Kovac se dirigió hacia su casa arrastrando los pies y entró sin molestarse en encender las luces, pues le sobraba con la iluminación del vecino. Su casa no se diferenciaba mucho de la de Mike Fallon en el sentido de que contenía muy pocos muebles. Tras el último divorcio se había quedado tan solo con los muebles que su ex descartó, y nunca se había preocupado de comprar más o sustituirlos. También él era un mueble descartado, de modo que la situación se le antojaba muy apropiada. Su mayor derroche en los últimos cinco años había consistido en comprar el acuario, un patético intento de incorporar otros seres vivos a su hogar.
No había fotografías de hijos ni otros familiares. Dos matrimonios fracasados no eran precisamente motivo de vanagloria. Tenía un montón de malos recuerdos y una hija a la que no veía desde que era un bebé. Suponía que, en cierto modo, estaba muerta para él, pero más bien tenía la sensación de que nunca había existido. Tras el divorcio, la madre de su hija había vuelto a casarse con vergonzante precipitación, y la nueva familia se había trasladado a Seattle. Kovac no había visto crecer a su hija, no la había visto practicar deportes o ingresar en el cuerpo de policía siguiendo la tradición familiar. Con el tiempo había aprendido a no pensar en las oportunidades perdidas… casi nunca.
Subió a su dormitorio, pero no tenía interés alguno por acostarse. La cabeza le dolía horrores. Se sentó en el sillón situado junto a la ventana y contempló los llamativos adornos navideños del vecino.
«Para mí está muerto», había dicho Mike Fallon sobre su hijo.
¿Qué podía impulsar a un hombre a decir semejante cosa de un hijo que, a todas luces, había sido el mayor orgullo de su vida? ¿Por qué cortar ese vínculo cuando tenía tan poco a que aferrarse?
Kovac sacó los chicles de nicotina del bolsillo, arrojó el paquete a la papelera, abrió el cajón de la mesilla de noche, sacó un paquete medio vacío de Salem y encendió uno.
¿Quién se lo prohibía?
Capítulo 3
La fotografía posee una cualidad artificial. La mayoría de la gente habría echado un breve vistazo, experimentado un horror inmediato y concluido que debía de tratarse de una broma macabra.
Pero el fotógrafo no es la mayoría de la gente.
Al examinar el retrato, el artista siente un sobresalto momentáneo, seguido de una complicada mezcla de emociones. Horror, fascinación, alivio, culpa… Y bajo esa primera capa, una dimensión más tenebrosa de agitación, control… poder. Sentimientos aterradores, espeluznantes.
Quitar una vida confiere un enorme poder. Quitar una vida… una expresión que implica arrebatar la energía de otro ser vivo e incorporarla al propio ser. Se trata de una idea seductora en cierto sentido siniestro, una idea capaz de crear adicción en cierta clase de personas, las personas que matan por placer.
Pero yo no soy así. Nunca podría ser así.
Pero al tiempo que piensa esa afirmación, surca su mente el recuerdo de otra muerte. Violencia, movimiento, sangre, ruido blanco en los oídos, un ensordecedor grito interno que nadie puede oír. Luego el silencio, la quietud y la terrible comprensión. Eso lo he hecho yo.
Y de nuevo la agitación… el poder…
Los oscuros sentimientos reptan por el alma como serpientes sinuosas y relucientes, seguidas de un espasmo de conciencia. El miedo ruge como una inundación.
El fotógrafo contempla la imagen de un cadáver oscilando al final de una soga, la imagen reflejada en el espejo sobre el que se ven dos palabras garabateadas: «Lo siento».
Lo siento tanto…
Capítulo 4
– Andy Fallon ha muerto.
Liska dio la noticia a Kovac junto a la entrada de las oficinas del Departamento de Investigación Criminal.
Kovac se quedó sin aliento.
– ¿Qué?
– Andy Fallon ha muerto. Un amigo lo encontró esta mañana. Parece un suicidio.
– Dios mío -masculló Kovac, tan desorientado como aquella mañana, al levantarse de la cama con rapidez excesiva para su cabeza dolorida.
Recordó a Mike Fallon, frágil y pálido, recordó sus palabras. Para mí ha muerto.
– Dios mío -repitió.
Liska lo miraba con expresión expectante.
Kovac procuró recobrar la compostura.
– ¿Quién lo lleva?
– Springer y Copeland -repuso su compañera, mirando a su alrededor para asegurarse de que nadie la oía-. Bueno, lo llevaban, porque he creído que te interesaría y me he hecho con el asunto.
– No sé si darte las gracias o desear que tus padres hubieran tomado más medidas anticonceptivas -refunfuñó Kovac mientras echaba a andar hacia su cubículo.
– ¿Conocías a Andy?
– A decir verdad, no. Lo había visto un par de veces… Suicidio… Dios, yo no quiero decírselo a Mike.
– ¿Prefieres que se lo diga algún agente de uniforme? ¿O alguien de la oficina del forense? -replicó Liska, desaprobadora.
Kovac lanzó un resoplido y cerró los ojos en un intento de aliviar la carga que acababa de asentarse sobre sus hombros.
– No.
El destino lo había vinculado a Iron Mike muchos años antes y de nuevo la noche anterior. Lo menos que podía hacer era garantizar cierta continuidad al anciano, garantizar que una cara familiar le diera la noticia.
– ¿No crees que deberíamos ocuparnos del tema? -sugirió Liska mientras buscaba con la mirada a Copeland y Springer-. Deberíamos mantener el asunto bajo control, teniendo en cuenta que Andy pertenecía al cuerpo y esas cosas.
– Tienes razón -convino Kovac, observando que la luz del contestador de su teléfono parpadeaba-. Larguémonos antes de que Leonard nos cargue otro de sus asesinatos de mañana.
Andy Fallon vivía en una casa de planta baja y desván al norte del barrio de moda, que recibía el nombre de Zona Alta. La Zona Alta, morada de trepas y gentes a la última, se hallaba al sur del centro, lo cual nunca había tenido sentido para Kovac. Suponía que el concepto de «Zona Alta» era demasiado elegante para tipos de su calaña. El centro comercial era un cúmulo de edificios restaurados y reformados que albergaban cafés, restaurantes finos y cines de arte y ensayo. Las casas situadas en la parte occidental, cerca del lago de las Islas y el lago Calhoun, se vendían a precios exorbitantes. Fallon vivía a suficiente distancia al norte y al este del lugar para poder permitirse el precio de una vivienda con sus ingresos de policía soltero.
Ante la casa vieron aparcados dos coches patrulla. Liska caminaba delante de él, siempre ansiosa por investigar un nuevo caso. Kovac la seguía casi a regañadientes, pues aquel asunto no le hacía ni pizca de gracia.
– Esperen a ver esto -les advirtió el agente uniformado que los recibió en la puerta-. Es de antología.
Hablaba en tono casi sarcástico. Llevaba tanto tiempo trabajando como policía, se había embrutecido de tal modo por la cantidad de cadáveres que había visto a lo largo de su carrera, que aquellos cadáveres ya no eran personas para él, sino tan solo cuerpos. Todos los policías acababan igual, o se apartaban de las calles antes de perder el juicio. La muerte no podía afectarlos de manera personal cada vez que se topaban con ella. Kovac sabía que tampoco él era una excepción, pero aquel caso sería distinto. De hecho, ya lo era.
Liska lanzó al policía la mirada vacua que todos los detectives aprenden a utilizar al inicio de su carrera.
– ¿Dónde está el cadáver?
– En el dormitorio, arriba.
– ¿Quién lo encontró?