– Y a piratas, Tarzán o lo que fuera. Debería haberse ahorcado aquí. Andy colgado en el jardín, y Iron Mike en la casa con un tiro en la cabeza. Yo podría haberme unido a la fiesta aparcando el coche en el garaje y dejando el motor encendido.
– ¿Cómo sonaba Mike anoche por teléfono?
– Como un cabrón, como siempre. «Quiero llegar al puto funeral a las diez en punto» -imitó de forma muy poco halagüeña, pero no por ello menos precisa-. «Espero que seas puntual.» Capullo de mierda -masculló, enjugándose la nariz con la mano enguantada.
– ¿A qué hora fue eso? Intento hacerme una idea acerca de la cronología de los acontecimientos -explicó Kovac-. Lo necesitamos para el informe.
Fallon se encogió de hombros sin dejar de mirar el árbol.
– No sé, a eso de las nueve o algo así.
– Imposible. Me encontré con él en casa de su hermano a las nueve.
– ¿Y qué hacía usted allí? -quiso saber Fallon, volviéndose hacia él.
– Echar un vistazo para atar un par de cabos sueltos.
– ¿Como qué? Andy se ahorcó. ¿Cómo puede tener dudas al respecto?
– Me gusta averiguar el porqué de las cosas -señaló Kovac-. Soy así de raro. Quiero saber en qué estaba trabajando, cómo iba su vida privada, cosas así… Para encajar las piezas y completar el rompecabezas, ¿entiende?
Si Fallon lo entendía, desde luego no le hacía ni pizca de gracia. Desvió la mirada y bebió otro trago de la petaca.
– Estoy acostumbrado a que la gente muera -prosiguió Kovac-. Los traficantes de drogas se matan por dinero. Los yonquis se matan por la droga. Los maridos y las mujeres se matan por odio. Toda locura tiene su método. Cuando una persona como su hermano, un hombre al que la vida sonríe, se mata, tengo que intentar encontrarle el sentido a su muerte.
– Pues buena suerte.
– ¿Qué le ha pasado en la cara?
Fallon intentó eludir el tema frotándose el cardenal como si quisiera borrarlo.
– Nada, que anoche tuve un pequeño encontronazo con un cliente en el aparcamiento.
– ¿Por qué razón?
– Hizo un comentario estúpido al que respondí diciendo algo respecto a sus preferencias sexuales y una oveja. Intentó darme un puñetazo y acertó.
– Eso es asalto -observó Kovac-. ¿Ha llamado a la policía?
Fallon soltó una risita nerviosa.
– Qué bueno. El tipo era policía.
– ¿Cómo? ¿Urbano?
– No llevaba uniforme.
– ¿Y cómo sabe que era policía?
– Por favor, como si no los reconociera a la legua.
– ¿Sabe cómo se llamaba? ¿Su número de placa?
– Claro, después de que me derribara, le pedí su número de placa. Mire, no quiero pasar por el trago de presentar una denuncia. No era más que un capullo que conocía a Andy. Hizo un comentario desagradable, y lo resolvimos fuera.
– ¿Qué aspecto tenía?
– El mismo que la mitad de los policías de este mundo -replicó Fallon con impaciencia.
Se guardó la petaca en el bolsillo del abrigo, sacó un paquete de cigarrillos e intentó encenderlo con mano temblorosa por el frío… o por el nerviosismo. Masculló un juramento entre dientes, consiguió encenderlo por fin y dio un par de chupadas.
– Ojalá me hubiera callado. No quiero saber nada más del asunto. Había tomado algunas copas de más, y soy un bocazas cuando bebo demasiado.
– ¿Era grandullón, menudo, blanco, negro, viejo, joven?
Fallon frunció el ceño y se removió inquieto, intentando escurrir el bulto y sin mirar a Kovac.
– Ni siquiera sé si lo reconocería si volviera a verlo. En cualquier caso, no tiene importancia.
– Podría tener muchísima importancia -contradijo Kovac-. Su hermano trabajaba en Asuntos Internos y se ganaba la vida granjeándose enemigos.
– Pero se suicidó -insistió Fallon-. Eso es lo que pasó, ¿no? Se ahorcó. Caso cerrado.
– Eso es lo que quiere todo el mundo, por lo visto.
– ¿Usted no?
– Quiero la verdad, sea cual sea.
Neil Fallon lanzó una carcajada, pero enseguida calló y siguió contemplando el jardín… o su pasado.
– Pues ha dado con la familia equivocada, Kovac. Los Fallon nunca se han inclinado por la verdad sobre ningún tema. Nos engañamos a nosotros mismos sobre nosotros mismos y nuestras vidas. Es lo que mejor se nos da.
– ¿A qué se refiere?
– A nada. Somos la familia americana por excelencia, al menos lo éramos hasta que dos terceras partes de nosotros decidieron suicidarse esta semana.
– ¿Podría alguien de su establecimiento identificar al tipo de anoche? -preguntó Kovac, de momento más preocupado por la idea de que Ogden se presentara en la tienda de Fallon que por el desmoronamiento de su familia.
– Estaba trabajando solo.
– ¿Algún cliente?
– Puede… Joder -masculló Fallon-. Ojalá le hubiera dicho que choqué contra una puerta.
– No sería el primero que lo intenta conmigo hoy -comentó Kovac-. En fin, ¿habló con Mike antes o después de la pelea?
Fallon exhaló el aire por la nariz en actitud impaciente.
– Después, me parece. ¿Qué más da?
– Mike iba bastante ciego cuando lo vi, no sé si de tranquilizantes o qué. Si habló con él después de eso, supongo que ya se le habría ido totalmente la olla.
– Ya. Cuando se trataba de machacarme, siempre estaba a la altura de las circunstancias -espetó Fallon con amargura-. Nunca se conformaba, nada era suficiente para compensar.
– ¿Compensar qué?
– El hecho de que yo no era él, Andy. Podría imaginarse que después de descubrir que Andy era marica… En fin, ahora está muerto, así que da igual. Se acabó. Por fin.
Miró de nuevo el roble, arrojó el cigarrillo a la nieve y miró el reloj.
– Tengo que ir al funeral. Tal vez consiga enterrar a uno antes de que el cadáver del otro se enfríe.
Miró a Kovac de soslayo antes de entrar en la casa.
– No es nada personal, Kovac, pero espero no volver a verlo nunca más.
Kovac guardó silencio, permaneció en la escalinata y contempló el árbol del ahorcado de los hermanos Fallon, imaginando a dos chicos con toda la vida por delante jugando a buenos y malos. Por aquel entonces, los lazos fraternos tejían la tela de sus vidas, dando forma a sus puntos fuertes, a sus debilidades, al resentimiento.
Si había algo de lo que las personas nunca se recuperaban, era la infancia. Si había un vínculo que no podía quebrarse, para bien o para mal, era el de la familia. Reflexionó sobre ello corno un oso que levanta rocas para ver qué alimento puede encontrar debajo. Pensó en los Fallon, en los celos, las decepciones y la rabia que se había interpuesto entre ellos. Pensó en el policía sin rostro con el que Neil Fallon se había peleado en el aparcamiento de su tienda.
¿Habría sido Ogden lo bastante imbécil para ir allí? ¿Por qué? O quizá «imbécil» no era la palabra adecuada. ¿Qué ganaba con ello? Tal vez esa era la pregunta clave.
Mientras sopesaba la cuestión, Kovac no podía dejar de pensar en que Neil Fallon ni siquiera había pedido ver a su padre, algo que los familiares de las víctimas casi siempre hacían. La mayoría de la gente se negaba a creer la mala noticia hasta que veía el cadáver con sus propios ojos. Neil Fallon no lo había pedido ni se había dirigido al baño al anunciar que iba a vomitar, sino que había salido derecho al jardín trasero.
Tal vez necesitaba aire fresco. Tal vez no había pedido ver a su padre muerto porque no era la clase de persona que necesitaba ver la imagen para creer la muerte, o quizá no tenía estómago para esas cosas.
O quizá les convenía comprobar si había residuos de pólvora en las manos de Neil Fallon.
En aquel momento, la puerta trasera se abrió, y Liska asomó la cabeza.
– Han llegado los buitres.
Kovac lanzó un gruñido. Había ganado un poco de tiempo pidiendo el equipo de técnicos forenses por el móvil, pero la central sin duda los había avisado por radio, y todos los periodistas del área metropolitana disponían de escáner. La noticia de un cadáver siempre atraía a los carroñeros. Según la prensa, el pueblo tenía derecho a conocer las tragedias de los desconocidos.