La piel de Fallon estaba fresca. El rigor mortis empezaba a hacer su aparición en el rostro y el cuello, aunque todavía no en el torso. Sobre la base de esa observación, Kovac calculó que habría muerto cinco o seis horas antes, es decir, a las dos o las tres de la madrugada. El instante más solitario de la noche. Las horas parecían eternas cuando uno yacía despierto en la cama, con la mirada fija en las realidades más lúgubres de su vida.
Kovac salió de la habitación y de la casa, y se detuvo en la escalinata de entrada con la mirada perdida. Encendió un cigarrillo y se lo fumó, sintiendo que sus dedos se ponían rígidos por el frío. Tenía los guantes en los bolsillos, pero no se molestó en ponérselos. A veces, el dolor sentaba bien. Dolor físico como afirmación de la vida, como reconocimiento de un sufrimiento más hondo.
Deseó tomarse un whisky y brindar por el viejo, pero tendría que esperar. Apagó el cigarrillo y sacó el teléfono móvil.
– Aquí Kovac, de Homicidios. Envíenme a los técnicos forenses; tengo un cadáver. Y manden a los mejores. Era uno de los nuestros.
Estaba sentado en la escalinata, con el trasero bien envuelto en la trenca, fumándose el segundo cigarrillo, cuando llegó Liska.
– Joder, Tinks, ¿qué pretendes, acojonar a todo el barrio? -exclamó cuando su compañera se apeó del Saturn con la ventanilla improvisada.
– ¿Crees que el jefe de la patrulla de vigilancia del barrio llamará a la policía? -quiso saber Liska mientras se acercaba.
– Lo más probable es que te dispare por la calle. Primero dispara y luego haz preguntas. América a las puertas del nuevo milenio.
– Si tengo un poco de suerte, le dará al depósito de gasolina y volará este maldito trasto -masculló Liska-. No me vendría mal un poco de buen rollo esta semana.
– Ni a mí -convino Kovac.
Señaló con la cabeza el coche mientras Liska subía los peldaños nevados, haciendo caso omiso de la rampa para la silla de ruedas, que estaba despejada.
– ¿Qué ha pasado?
– Otra víctima de la degeneración moral de este país. En la rampa del aparcamiento Haaf, ni más ni menos -explicó Liska sin darle más importancia.
– El mundo se va al garete por momentos.
– Ya, pero eso es lo que nos da de comer.
– ¿Te han robado algo?
– Que yo sepa no. No había nada de valor, excepto mi dirección en el correo comercial.
– Eso no me gusta -dijo Kovac con el ceño fruncido.
– Bueno, en fin… ¿No te decía tu madre que te saldrían almorranas de sentarte sobre hormigón frío?
– No -negó Kovac, incorporándose con dificultad-, me decía que me quedaría ciego si me la cascaba.
– Qué imagen tan desagradable.
– No tanto como la que verás dentro.
Kovac se inclinó para apagar el cigarrillo y arrojar la colilla por el costado de la escalinata, tras un arbusto de enebro. Ambos guardaron silencio durante un momento mientras una tensión incómoda se formaba a su alrededor.
– Lo siento mucho, Sam -murmuró Liska por fin-. Sé que significaba mucho para ti.
– Siempre son los más duros los que acaban metiéndose el arma en la boca -suspiró Kovac.
Liska le propinó un leve empujón.
– Si me haces eso, te resucito para poderte pegar un tiro yo misma.
Kovac intentó sonreír, pero no pudo, de modo que desvió la mirada hacia la casa contigua. El vecino de Fallon tenía siluetas de conglomerado de los Reyes Magos delante del ventanal, dirigiéndose a visitar al Niño Jesús. Un schnauzer estaba meando sobre la pata de uno de los camellos.
– No soy tan duro, Tinks -confesó.
Tenía la sensación de que toda su armadura se había oxidado y empezaba a desmoronarse capa por capa, dejándolo expuesto y vulnerable. ¿Qué podía ser peor que eso? ¿Ser demasiado duro para sentir, demasiado distante para conmoverse, o bien ser abierto para dejarse rozar por las vidas y las emociones de otras personas, para experimentar el dolor de ese roce? Menuda elección para un día como aquel. Es como intentar decidir si prefieres que te apuñalen o te maten de una paliza, pensó.
– Me alegro -repuso Liska.
Le rodeó la espalda con un brazo y apoyó la cabeza en su hombro un instante. El contacto resultaba reconfortante, como agua fresca sobre una quemadura.
Mejor ser abierto, decidió acerca de la pregunta original. Rodeó a su vez los hombros de su compañera.
– Gracias -musitó.
– De nada, de verdad -replicó Liska muy solemne al tiempo que se apartaba-. A fin de cuentas, tengo una reputación que mantener. Y hablando de reputaciones… Adivina a quién he visto esta mañana desayunando en el famoso establecimiento Chez Cheap Charlie's.
Kovac esperó.
– A Cal Springer y Bruce Ogden.
– Que me aspen.
– Una pareja curiosa, ¿no te parece?
– ¿Se alegraron de verte?
– Sí, tanto como se alegrarían de tener piojos. Intuyo que no se trataba de una reunión concertada, porque Cal estaba sudando como un monje en un burdel, y se abrió a la primera de cambio.
– La verdad es que está muy nervioso para haber quedado libre de toda sospecha.
– Y que lo digas. En cuanto a Ogden…
Escudriñó la calle como si buscara algo con que compararlo; en aquel instante pasó el camión de la basura.
– Ese tío es como un barril de nitroglicerina con un detonador defectuoso. Me encantaría echar un vistazo a su expediente.
– Savard me dijo que revisaría el expediente que Fallon había redactado sobre el caso Curtis para ver si había alguna anotación acerca de Ogden, si Ogden lo había amenazado y cosas por el estilo.
– Pero no tiene intención de mostrarte el expediente en cuestión.
– No.
– Estás perdiendo facultades, Sam.
Kovac lanzó una carcajada.
– ¿Qué facultades? Lo que espero es que se harte tanto de verme que acabe dándome lo que quiero solo para perderme de vista. Terapia de aversión.
– En fin, te aseguro que si no fuera una tía tan dura como soy, Ogden me habría dado un buen susto esta mañana -reconoció Liska-. Ahí estaba él, cerniéndose sobre mí como King Kong, y en lo único que podía pensar yo era en la paliza que le dieron a Curtis con el bate.
Kovac meditó unos instantes.
– ¿Insinúas que quizá Ogden era el que acosaba a Curtis y se vengó de él por quejarse a Asuntos Internos? Pero Ogden no se habría enterado de la investigación sobre Curtis de haber acosado a Curtis previamente. Eso solo pasa en las películas.
– Ya -suspiró Liska-. Si tú fueras Mel Gibson y yo Jodie Foster, podría pasar.
– Mel Gibson es muy bajito.
– Vale, pues si fueras… Bruce Willis.
– Es bajito y encima calvo.
– ¿Al Pacino?
– Parece como si le hubiera pasado una apisonadora por encima.
Liska bufó exasperada.
– ¿Harrison Ford?
– Ya está un poco vejete.
– Tú también -señaló Liska antes de volverse de nuevo hacia la calle-. ¿Dónde se han metido los técnicos forenses?
Dio unos saltitos para entrar en calor. No llevaba gorro, y el frío había teñido de rojo sus orejas.
– Cubriendo un caso de violencia doméstica terminal -repuso Kovac-. Fíjate, una tía dice que está harta de que su marido la viole cada vez que ella pierde el conocimiento por el alcohol… desde hace nueve años, así que lo apuñala en el pecho, la cara y la entrepierna con una botella de vodka rota.
– Uau, el homicidio absoluto [3].
– Muy bueno. Cuestión, que tardarán un rato.
– Bueno, pues entonces yo haré las fotos -propuso Liska, alargando la mano para que Kovac le diera las llaves de su coche y así poder ir a buscar la cámara.
Todo en regla. Cada muerte violenta debía procesarse como si fuera un homicidio.
Kovac entró con ella en la casa y empezó a tomar notas. La rutina proporcionaba cierto consuelo, siempre y cuando no recordara que la víctima había sido su mentor siglos atrás. Liska no soltó ninguno de los chistes macabros que utilizaba para quitar hierro a los espantosos escenarios. Durante un rato, el único sonido que se oyó fue el de la cámara mientras escupía fotografía espeluznante tras fotografía espeluznante. Al darse cuenta de que el sonido había cesado, Kovac alzó la vista del cuaderno.