferior; era un tipo gordo embutido en un uniforme barato y una parka demasiado pequeña que dejaba al descubierto una panza enorme.