Выбрать главу

Ahora se enfrenta a uno. Aun sumido en el estupor de las drogas, lo ve con claridad y lo reconoce; es el Demonio de la Verdad. El Ángel de la Muerte.

El demonio le habla en voz baja, con gran serenidad. Ve moverse su boca, pero el sonido parece proceder de su propia cabeza.

Te ha llegado la hora, Mike. Los padres no deberían sobrevivir a sus hijos.

Mira su viejo revólver reglamentario, un 38 con una profunda cicatriz en la culata, por la que pasó la bala destinada a él antes de seccionarle la médula espinal. El arma con que, según afirman, mató al asesino aquella noche, la última noche de su carrera.

Oye un gritito de miedo y supone que lo ha proferido él, si bien suena muy lejano. Intenta empujar las ruedas de la silla con las manos, como si su cuerpo pretendiera escapar del destino que su mente ya ha aceptado. Qué extraño.

Se pregunta si Andy sentiría lo mismo, esa intensificación del miedo a medida que la soga se tensaba alrededor de su cuello. Dios, qué sentimientos desencadenaba aquella imagen en su interior. Vergüenza, furia, culpa, odio y amor.

– Yo lo quería -dice con voz pastosa; la saliva le resbala en un reguero por la barbilla-. Lo quería, pero también lo odiaba. Fue culpa suya.

Pronunciar esas palabras es como clavarse un cuchillo en el pecho una y otra vez. Sin embargo, no puede dejar de repetirlas, de pensarlas, de odiar a Andy, de odiarse a sí mismo. ¿Qué clase de hombre odia a su propio hijo? De nuevo profiere un grito, esta vez una suerte de aullido agónico que sube y baja como una sirena. Solo el demonio lo oye. Está solo en el mundo, en la noche. A solas con su demonio, el Ángel de la Muerte.

Los padres no deberían sobrevivir a sus hijos. Deberían morir antes de que los hijos les rompan el corazón. O antes de romper el de ellos. Tú lo mataste. Lo odiabas. Lo mataste.

– Pero también lo quería, ¿es que no lo entiendes?

Vi lo que le hiciste, cómo le rompiste el corazón. Lo dio todo por ti, y tú lo mataste.

– No, no -farfulla, percibiendo el sabor de las lágrimas mientras el pánico y la angustia se acumulan en su garganta-. No me hacía caso. Se lo dije una y otra vez, se lo dije… Maldito sea -solloza-. Maldito maricón.

Las lágrimas de dolor brotan de él un grito inarticulado. Agita los brazos ante el demonio en un intento de golpearlo.

Lo mataste.

– ¿Cómo iba a hacer una cosa así? -vocifera-. ¡Era mi niño!

¿Quieres liberarte, Mike? ¿Quieres acabar con el dolor?

Acaba con el dolor…

Es una voz seductora, tentadora. Mike grita de nuevo, ahogándose casi con el miedo que lo atenaza.

Acaba con el dolor.

¡Es pecado!

Es tu redención.

Hazlo, Mike.

Acaba con todo.

El cañón gélido del arma lo besa en la mejilla. Las lágrimas mojan el acero negro.

Acaba con el dolor.

Después de tantos años.

Hazlo.

Entre sollozos, abre la boca y cierra los ojos.

El destello es cegador, la explosión, ensordecedora.

Ya está hecho.

El humo serpentea sinuoso por el aire quieto.

Pasa el tiempo. Un instante. Dos.

Respeto por los muertos.

Luego otro destello y el zumbido de un motor de cámara Polaroid.

El Ángel de la Muerte se guarda la fotografía en el bolsillo, se da la vuelta y se aleja.

Capítulo 14

Despertó de un sueño inquieto y poblado de pesadillas, y lo vio. Estaba de pie junto a su cama, una silueta recortada contra la luz mortecina que se filtraba por los resquicios de la puerta del baño, enorme, sin rostro, con hombros como laderas de montañas.

El pánico se apoderó de ella, estallando en su pecho y su cuello, impidiéndole respirar, desgarrándole el estómago como metralla. Los músculos de sus brazos y piernas se movieron espasmódicos.

¡Corre!

El hombre levantó ambas manos y soltó algo cuando se disponía a incorporarse. Lo vio acercarse como a cámara lenta, el cuerpo grueso y retorcido de una serpiente cuyos colores veía con toda claridad; vientre color crema, lomo marrón y negro.

Agitando los brazos, se abalanzó hacia delante. Por una fracción de segundo, el desconcierto le zarandeó el cerebro. El mundo quedó sumido en las tinieblas. No veía. No sentía. El suelo parecía haberse volatilizado bajo sus pies pese a que corría con todas sus fuerzas.

Algo la golpeó junto al ojo derecho y en la mejilla con un impulso que le recordó un martillo. Su cuello se dobló hacia atrás, y creyó haber proferido un grito. De repente, todo movimiento cesó, y comprendió que se había golpeado contra el suelo.

Dios mío, me he roto el cuello.

Sigue en la habitación.

No puedo moverme.

La conciencia se le escurría como un animal mojado. Se aferró a ella con toda su fuerza de voluntad, obligando a su cerebro a continuar funcionando.

Si pudiera mover las piernas… Sí.

Si pudiera mover los brazos… Sí.

Acercó los brazos al cuerpo y muy despacio intentó incorporarse. Sentía la cabeza pesada como un bolo, el cuello frágil como un palillo roto. Se puso de rodillas con el rostro entre las manos mientras el dolor se adueñaba de ella, palpitante. Las imágenes se sucedían parpadeando en su mente. Luz cegadora, negrura total. Luz cegadora, negrura total.

No ha sido real.

No ha sucedido.

Sin embargo, no había sido un sueño, sino más bien una alucinación. Estaba despierta, pero no consciente. Terrores nocturnos, los denominaban los expertos. Ella era una gran conocedora por experiencia propia de años y años.

A continuación llegó la consabida oleada de desesperación. Quería llorar, pero no podía. El sempiterno entumecimiento protector empezaba a hacer mella. No lo deseaba, tan solo se resignaba a su presencia, y por fin se levantó muy despacio.

Sosteniéndose la cabeza con una mano, encendió la lámpara de la cómoda. En la habitación no había nadie. La luz arrancaba un suave brillo al papel estucado color crema. La cama estaba vacía, la cabecera curvada y tapizada, desprovista de la habitual pila de almohadas, pues las había arrojado al suelo, además de volcar el vaso de agua que tenía sobre la mesilla de noche. Una mancha mojada oscurecía la alfombra color marfil. El despertador yacía en el suelo cerca del vaso vacío. Las cuatro y treinta y nueve minutos de la madrugada.

Avanzando despacio por el dolor, caminó hasta la cama y apartó las sábanas. No había ninguna serpiente. La parte lógica de su cerebro sabía que nunca había habido ninguna serpiente, pero aun así escudriñó el suelo. Casi esperaba ver la forma esbelta y oscura desaparecer bajo la puerta del vestidor.

Intentó calmar su respiración, un ejercicio para ella tan conocido como respirar. Le palpitaba la cabeza, y el dolor le atenazaba el cuello como un cuchillo. Tenía el estómago revuelto, y advirtió que la mano con que se sujetaba la cabeza estaba pegajosa. Había llegado el momento de evaluar los daños.

Amanda Savard se miró al espejo del baño, apenas consciente del entorno reflejado alrededor de su imagen. Suave, elegante, femenino… un decorado que se había creado para forjarse una sensación de seguridad y comodidad. Las mismas palabras que solían emplearse para describir la imagen que presentaba al mundo, aunque en ese momento tenía aspecto de haber combatido cinco asaltos en un cuadrilátero. Las inmediaciones de su ojo derecho aparecían tumefactas por el golpe, con una zona enrojecida donde la piel se le había quemado al deslizarse sobre la alfombra. El color se recortaba nítido contra la palidez de su piel. Con mucha delicadeza presionó las heridas con dos dedos en busca de fracturas, y el dolor le hizo rechinar los dientes.