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Pierce lo miró de reojo y encendió su cigarrillo con un esbelto encendedor cromado que tenía aspecto de bala gigantesca. Le temblaban las manos. Miró fijamente la calle y exhaló muy despacio la primera bocanada de humo.

– Supongo que forma parte de la naturaleza humana -prosiguió Kovac, deseando haber cogido el sombrero antes de salir, pues sentía que todo el calor del cuerpo se le escapaba por la cabeza-. Todos cargamos con un montón de mierda por la que creemos tener que sentirnos culpables, como si eso nos convirtiera en mejores personas, como si existiera una ley contra el hecho de ser como uno es y punto.

– Existen muchas leyes contra eso -replicó Pierce sin desviar la vista de la calle-. Todo depende de cómo sea uno.

Kovac dejó aquellas palabras suspendidas en el aire unos momentos, esperando a que Pierce abriera de par en par la puerta que acababa de entreabrir.

– Claro, si uno es traficante de drogas o prostituta… ¿O se refería a algo menos evidente?

Pierce exhaló otra bocanada de humo.

– Como ser homosexual -sugirió Kovac.

Pierce movió los hombros y tragó saliva. Su nuez subió y bajó como una pelota.

– Depende de a quién se lo pregunte.

– A usted. ¿Cree que ser homosexual es para sentirse culpable? ¿Cree que es necesario ocultarlo?

– Depende de la persona y de sus circunstancias.

– Depende de si está prometido a la hija del jefe, por ejemplo -soltó Kovac. Siguió el misil hasta que se alojó en el pecho del objetivo. Pierce retrocedió un paso.

– Creo haberle dicho ya que no soy homosexual -masculló con voz tensa mientras miraba a su alrededor para comprobar si alguien los escuchaba.

– Me lo dijo.

– Pero es evidente que no me cree -constató Pierce, cada vez más furioso.

Kovac fumó con parsimonia. Tenía todo el tiempo del mundo.

– ¿Quiere preguntárselo a mi prometida? ¿Quiere que nos grabemos en vídeo mientras follamos? -Más furioso aún-. ¿Alguna postura en particular?

Kovac guardó silencio.

– ¿Quiere una lista de mis ex novias?

Kovac se limitó a mirarlo, haciendo caso omiso de su enfado, que se acumulaba visiblemente en el interior de Pierce con una suerte de frenesí que le costaba contener.

– He sido policía durante muchos años, Steve -dijo por fin-. Sé cuándo alguien me oculta algo, y usted oculta mucho.

Pierce parecía a punto de estallar.

– Acabo de perder al que era mi mejor amigo desde la universidad. Éramos como hermanos. ¿Cree que un hombre no puede llorar a un amigo sin ser homosexual? ¿Así es su vida, sargento? ¿Se pone una coraza por miedo a lo que los demás piensen de usted si llegan a descubrir la verdad?

– Me importa una mierda lo que los demás piensen de mí -replicó Kovac sin inmutarse-. No me juego nada, no intento impresionar a nadie. He visto a demasiada gente cargando secretos día tras día, hasta que la carga pesa demasiado y los mata de un modo u otro. Le estoy dando la oportunidad de liberarse de la suya.

– No me hace falta.

– Su amigo va a ser enterrado hoy. Si sabe usted algo, no quedará enterrado con él, Steve. Lo llevará colgado del cuello hasta que se lo quite.

– No sé nada -aseguró Pierce con una carcajada ronca que provocó una nube de humo y vapor-. No sé una mierda.

– Si estuvo allí aquella noche…

– No sé a quién se tiraba Andy, sargento -espetó Pierce con amargura, haciendo que varias personas que entraban en la iglesia se volvieran hacia él-. Pero no era a mí.

Le sobresalían los tendones del cuello, y tenía el rostro tan rojo como el cabello. Sus ojos se habían convertido en dos ranuras azules llenas de veneno y lágrimas. Arrojó el cigarrillo al suelo y aplastó la colilla con la puntera de su zapato caro.

– Y ahora, si me disculpa, soy portador del féretro y tengo que ayudar a transportar el cadáver de mi mejor amigo.

Kovac lo dejó marchar y apuró su cigarrillo, pensando que mucha gente lo habría tachado de cruel por lo que acababa de hacer, pero él no lo creía. Pensó en Andy Fallon ahorcado de la viga. Lo que hacía, lo hacía por la víctima. La víctima estaba muerta, y había pocas cosas más crueles que la muerte.

Aplastó el cigarrillo, recogió las dos colillas y las arrojó a una maceta situada cerca de la puerta. A través del vidrio vio que habían introducido el féretro en la nave desde un pasillo lateral, y un hombre corpulento de la funeraria daba instrucciones a los portadores del ataúd. Neil Fallon estaba algo apartado con el rostro impávido. Ace Wyatt apoyó una mano en el hombro del director de la funeraria y le susurró algo al oído. Gaines, el superasistente, permanecía en las inmediaciones, dispuesto a hacer cabriolas, dar la patita o lamer algún culo.

– ¿Va a entrar, sargento, o piensa presenciar el espectáculo desde el gallinero?

Kovac observó con ojos entornados el vago reflejo que había aparecido junto al suyo en el vidrio. Era Amanda Savard con su look de Veronica Lake. Gafas de sol sobredimensionadas y la cabeza envuelta en el chal. Pero no era un look, pensó Kovac, sino más bien un disfraz, lo cual era bien distinto.

– ¿Qué tal la cabeza? -se interesó.

– Lo único que me duele es el orgullo.

– Ya. Al fin y al cabo, ¿qué es una conmoción de nada para una mujer dura como usted?

– Una vergüenza -replicó ella-. Preferiría que dejáramos pasar el tema.

Kovac estuvo a punto de echarse a reír.

– No me conoce bien, teniente.

– No lo conozco en absoluto -puntualizó Savard mientras apoyaba una de sus pequeñas manos enguantadas en el picaporte-. Y quiero seguir así.

Era como si le estuviera agitando una bandera roja delante de las narices, pensó Kovac. Se preguntó si se daría cuenta, y en tal caso, a qué estaba jugando.

«Ya, tú y la teniente de Asuntos Internos. Y qué más, Kovac.»

– Nunca dejo pasar un tema -aseguró, obligándola a mirarlo por encima del hombro-. Creo que le conviene saberlo.

Inescrutable tras las gafas oscuras, Savard guardó silencio y entró en la iglesia. Kovac la siguió. Se la estaba ganando. La procesión formada por ataúd y deudos había recorrido el pasillo. El organista tocaba otra deprimente canción funeraria.

Savard escogió un asiento al fondo de la nave, en un banco vacío, e hizo caso omiso de Kovac cuando este se sentó junto a ella. Savard no cantó el himno, no se unió a las oraciones ni a los responsos. En ningún momento se quitó las gafas ni el chal; ni siquiera se desabrochó el abrigo. Como si de un capullo se tratara, la ropa la aislaba de los pensamientos del mundo exterior, permitiéndola concentrarse en el recuerdo de Andy Fallon.

Kovac la observaba por el rabillo del ojo, diciéndose que era un imbécil por tentar al diablo de ese modo. A una palabra de ella, quedaría suspendido. Por otro lado, no parecía mala idea dar la impresión, al menos de momento, de que se había aliado con Asuntos Internos, aunque a decir verdad, a ninguno de los presentes parecía importarles lo más mínimo.

Todos ellos, no solo Amanda Savard, parecían absortos en sus propios pensamientos. Nadie oía realmente las palabras del cura, que no conocía a Andy Fallon de nada y solo podía hablar de él porque alguien lo había puesto en antecedentes de los rasgos más importantes. Como sucedía en casi todos los funerales, no importaba qué dijera el clérigo, sino los recuerdos que acudían a la mente de cada persona, los álbumes mentales y emocionales de experiencias compartidas con el difunto.

Mientras estudiaba cada rostro, Kovac se preguntó si alguno de los deudos ocultaría recuerdos de momentos íntimos con Andy Fallon, recuerdos de pasiones compartidas, de perversiones compartidas. ¿Cuál de aquellas personas podía haber ayudado a Andy Fallon a colocarse la soga alrededor del cuello para luego dejarse vencer por el pánico al ver que las cosas salían mal? ¿Cuál de ellos conocía la pieza ausente del estado de ánimo de Andy Fallon, la razón por la que se habría suicidado?