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Exhibía una sonrisa demasiado autocomplaciente, se dijo. Kovac. Detestaba profundamente a los cabrones con licenciatura.

– ¿Va a esposarme? -preguntó Gaines, extendiendo las manos.

Fuera se oyó el golpe de una puerta de coche al cerrarse.

– No se ponga chulo -advirtió Kovac mientras enfundaba de nuevo la Glock -. Claro que eso no puede evitarlo. ¿Le importaría explicarme qué función desempeña exactamente a las órdenes del capitán América?

– Asistente personal, relaciones públicas, enlace con la prensa… Lo que necesite.

Es decir, recadero y chupapollas.

– Pues ahora lo necesita para que le ayude a entrar al señor Fallon en la casa -anunció Kovac antes de abrir la puerta principal-. ¿O estropeará eso su imagen?

Gaines rechinó los perfectos dientes.

– Como ya le he dicho, estoy aquí para lo que el capitán necesite. Vivo para servir.

Tuvieron que subir a Fallon entre los dos, pues el ex policía colgaba de ellos como un peso muerto. Peor que cuando estaba borracho, pensó Kovac. De algún modo, el dolor había incrementado su masa corporal, y la desesperación lo había despojado de todas sus fuerzas. Ace Wyatt llevaba la silla de ruedas.

– Sam, tengo entendido que has estado a punto de acabar con mi mano derecha -lo saludó Wyatt, rey de la afabilidad.

– Si le pagas por neurona, me parece que te debe algo -comentó Kovac-. Anda un poco justo de sentido común.

– ¿Por qué lo dices? Gavin no ha irrumpido en el escenario de un crimen, de modo que no tenía por qué esperar encontrarse a nadie. ¿A qué has venido tú, por cierto?

– A echar un vistazo, lo de siempre -repuso Kovac-. En busca de piezas.

– Ya sabes que la muerte de Andy fue declarada accidental -murmuró Wyatt en voz baja, mirando a Mike Fallon, que estaba sentado de nuevo en la silla.

Gavin se encontraba a cierta distancia, esperando con las manos entrelazadas ante él y la mirada perdida en el árbol de Navidad, una mirada que a buen seguro había copiado de los actores que representaban a agentes del Servicio Secreto en las películas.

– Eso he oído -espetó Kovac-. Qué amable por tu parte acelerar el proceso.

– ¿Por qué prolongar la agonía de Mike? -comentó Wyatt, sin percatarse del sarcasmo-. No beneficiaba a nadie considerar que fue un suicidio.

– Bueno, sí, a la aseguradora, pero que le den.

– Mike lo dio todo por el departamento -recitó Wyatt-. Dio sus piernas, a su hijo… Lo mínimo que pueden hacer es pagar el seguro e intentar paliar el golpe.

– Y tú te has encargado de que sea así.

– Mi última buena acción como capitán.

Dicho aquello, Wyatt esbozó una versión cansina de su famosa sonrisa. Su piel ofrecía un aspecto algo amarillento a la luz del pasillo, y las arrugas que le rodeaban los ojos parecían más profundas que dos noches atrás. No llevaba maquillaje.

Su última buena acción. Encajaba como anillo al dedo, pensó Kovac, teniendo en cuenta que el caso que había impulsado a Ace Wyatt al estrellato había sido el que acabó con la carrera de Mike Fallon.

– ¿Dónde está mi chico? -rugió Mike.

Kovac se acuclilló junto a la silla.

– No está, Mikey, ¿recuerdas que te lo dije?

Fallon se lo quedó mirando con el rostro impávido, pero lo sabía. Sabía que su hijo ya no estaba, sabía que debería enfrentarse a ello y seguir adelante. Pero si podía seguir fingiendo un poquito más… Los viejos tenían derecho a eso.

– Si quiere puedo ocuparme de escoger la ropa, capitán -se ofreció Gaines, caminando hacia la escalera.

– ¿Es eso lo que quieres tú, Mike? -terció Kovac-. ¿Que un desconocido elija la ropa que llevará tu chico durante toda la eternidad?

– No tendrá vida eterna -masculló Fallon en tono lúgubre-. Se quitó la vida, y eso es un pecado mortal.

– No lo sabes, Mikey. Puede que fuera un accidente, como dice el forense.

Fallon se lo quedó mirando unos instantes.

– Sí que lo sé. Sé lo que era y sé lo que hizo. -Sus ojos se llenaron de lágrimas, y empezó a temblar-. No puedo perdonarlo, Sam -musitó, asiéndolo del brazo-. Que Dios me ayude… No puedo perdonarlo. Lo odiaba. ¡Lo odiaba por lo que hacía!

– No hables así, Mike -intervino Wyatt-. No lo dices en serio.

– Deja que se desahogue -ordenó Kovac con sequedad-. Solo él sabe lo que dice en serio.

– ¿Por qué no se limitó a hacer lo que le decía yo? -masculló Fallon entre dientes, hablando consigo mismo o con su Dios, el Dios que tenía a un gorila en la puerta del cielo para impedir el paso a homosexuales, suicidas y cualquier otro ser que no cupiera en los estrechos confines de la mente de Mike Fallon-. ¿Por qué?

Kovac le apoyó una mano en la cabeza, una bendición de policía a policía.

– Vamos, Mike, hagámoslo de una vez.

Dejaron la silla de ruedas al pie de la escalera, y una vez más, Kovac y Gaines llevaron a Fallon escalera arriba, seguidos de Wyatt. Sentaron al anciano en el borde de la cama, de espaldas al espejo en el que se veía la disculpa por la muerte de su hijo. Sin embargo, nada podía hacerse respecto al olor, un olor que todo policía conocía a la perfección.

Mike Fallon bajó la cabeza y rompió a llorar en silencio, absorto en el tormento de preguntarse qué había salido mal con su hijo. Gaines fue a mirar por la ventana. Wyatt se quedó al pie del lecho, contemplando el espejo con el ceño fruncido.

Kovac fue al vestidor y sacó un par de trajes de Andy Fallon, preguntándose quién se ocuparía de aquellos detalles cuando le llegara la hora a él.

– ¿Te gusta alguno de estos dos, Mike? -inquirió al salir con un traje azul en una mano y uno gris oscuro en la otra.

Fallon no respondió. Tenía la mirada fija en la fotografía de la cómoda, la de Andy el día de su graduación. Una fracción de segundo de orgullo y felicidad.

– Los padres no deberían sobrevivir a los hijos -murmuró-. Deberían morir antes de que los hijos les rompan el corazón.

Capítulo 13

Los padres no deberían sobrevivir a los hijos.

Él no debería haber sobrevivido a su hijo.

No había sobrevivido a su hijo.

Visualiza toda la escena como si no hubieran transcurrido dos décadas. La noche silenciosa. El chirrido de las suelas de sus zapatos. El sonido de su respiración.

La casa parece inmensa. Sin duda se debe a la adrenalina. La puerta está entreabierta.

En la cocina, los fluorescentes blancos instalados bajo el mostrador zumban como cables de alto voltaje. Atravesar la oscuridad. Habitaciones en tinieblas, la luna reluciente que entra por las ventanas. Un silencio que le oprime los oídos. Segundos que transcurren a cámara lenta.

Se mueve con andar atlético. (Es una sensación vivida pese a que hace veinte años que no siente nada por debajo de la cintura. Recuerda la tensión en todos y cada uno de los músculos de su cuerpo, las piernas, la espalda, los dedos de la mano izquierda curvados en torno a la culata del arma, las contracciones del corazón.)

Ahí está. Sorpresa al ver algo que no acaba de recordar. La muerte en un repentino destello blanco y azul. Una explosión atronadora cuya fuerza lo empuja hacia atrás mientras dispara por puro reflejo.

Agente herido.

Ciego. Sordo. Flotando.

Incredulidad. Pánico. Liberación.

Estoy muerto.

Ojalá se hubiera quedado así.

Escudriña la oscuridad, escucha su propia respiración, percibe su fragilidad, su mortalidad, y se pregunta por enésima vez por qué no murió aquella noche. Lo ha deseado muchísimas veces, pero nunca ha hecho nada al respecto, nunca ha reunido valor suficiente. Ha seguido vivo, sumergiéndose en amargura, alcohol y drogas. Veinte años en el purgatorio, un purgatorio del que nunca ha salido porque se niega a mirar a los demonios de hito en hito.