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– Cuídate, Nikki -dijo por fin en voz baja-. Eres demasiado valiente.

– Soy lo que necesito ser -replicó ella. Speed esbozó una sonrisa triste y la soltó.

– Lástima que yo nunca fuera lo que necesitabas.

– Yo no diría que nunca -puntualizó Liska, si bien mantuvo la mirada clavada en el suelo.

No lo siguió con la mirada mientras se alejaba, pero sí cuando subió al coche y dio marcha atrás para salir de la entrada. Permaneció inmóvil delante de su casa hasta que los faros posteriores no fueron más que un vago recuerdo. Y entonces estuvo de nuevo sola, se dijo mientras miraba la ventanilla remendada. O al menos eso esperaba.

Entró en la casa por la puerta trasera, cerró con llave y encendió la luz. Cuando se retiró al dormitorio, sola, un sedán oscuro pasó por delante de su casa… por segunda vez.

Capítulo 12

La casa de Andy Fallon era una mancha oscura en el barrio; la única iluminación procedía de las luces del porche del vecino reflejadas en la cinta policial amarilla que sellaba la puerta principal.

Kovac despegó la cinta y abrió con la llave. Siempre se le antojaba una intrusión entrar en una casa que había pasado por la criba de los técnicos forenses. Al menos una docena de desconocidos había examinado, pisoteado y escudriñado toda la vivienda sin el consentimiento de su propietario. Habían tocado efectos personales, violado la santidad de la intimidad. Habían emitido juicios y hecho comentarios, y todo ello permanecía suspendido en el aire como un olor acre. Sin embargo, Kovac siempre intentaba regresar al lugar de los hechos si tenía ocasión, a fin de recorrer las estancias y hacerse una idea acerca de la personalidad de la víctima antes de convertirse en fiambre.

Empezó por el salón, junto al árbol de Navidad, un abeto decorado con pequeñas bombillas transparentes y una guirnalda de cuentas rojas. Era un árbol hermoso que despedía una fragancia a pino artificial. Kovac se arrodilló, inspeccionó las etiquetas de los escasos regalos envueltos y tomó nota de los nombres. Casi todos ellos eran de Andy Fallon para Kirk, Aaron y Jessica… Cotejaría los nombres con las entradas en la agenda de Fallon para intentar determinar un círculo de amistades, y repetiría la operación con las felicitaciones navideñas que llenaban una cesta sobre la mesilla de café.

Se dirigió al rincón que albergaba la televisión y el vídeo para leer los títulos de las cintas. Milagro en la Calle 34, Holiday Inn, Qué bello es vivir… una película que empezaba con un hombre a punto de suicidarse, pero que tenía el típico final almibarado de Hollywood. Ningún ángel llamado Clarence había rescatado a Andy Fallon de su destino. Kovac sabía por experiencia que nunca había un ángel a mano cuando más lo necesitabas.

Cruzó el comedor de camino a la escalera. La estancia parecía estar en desuso, como sucedía con casi todos los comedores.

El baño principal situado al final de la escalera estaba repleto de los típicos artículos que un hombre necesita a diario. No había toallas en la cesta de la colada, aunque quizá se las habían llevado los técnicos para analizarlas en busca de pelos y fluidos corporales que sirvieran para el examen de ADN. Si la muerte de Fallon hubiera sido un asesinato evidente o se hubiera determinado como tal, podría haber ordenado a los técnicos que limpiaran los desagües de los lavabos para ver si encontraban pelos. A lo largo de su carrera, con semejantes pruebas nunca habían conseguido gran cosa, pero los fiscales siempre las acogían con satisfacción. Sin embargo, aquel caso estaba oficialmente cerrado, de modo que nadie se dedicaría a pescar pelos de la bañera de Andy Fallon.

En el botiquín encontró un frasco de Zoloft, un antidepresivo recetado por el doctor Seiros. Kovac anotó toda la información pertinente y volvió a dejar el frasco en el estante. Junto a él había un frasco de analgésicos y otro de melatonina, pero ni rastro de Ambien.

El olor a muerte aún se percibía en el dormitorio pese al ambientador. Habían buscado huellas latentes, por lo que sobre las mesillas de noche y la cómoda se apreciaba una finísima capa de polvo. Por lo demás, la habitación estaba limpia como la de un hotel sin estrenar. La colcha azul aparecía completamente lisa sobre la cama de dosel. Kovac retiró una esquina y vio que las sábanas estaban impecables. A diferencia de su padre, Andy Fallon no tenía montones de ropa sucia en el suelo ni tarros de mermelada con restos de whisky desparramados por todas partes. Su armario estaba muy ordenado; doblaba la ropa interior y guardaba los calcetines emparejados en los cajones de la cómoda.

Sobre la mesilla de noche se veía un libro de tapas duras sobre el viaje malogrado de un joven a los agrestes parajes de Alaska, probablemente lo bastante deprimente para justificar uno o dos Zolofts de más. En el cajón había un walkman, media docena de cintas de relajación y meditación y un par de caramelos para la tos de miel y limón. La mesilla del otro lado contenía una selección de velas chatas de color marfil en un cuenco metálico, cajas de cerillas de distintos restaurantes y bares, así como un frasco de lubricante íntimo.

Kovac cerró el cajón, paseó la mirada por el dormitorio y pensó en Andy Fallon. El buen hijo. Concienzudo. Nunca daba problemas. Siempre deseoso de destacar. Sobre la cómoda estaba la misma fotografía que Mike había destrozado en un arranque de dolor. Andy el día en que se graduó en la academia de policía. La copia de Andy estaba en un rincón, donde no pudiera caer por accidente. Un recuerdo que Andy Fallon había conservado y refrescado cada día de su vida pese a la tensión reinante entre él y su padre.

Una oleada de tristeza recorrió a Kovac, despojándolo de toda energía. Tal vez esa era la razón por la que nunca había intentado en serio ser nada más que un policía. Había visto demasiadas familias desgarradas como trapos viejos, destruidas por culpa de expectativas poco realistas o incumplidas. La gente nunca se conformaba; querer ser más, querer ser mejor, querer lo inalcanzable formaba parte de la naturaleza humana.

Respiró hondo y cuando estaba a punto de salir de la habitación se detuvo en seco, pues acababa de percibir un levísimo olor a tabaco frío. En un principio creyó que procedía de su propia ropa, pero enseguida descartó tal posibilidad. No, era un olor semioculto tras el ambientador con olor a pino, casi imperceptible, pero no del todo.

En la habitación no había ceniceros ni paquetes de cigarrillos medio vacíos. No había hallado en ninguna parte de la casa pruebas que señalaran a un fumador, y los técnicos forenses tenían prohibido fumar mientras trabajaban.

Steve Pierce fumaba. Kovac pensó de nuevo en la impresión de que Pierce ocultaba un secreto importante, y recordó también a la hermosa señorita Daring.

Se volvió una vez más hacia la cama. Hecha a la perfección, con sábanas limpias. Nadie se había sentado sobre ella siquiera. ¿No resultaba un poco extraño? Habían encontrado a Fallon ahorcado a escasa distancia de la cama, de espaldas a ella. Kovac imaginaba que un hombre dispondría el escenario de su suicidio o de un juego sexual, y luego se sentaría a reflexionar sobre los pormenores antes de rodearse el cuello con una soga.

Se situó en el punto sobre el que había colgado el cadáver de Fallon y comprobó la distancia que lo separaba de la cama. Uno o tal vez dos pasos cortos. Miró su rostro ceñudo reflejado en el espejo de cuerpo entero. Lo siento.

Las palabras seguían escritas en el vidrio. Habían encontrado el rotulador que, con toda probabilidad, se había utilizado para escribirlas. No tenía nada de especial; un rotulador indeleble negro marca Sharpie sobre la cómoda. Kovac se propuso llamar al forense para verificar si habían encontrado huellas en él.

El martes habían tomado las huellas de Pierce en la cocina para su eliminación. Era el procedimiento habitual, si bien a Pierce no le había hecho ni pizca de gracia. ¿Tal vez porque sabía que podían encontrar huellas suyas en el dormitorio? ¿O en el cajón de la mesilla de noche que contenía el lubricante? ¿O en uno de los postes del dosel? ¿O en el espejo? ¿O en el rotulador?