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Esta vez, Dungen guardó silencio durante tanto rato que Liska temió que la conexión se hubiera interrumpido.

– ¿Su número de placa? -preguntó por fin.

Liska respiró hondo y exhaló un discreto suspiro de alivio. El olor a gas del tubo de escape era cada vez más penetrante. Indicó a Dungen su número de placa y de teléfono, rezando por que no llamara a Leonard para verificar su historia.

– De acuerdo -accedió por fin Dungen-. ¿Qué quiere saber?

– Sé que Curtis se había quejado a Asuntos Internos de que alguien lo acosaba en el trabajo. ¿Sabe algo de ese asunto?

– Sé que había recibido algunas cartas desagradables escritas al estilo de demandas de rescate, con letras de imprenta recortadas. «Todos los maricones deben morir. Por eso Dios inventó el sida.» Cosas por el estilo. El típico vitriolo homófobo con ortografía y gramática pésimas.

– Tenían que ser de un policía -espetó Liska con sequedad.

– Desde luego, no cabe la menor duda de que eran de un policía. Encontró dos de ellas en su taquilla, y una la encontraron en su coche después de su turno. El cartero se cargó la ventanilla derecha de su coche para entregarla.

Liska miró su ventanilla de plástico azul con un estremecimiento.

– ¿Sabía Curtis quién era el responsable?

– Decía que no. Había cortado una relación varios meses antes, pero juraba que no había sido su ex.

– ¿Y el ex trabajaba en el departamento?

– Sí, pero no había salido del armario. Esa fue una de las razones por las que se había acabado la relación; Curtis quería que asumiera su sexualidad.

– Curtis había salido del armario.

– Sí, pero sin estridencias. No era un homosexual militante, solo estaba cansado de vivir una mentira. Quería que el mundo fuera un lugar donde las personas pudieran ser ellas mismas sin necesidad de temer por sus vidas. Qué ironía que lo matara otro homosexual.

– ¿Sabe quién era su ex?

– No. Sé que Curtis había cambiado de compañero de patrulla un par de veces, pero eso no significa nada necesariamente. No sospechaba de ninguno de ellos. En cualquier caso, no era asunto mío; no soy investigador. Mi misión consistía en tramitar su queja y actuar de enlace con Asuntos Internos y su supervisor.

– ¿Recuerda los nombres de sus compañeros de patrulla?

– En aquella época iba con un tipo que se llamaba Ben Engle. En cuanto a los otros, no me acuerdo a bote pronto. Pero no tenía queja de Engle; por lo visto, se llevaban bien.

– Cuando lo encontraron asesinado, ¿creyó usted que el asesino era el tipo que le había enviado las cartas?

– Bueno, sí, claro, es lo que me temí de entrada. Fue terrible. Quiero decir que nosotros… es decir, los agentes homosexuales… todos hemos sufrido acosos y prejuicios en mayor o menor medida. Hay mucho gárrulo suelto en este trabajo, los típicos cachas, para empezar. Pero el asesinato lo trasladaría todo a un nivel mucho más extremo. Daba miedo pensarlo, pero por suerte, no fue así.

– ¿Cree que Renaldo Verma mató a Curtis?

– Sí, ¿usted no?

– Algunas personas no están convencidas de ello.

– Ah… -musitó Dungen como si se le acabara de encender la bombillita-. Ha hablado con Ken Ibsen.

Aquel nombre no le sonaba de nada, pero supuso que así se llamaba Fosforito. Dungen tomó su silencio por una respuesta afirmativa.

– Es el mayor teórico de la conspiración desde Oliver Stone -prosiguió.

– ¿Cree que está chiflado?

– Lo que creo es que es un ser melodramático. Me parece que no le dan suficientes oportunidades de lucirse en el club donde trabaja. Se ha pasado media vida poniendo demandas por discriminación y acoso sexual. Conocía a Eric Curtis, o al menos eso aseguraba, lo que le dio la excusa perfecta para señalar con el dedo al departamento. Y ahora ha acudido a usted porque Asuntos Internos se ha hartado de escuchar sus teorías -añadió Dungen.

– En realidad, acudió a mí porque el detective de Asuntos Internos que llevaba su caso fue encontrado muerto.

– Sí, Andy Fallon. Una verdadera lástima.

– ¿Conocía usted a Fallon?

– Hablé con él de la investigación, pero no lo conocía personalmente.

– Era homosexual.

– Esto no es un club, sargento. No jugamos todos en el mismo equipo -puntualizó Dungen-. Supongo que el señor Ibsen ha encontrado el modo de incorporar la muerte de Fallon a su teoría más reciente. Todo forma parte de una gran conspiración destinada a encubrir la amenaza del sida en el departamento de policía.

– ¿Curtis tenía el sida?

– Era seropositivo. ¿No lo sabía?

– Soy nueva en el juego y me quedan bastantes cosas por averiguar -explicó Liska mientras una parte de su cerebro ya reconfiguraba el terreno de juego y procesaba aquel bombazo-. ¿Era seropositivo, pero aun así seguía trabajando en la calle?

– No se lo había dicho a su supervisor. Primero acudió a mí, porque temía perder el trabajo. Le aseguré que eso no pasaría, que el departamento no puede discriminar a un agente por su estado de salud, según estipula la Ley de Estadounidenses Discapacitados. A Curtis lo habrían quitado de la calle y le habrían asignado otra tarea. Por supuesto, representa riesgos graves, uno de ellos las potenciales demandas contra el departamento, tener a un policía seropositivo patrullando las calles e interviniendo en accidentes y otros percances en los que puede resultar herido y contagiar a alguien.

– En la época en que lo acosaban, ¿quién más sabía que Curtis era seropositivo? ¿Lo sabían otros agentes?

– Que yo sepa, no se lo había contado a nadie. Le dije que tenía la obligación de comunicárselo a todas las personas con las que había mantenido relaciones íntimas, pero no sé si lo hizo -refirió Dungen-. Es evidente que el asesino no lo sabía. ¿Quién sería lo bastante imbécil para atacar a un seropositivo con un bate de béisbol?

Liska visualizó mentalmente el escenario del crimen. Sangre por todas partes, salpicando las paredes, el techo, las pantallas de las lámparas y demás lugares mientras el asesino golpeaba a Eric Curtis una y otra vez con el bate.

¿Quién se expondría a sabiendas del riesgo de entrar en contacto con sangre contaminada?

Alguien que desconociera las vías de transmisión de la enfermedad o bien alguien a quien no le importara. Alguien lo bastante arrogante para creer en su inmortalidad. O bien alguien ya infectado.

– ¿Cuándo fue la última vez que Fallon habló con usted del caso?

Se masajeó la sien derecha con el pulgar, pues empezaba a dolerle la cabeza. Subió la ventanilla, convencida de que entraba más dióxido de carbono que oxígeno.

– ¿Hace poco?

– No. El caso estaba cerrado porque el asesino consiguió un trato. ¿De qué va todo esto, sargento? -inquirió Dungen, suspicaz-. Creía que Andy Fallon se había suicidado.

– Cierto, pero intento averiguar el motivo -se justificó Liska-. Gracias por atenderme, David.

Uno de los grandes trucos de las entrevistas consistía en saber cuándo dejarlo. Liska colgó el teléfono y se preguntó si la llamada le causaría problemas con Leonard, una idea que le producía náuseas. O tal vez las náuseas se debían a los gases, se dijo solo medio en broma. Estaba un poco mareada.

Apagó el motor, se apeó del coche y aspiró una profunda bocanada de aire frío mientras se apoyaba contra el Saturn.

– Sargento Liska.

La voz la atravesó como un puñal. Giró sobre sus talones y vio a Rubel a unos siete metros de distancia. No había oído el ascensor ni oído ruido de pisadas subiendo la escalera. Daba la sensación de que el agente había surgido de la nada.

– He intentado localizarla en la oficina -prosiguió-, pero ya se había ido.

– Hace rato que ha terminado su turno, ¿no?

Rubel siguió avanzando, cerniéndose cada vez más enorme sobre ella. Aun sin gafas de espejo, sus ojos carecían de expresión.