– ¡Madre mía, señora! -jadeó sin resuello.
Hacía cinco grados bajo cero, pero sudaba como un cerdo, y el cabello castaño se le pegaba lacio a la voluminosa cabeza. Al ver el arma abrió los ojos como platos y levantó los brazos.
– Soy policía -anunció Liska-. Este hombre queda detenido. ¿Hay algún guardia de seguridad de servicio?
– Esto… ahora tiene descanso.
– Ya, o sea que está en el puticlub de la esquina.
El empleado abrió y cerró la boca como un pez. Liska examinó al borracho en busca de algún indicio de que seguía vivo. Respiraba con regularidad, y su pulso era firme. No vio rastro de sangre, de modo que sacó las esposas del abrigo y le esposó una muñeca.
– ¿Lleva móvil? -preguntó al empleado.
– Sí, señora.
– Llame a la policía y pida una ambulancia.
El hombre parecía a punto de salir despavorido.
– Sí, señora, creía que usted era policía.
– Llame.
En aquel momento, el borracho entreabrió un ojo inyectado en sangre e intentó enfocarlo en ella.
– Venga, tía -declaró-. Dame cinco dólares.
Liska lo fulminó con la mirada.
– Tienes derecho a permanecer en silencio. Ejércelo.
Cerró la otra esposa en torno a la manilla de la portezuela trasera del Cadillac, volvió al Saturn y sacó una linterna enorme de la guantera. Aquel trasto pesaba kilo y medio y también hacía las veces de porra. El empleado seguía inmóvil y con las manos en alto cuando bajó del coche.
– ¿Por qué no ha llamado?
– No quería hacer ningún movimiento brusco.
– Joder.
Encendió la linterna con la mano izquierda, sacó la Sig del bolsillo y empezó a subir la rampa.
– ¿Adonde va? -preguntó el empleado.
– A buscar al hombre del saco. Llame a la policía de una puta vez.
Eran casi las diez cuando Liska llegó a su casa, exhausta y asqueada, sobre todo al ver que el coche de Speed le impedía entrar en el garaje. No importaba que de todos modos no pudiera aparcar en el garaje a causa de la mierda acumulada en él. Era cuestión de principios. Permaneció sentada en el Saturn, congelándose, pues la calefacción no podía competir con el frío que entraba por la ventanilla rota. No había hallado rastro del fantasma en el aparcamiento. Unos agentes uniformados se habían hecho cargo del borracho, Edward Gedes, y seguido a la ambulancia hasta el hospital del condado de Hennepin, donde matarían el tiempo tomando café y ligando con las enfermeras de urgencias mientras esperaban a que Edward fuera examinado. No había mucho de que acusarle a menos que pudieran demostrar que él había roto la ventanilla, y Liska no lo creía posible.
De hecho, el instinto le decía que no solo no se podría demostrar, sino que no había sido él. Cabía la posibilidad de que Gedes hubiera destrozado la ventanilla y luego la hubiera esperado para abalanzarse sobre ella, pero no lo creía.
En el coche no faltaba nada, aunque tampoco es que guardara en él nada de valor. Desde luego, nadie había roto la ventanilla para robar el muñeco de Jesse Ventura de R. J. No habían registrado la guantera ni tocado el equipo de música, cosa que incluso la habría tranquilizado, ya que el móvil del robo habría conferido sentido al vidrio roto. Lo único que habían tocado era la pila de correo comercial; una persona dispuesta a colarse en su coche estaba ahora en posesión de su dirección.
El fantasma entre las sombras.
¿Por qué su coche de entre todos los del aparcamiento?
Recogió sus cosas y se dirigió a la casa. Nadie reparó en su llegada. En el salón se libraba una batalla campal. En un rincón habían levantado una tienda improvisada con una manta. Las sillas del comedor aparecían boca abajo para hacer un fuerte en las inmediaciones del árbol de Navidad. Con los rostros pintarrajeados, los chicos corrían de un lado a otro en pijama, blandiendo sables luminosos de plástico y armando suficiente ruido para despertar a los muertos. Su ex marido estaba agazapado detrás del sillón reclinable, con una bata sobre la ropa, un pañuelo negro atado a la cabeza y una espada fosforescente de samurai en la mano.
– Bienvenida a casa, mamá -canturreó mientras dejaba el bolso sobre la mesa del comedor-. ¿Has tenido un buen día? La verdad es que no -se respondió a sí misma-, pero gracias por tu interés. Estoy encantada de estar en casa, donde reina la paz y el orden, y me siento arropada por el amor de todos.
Kyle fue el primero en reaccionar. Se detuvo en seco, y la sonrisa se borró de su rostro mientras miraba alternativamente a sus padres. Contaba dos años más que R. J., por lo que recordaba la hostilidad reinante al final de su matrimonio, y era muy sensible a la tensión suspendida entre ellos.
– Hola, mamá -saludó, mirando el juguete que tenía en la mano antes de dejarlo en el suelo, como si le diera vergüenza que lo hubieran sorprendido en plena diversión.
Poseía la apostura de su padre, pero en sus facciones se advertía una seriedad de la que carecía Speed.
– Hola, grandullón -dijo Liska.
Se acercó a él, le alborotó el cabello y lo besó en la frente. Kyle clavó la mirada en el suelo.
R. J. chilló como un cerdo y echó a correr en círculos sin dejar de blandir el sable, negándose obstinado a tomar nota de la presencia de su madre. Una conocida oleada de furia la inundó al mirar a su ex.
– Hola, Speed, cuánto me alegro de verte. Otra vez. Te comportas casi como un padre o algo parecido. ¿Dónde está Heather?
– La he enviado a casa -repuso Speed al incorporarse-. ¿Por qué pagar a la canguro si no hace falta? Hoy tenía un poco de tiempo y he venido.
– Qué considerado al preocuparte por mi situación económica -se mofó Liska, deseosa de añadir «sobre todo teniendo en cuenta que nunca te has molestado en contribuir a la causa», aunque contuvo la lengua por el bien de los chicos-. Es hora de irse a la cama, chicos -añadió, jugando de nuevo a ser la mala y detestando a Speed por obligarla a ello-. Id a lavaros la cara y cepillaros los dientes, por favor.
Kyle se dispuso a salir del salón. R, J. se la quedó mirando con los ojos muy abiertos y de repente profirió un espeluznante grito de guerra mientras daba un salto y agitaba los brazos como un auténtico ninja.
Kyle se acercó a él y lo asió del brazo.
– Basta, tonto -espetó con voz severa.
Liska no lo reprendió.
– Ya sé que estás acostumbrado a hacer lo que te sale de las narices -dijo a Speed en cuanto sus hijos se fueron-, pero los chicos van a la escuela y para ello necesitan ciertas horas de sueño.
– Por una vez que se acuesten tarde no pasa nada, Nikki.
– No.
Pero ¿por qué precisamente aquella noche?, quiso preguntarle, aunque calló por temor a romper a llorar si lo hacía. Estaba demasiado agotada para aguantar a Speed, y de la hamburguesa de Kovac ya hacía horas. Se restregó el rostro con las manos y se alejó de él en dirección a la cocina, donde empezó a rebuscar en una de las alacenas bajas.
Vio que Speed adoptaba una de sus poses en la puerta. Se había quitado el albornoz y dejado al descubierto una camiseta negra de Aerosmith que se tensaba sobre el pecho y el vientre plano. Las mangas apenas contenían los músculos bien definidos de sus brazos; tenía aspecto de haber hecho muchas pesas últimamente. Se quitó el pañuelo de la cabeza y se alborotó el cabello corto, que no tardó en despeinarse en todas direcciones.
– ¿Quieres hablar de ello? -preguntó.
– ¿Desde cuándo hablamos?
– Empecemos hoy -sugirió Speed con un encogimiento de hombros.
Sacó una caja de bolsas de basura azul semitransparentes de una alacena y comprobó la resistencia de una de ellas.