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– Mucho papeleo -explicó.

– ¿Y cómo me ha encontrado aquí?

Rubel señaló un Ford Explorer negro aparcado bastante cerca del Saturn.

– Pura casualidad.

Y una mierda, pensó Liska. De todas las plazas de parking de todos los aparcamientos del centro de Minneapolis…

– El mundo es un pañuelo -observó.

Se apoyó de nuevo contra el coche para paliar el temblor de sus piernas y deslizó las manos en los bolsillos del abrigo para sentir el contacto tranquilizador de la porra.

– ¿De qué quería hablar conmigo? -preguntó Rubel.

Se detuvo a poca distancia de ella, demasiado cerca para su gusto, lo cual sin duda sabía.

– Como si su amigo B. O. no lo hubiera puesto en antecedentes Por favor…

Rubel guardó silencio.

– Usted sabía que Asuntos Internos estaba investigando a Ogden por cagarla con las pruebas del caso Curtis.

– Eso ya es historia.

– Pero pese a ello fueron los dos a casa del investigador en respuesta al aviso. ¿De quién fue tan brillante idea?

– Oímos el aviso por radio y estábamos en las inmediaciones.

– Es usted un imán para todas las casualidades del mundo.

– No podíamos saber que el cadáver era Fallon.

– Lo supieron en cuanto llegaron allí. Debería haber sacado a Ogden de la casa a toda pastilla, puesto que parece tan acostumbrado a salvarle el pellejo. ¿Por qué no lo hizo nada más llegar a casa de Fallon?

Rubel se la quedó mirando durante un momento que se le antojó eterno. A Liska le palpitaba la cabeza, y las náuseas le revolvían el estómago.

– Si sospecha que actuamos de forma impropia, ¿por qué no se lo cuenta a Asuntos Internos? -la retó el agente por fin.

– ¿Quiere que lo haga?

– No lo hará, porque el caso está cerrado. Fallon se suicidó.

– Eso no significa que todo haya terminado. No significa que no pueda hablar con su supervisor…

– Adelante.

– ¿Cuánto tiempo lleva como compañero de Ogden? -inquinó Liska.

– Tres meses.

– ¿Y quién era su compañero antes de usted?

– Larry Porter, pero dejó el departamento y entró en la policía de Plymouth. Puede preguntárselo a nuestro supervisor… si es que quiere hablar con él.

En su voz se detectaba una nota arrogante, como si supiera que Liska no acudiría a su supervisor por temor a que la noticia llegara a oídos de Leonard.

– ¿Sabe, Rubel? Intento comportarme con la mayor corrección -aseguró Liska, exasperada-. No quiero mala sangre con los agentes; los necesitamos. Pero lo que no necesitamos es que jodan el escenario de una muerte. Un caso puede quedar reducido a cenizas en el escenario. ¿Y si Andy Fallon hubiera sido asesinado? ¿Acaso cree que los abogados no nos hubieran hecho quedar como gilipollas al enterarse de que precisamente Ogden estuvo allí?

– Queda claro -la atajó Rubel-. No volverá a suceder.

Echó a andar hacia su coche.

– Su compañero es un polvorín, Rubel -advirtió Liska-. Si tiene la clase de problemas que creo que tiene, le convendría mantenerse al margen.

Rubel la miró por encima del hombro.

– Sé cuanto necesito saber, sargento -aseguró antes de señalar el coche de Liska-. Será mejor que haga reparar esa ventanilla. Tendría que ponerle una multa por llevarla así.

Liska lo siguió con la mirada mientras subía al 4x4. Se le puso la carne de gallina y se le erizaron los pelos de la nuca. El Explorer se puso en marcha con un rugido, y una nube de humo brotó del tubo de escape. Rubel dio marcha atrás y se alejó, dejándola de nuevo a solas.

No sabía quién le daba más miedo, Ogden con su mal genio o Rubel con su serenidad sobrecogedora. Menuda pareja.

Respirando hondo por primera vez desde que Rubel la sobresaltara, Liska se apartó del Saturn y se obligó a caminar con la esperanza de disipar la extraña debilidad que se había apoderado de los músculos de sus brazos y piernas. Contempló la ventanilla rota y se preguntó si sería paranoia suya la interpretación que hacía del comentario de Rubel. Pero Rubel no tenía necesidad alguna de romperle la ventanilla del coche para obtener su dirección. Los policías disponían de muchos modos de obtener semejante información.

Pero tal vez le habían roto la ventanilla por otra razón. Por rabia, para asustarla, como tapadera para que cualquier futuro delito cometido contra ella se achacara al viejo borracho que había intentado meterse en su coche. Ninguna de las opciones era halagüeña.

Mientras miraba la ventanilla, reparó en algo que pendía de la parte trasera del Saturn. En el primer instante pensó que se trataba de un pedazo de nieve sucia. Otro motivo para odiar el invierno, la nieve mugrienta que se acumulaba detrás de los neumáticos y se congelaba por completo si no la limpiabas a tiempo.

Pero cuando rodeó el coche para retirarla, se dio cuenta de que no era nieve. Lo que había visto no pendía del neumático, sino del tubo de escape.

Las náuseas se apoderaron de ella cuando se agachó, y el dolor de cabeza se intensificó un tanto. Presa del mareo, tuvo que apoyar una mano sobre el maletero para no perder el equilibrio.

Alguien había embutido un trapo blanco muy sucio en el tubo de escape.

Sudores fríos recorrieron cada centímetro de su piel.

Alguien había intentado asesinarla.

En aquel instante sonó el teléfono móvil que llevaba en el bolsillo. Temblorosa, Liska se incorporó y se apoyó una vez más contra el coche antes de sacar el trasto y contestar.

– Liska, Homicidios.

– Sargento Liska, tenemos que vernos.

La voz le resultaba familiar, y ahora ya conocía el nombre de su dueño: Ken Ibsen.

– ¿Dónde y cuándo?

Capítulo 20

– Hola, Pelirroja, tengo un par de preguntas sobre la asfixia autoerótica.

Kate Conlan lo miró con fijeza. Rene Russo podría llegar a tener ese aspecto en su mejor día, pensó Kovac. Kate se peinó un mechón de cabello detrás de la oreja mientras una sonrisa asomaba a sus sensuales labios.

– Me halaga que hayas pensado en mí, Sam. Pasa -lo invitó, apartándose de la mesa-. John y yo estábamos comentando la posibilidad de probar algún juego sexual estrafalario.

– No necesitaba tantos detalles.

– Pues no haber llamado a la puerta. Dame tu abrigo.

Kovac entró en el recibidor y se limpió los zapatos en el felpudo.

– La casa tiene un aspecto estupendo.

– Gracias. Me gusta mucho vivir en las afueras. Es estupendo disponer de tanto espacio -comentó Kate-, y además tiene la ventaja de que aquí nadie ha intentado asesinarme ni ha sufrido una muerte espeluznante en el sótano.

Pronunció aquella frase como si observara que le encantaba no tener termitas. Mira que son pesados esos asesinos en serie. A decir verdad, había estado demasiado cerca de convertirse en una víctima en lugar de una asesora de víctimas, que era su trabajo. Kovac había acudido al escenario del crimen aquel día junto con John Quinn. Kovac acabó con una intoxicación por inhalación de humo, y John acabó enrollándose con la chica. La historia de mi vida.

– Eres la hostia, Pelirroja.

– Sígueme al santuario -ofreció mientras echaba a andar por un amplio pasillo con suelo de tarima cubierto de alfombras orientales rojas. Sobre una mesa yacía un enorme gato peludo que alargó la pata para rozar a Kovac cuando este pasó a su lado.

– Hola, Thor.

El gato emitió un sonido que recordaba a un patito de goma, saltó al suelo con un golpe sordo y salió corriendo ante ellos con la voluminosa cola muy tiesa.

Kovac y Kate entraron en una sala con parte de las paredes revestidas de pino claro y el resto pintado de verde oscuro. Junto a las puertas vidrieras que daban al jardín se alzaba un árbol de Navidad. En la chimenea de piedra chisporroteaba un fuego. Cerca del hogar, un corpulento cachorro de labrador dormía a pierna suelta sobre un almohadón. Thor se acercó al perro y lo contempló con suspicacia y desdén.