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No resultaba difícil imaginar la escena. Pierce y Fallon eran amantes en secreto y les gustaban los juegos peligrosos. Aquel juego en particular salió mal, Fallon murió, y Pierce fue presa del pánico. O quizá el asunto no era tan inocente. Fallon pretendía que Pierce se comprometiera y dejara de una vez a su prometida. Quizá Pierce temiera que su cómodo futuro en el seno de Daring-Landis se fuera al garete si Fallon lo delataba. Tal vez Steve Pierce regresara al lugar de los hechos el martes para eliminar todo rastro de su presencia y luego llamara a la policía para convertirse en el amigo desconsolado.

Recorrió por última vez la habitación con la mirada y después bajó la escalera. En la cocina abrió las alacenas en busca de más medicamentos, pero no halló ninguno, como tampoco encontró vasos sucios sobre el mostrador. El lavaplatos había sido puesto en marcha con media carga: tres platos, algunos cubiertos, una selección de vasos y tazas, dos copas de vino. Junto a la cocina había un trastero, donde la lavadora y la secadora quedaban ocultas tras unas puertas de celosía. Dentro de la lavadora había toallas y sábanas casi adheridas a la pared del tambor a causa del centrifugado.

O bien Andy Fallon quería dejar su casa en perfecto orden antes de morir o bien alguien intentó limpiarla después de su muerte, una posibilidad que ponía a Kovac los pelos de punta.

En la planta baja había dos dormitorios, situados en el pasillo que conducía a la escalera. El más pequeño era una habitación de invitados carente de interés, mientras que el más espacioso se había transformado en un despacho, con una mesa modesta, librerías y un par de armarios archivadores. Kovac encendió la lámpara de la mesa y registró los cajones de la mesa, procurando verlo todo, pero sin desordenar nada.

Muchos policías a los que conocía conservaban los expedientes de sus casos pasados. Él mismo tenía el sótano lleno de ellos. Si Dios existía, Andy Fallon habría guardado una copia del expediente relativo a la investigación del asesinato de Curtis. En tal caso, existían bastantes probabilidades de que lo hubiera archivado bajo la letra C como un buen autómata reprimido de Asuntos Internos.

El primer archivador contenía información económica personal y declaraciones de la renta, pero el segundo le proporcionó el premio gordo. Contenía carpetas de cartulina pulcramente ordenadas, con etiquetas sobre las que se veían los apellidos de los sujetos escritos en letra de imprenta negra, seguidos de los ocho dígitos que componían el número de caso. Ninguno de ellos correspondía a Curtis, Ogden ni Springer.

Kovac se sentó en la silla de Andy Fallon y la hizo girar de un lado a otro. Si la investigación de Curtis obsesionaba al chico, el expediente debería estar allí. Los archivadores no estaban cerrados con llave, así que cualquiera podría haber birlado el expediente. Se le ocurría la posibilidad de que hubiera sido Ogden, aunque no le parecía que el subterfugio fuera uno de sus puntos fuertes, a diferencia de destrozar bloques de hormigón con la frente, que sí lo era. En cualquier caso, resultaba imposible saber quién había entrado y salido de la casa entre la muerte de Fallon y el descubrimiento de su cadáver. Había demasiadas horas en la zona oscura, demasiadas personas en aquel barrio que solo se ocupaban de sus propios asuntos.

Barajó distintas posibilidades en un intento de hallar el modo de hacerse con el expediente original de Asuntos Internos, pero no se le ocurrió ninguna idea brillante, pues todos los caminos topaban con la barrera de la hermosa teniente Savard. No podía acceder al expediente sin su ayuda, y ella no tenía la menor intención de ponérselo fácil, en ningún sentido.

La recordaba vívidamente de pie tras la mesa de su despacho, un rostro que parecía sacado de una revista de cine de la era en blanco y negro, de Veronica Lake. Y de algún modo sabía que lo que se ocultaba tras aquel físico era un misterio merecedor de la atención de cualquier gran detective, ya fuera real o de ficción. Eso lo atraía tanto como su belleza. Quería colarse por la puerta secreta y descubrir qué motor la propulsaba.

– Como si tuvieras alguna posibilidad, Kovac -masculló entre dientes, asombrado y avergonzado por sus pensamientos-. Tú y la teniente de Asuntos Internos. Ja, ja, ja.

De repente, mientras perdía el tiempo pensando en una mujer a la que no podía tener, notó que faltaba algo en el despacho de Andy Fallon. No había ordenador. El cable de la impresora, con su ancho conector de puerto, yacía sobre la mesa como una serpiente de cabeza chata, mientras que el otro extremo estaba conectado a una impresora de chorro de tinta. Kovac registró una vez más los cajones y encontró una caja de disquetes vacíos. Al abrir el cajón que contenía los expedientes comprobó que cada uno de ellos incluía un disquete. Se dirigió a la librería y entre la colección de manuales de instrucciones para el teléfono/fax, la impresora y el equipo de música, halló un manual de uso para un ordenador portátil IBM ThinkPad.

– ¿Y dónde está? -se preguntó en voz alta.

Mientras consideraba las distintas alternativas, un sonido penetró en su conciencia. Era un estridente sonido electrónico procedente de otra parte de la casa, un pitido seguido del crujido de un tablón de la tarima que cubría el suelo. Apagó la lámpara de la mesa para sumir la estancia en la oscuridad. Su mano se deslizó automáticamente sobre la Glock que llevaba enfundada en la cintura mientras caminaba hacia la puerta, y salió al pasillo en cuanto sus ojos se habituaron a las tinieblas.

Por la fuerza de la costumbre había apagado la luz de cada habitación después de haberla examinado, a fin de no llamar la atención de los vecinos. La única iluminación de la casa era la escasa luz blanca que se filtraba por los paneles de vidrio de la puerta principal, suficiente para dibujar la silueta de una persona.

Kovac desenfundó la Glock, la sostuvo en la mano derecha y localizó el interruptor de la luz del pasillo con la izquierda.

La figura se llevó una mano al rostro.

Kovac contuvo el aliento, esperando el chasquido del gatillo.

– Sí, soy yo -murmuró una voz masculina-. Estoy en la casa y…

– ¡No se mueva! ¡Policía! -gritó Kovac al tiempo que encendía la luz.

El hombre dio un respingo, profirió un grito, abrió los ojos de par en par, los entornó para protegerse de la luz y se llevó la mano libre al rostro como si pretendiera protegerse de las balas. Del teléfono móvil que sostenía en la mano brotó una voz lejana.

– No, no sucede nada, capitán Wyatt -lo tranquilizó el hombre, bajando muy despacio la mano libre y sin apartarse el móvil del oído-. Solo es uno de los detectives estrella de la ciudad haciendo su trabajo…

– Cuelgue el teléfono -ordenó Kovac, ceñudo.

Kovac estudió con detenimiento al hombre que tenía ante sí, sin guardar la Glock porque estaba cabreado y quería demostrarlo. De inmediato lo reconoció de la fiesta. Era el guaperas de cabello negro y olor a culo de Ace Wyatt.

El guaperas se lo quedó mirando.

– Pero es…

– Cuelgue el puto teléfono, listillo. ¿Qué coño está haciendo aquí? La casa está sellada.

El hombre de Wyatt cerró la pestaña del teléfono y se lo guardó en el bolsillo interior del caro abrigo color carbón que llevaba.

– El capitán Wyatt me pidió que me reuniera con él aquí. Razón más que suficiente para…

– ¿Para qué, listillo? -lo atajó Kovac, avanzando hacia él pistola en ristre-. Podría haberle volado la cabeza. ¿Nunca ha oído hablar del invento del timbre?

– ¿Por qué iba a llamar a la puerta de un muerto?

– ¿Por qué ha venido?

– El capitán Wyatt viene para aquí con Mike Fallon. El señor Fallon tiene que elegir el atuendo funerario para su hijo -explicó en el tono que se emplea para hablar con un retrasado-. Yo trabajo para el capitán Wyatt. Me llamo Gavin Gaines, por si se cansa de llamarme listillo.