Así pues, Kovac había ido a la sala de autopsias, procurando no interponerse en el camino de Stone y su ayudante, Lars, que trabajaban alrededor de la mesa de acero inoxidable. Menuda forma de empezar la mañana.
Liska entró en el cubículo con expresión sombría y la tez pálida pese al intenso frío del exterior. Sin decir palabra, guardó el bolso en el cajón y se quitó el abrigo.
– ¿Cómo está tu informador?
– Parece que sobrevivirá… más o menos. Vengo del hospital.
– ¿Está consciente?
– No, pero no ha adoptado la postura fetal, de modo que tienen esperanzas de que no haya sufrido daños cerebrales graves. Los huesos rotos se curan y, la verdad, ¿a quién le importa una colostomía más o menos? -espetó con sarcasmo-. Y quedar como el hombre elefante tampoco está tan mal, ¿no? Siempre es mejor que acabar criando malvas.
– No fue culpa tuya, Tinks -le aseguró Kovac.
– Lo sé -repuso Liska sin mirarlo a los ojos-. Intento superarlo, de verdad, pero es que volver a verlo… -Respiró hondo y lo soltó-: Si hubiera llegado a tiempo…
– Que te sientas culpable no cambia las cosas, pequeña. Él tomó sus propias decisiones, y tú hiciste lo que estaba en tu mano.
Liska asintió.
– Sí, pero es tan desesperante… En fin, lo superaré.
– Lo sé, y tú sabes que puedes contar conmigo para lo que sea.
Liska lo miró con agradecimiento, afecto y lágrimas en los ojos.
– Gracias.
– Para eso están los compañeros, para apoyarse.
– No me hagas llorar, Kovac -bromeó Liska-, o tendré que hacerte pupa.
– Cuidado, que puede que me guste -advirtió Kovac-. Soy un tipo solitario… En fin, ¿qué hay del caso? ¿Sigues en él? -preguntó al cabo de unos instantes.
– Tengo que hablar con Leonard -suspiró Liska con una mueca-. Ibsen era mi informador, estuve en el escenario del crimen y fui la que recibió la llamada de advertencia.
– Hay que ser idiota para llamarte. Si hubiera sido un ataque casual, nunca habrías recibido esa llamada.
– Desde luego, hay que ser muy idiota -convino Liska-. Ahora tengo algo que llevar a Asuntos Internos y utilizar para acceder al caso Curtis. ¿Por qué advertirme que deje pasar un caso cerrado a menos que haya una razón de peso para reabrirlo?
– ¿No has conseguido descubrir desde dónde te llamaron?
– Desde un teléfono público en paradero desconocido, así que Garganta Profunda tiene un par de neuronas como mínimo. Tampoco albergo esperanzas de localizar a algún testigo de la llamada.
– ¿Y la coartada de Ogden y Rubel es sólida?
Liska lanzó un resoplido desdeñoso.
– ¿Qué coartada? Estaban jugando al billar en el sótano de casa de Rubel. Y adivina quién los acompañaba… Cal Springer, ni más ni menos.
– Qué bien.
– Springer sería capaz de jurar que los tres estaban en la luna si los otros dos se lo ordenaran. Es tan gallina… Deben de tener fotos de él tirándose a una cabra o algo así -espetó-. En cualquier caso, Castleton lleva el caso Ibsen, y tanto él como su supervisor de turno me acogerán con los brazos abiertos si Leonard me permite participar en la investigación.
– Leonard se te comerá viva por meterte con Asuntos Internos.
– ¿Qué quieres que haga si Ibsen solo aceptó hablar conmigo? -replicó Liska con un encogimiento de hombros-. Según tengo entendido, el resto del departamento pasaba de él como de la mierda. Nadie quería saber nada de sus teorías sobre sida y conspiraciones.
– ¿Quién tiene el sida?
– Eric Curtis era seropositivo. Eso lo complica todo un poquito más, ¿no te parece? ¿Qué homófobo propinaría una paliza mortal a un seropositivo y correría el riesgo de entrar en contacto con sangre contaminada?
Kovac frunció el ceño mientras recordaba la visita que había hecho al hombre acusado de matar a Curtis.
– Por lo visto, Verma también es seropositivo.
– Pero si lo hizo Verma, ¿quién me llamó? Verma está en la cárcel.
Se miraron unos instantes.
– Ogden me sigue pareciendo la mejor opción -señaló Kovac, girando de un lado a otro con la silla.
– A mí también, y por ahí pienso encarar la investigación.
– Ten cuidado.
Liska asintió.
– ¿Cómo ha ido la autopsia? -preguntó.
– De momento no ha surgido nada espectacular. No tenía nada bajo las uñas. Presentaba unos cardenales en el dorso de las manos, pero ninguna herida de defensa clara. No había cortes recientes, y sabemos que hace poco sufrió una caída, de modo que eso podría explicar cualquier marca. Además, Stone no sabe a ciencia cierta si las marcas son morados u otra cosa, porque el cadáver presentaba mucha lividez en las manos a causa de la postura en que estaba.
– ¿Y residuos de pólvora?
– En ambas manos. Pero eso no significa que alguien no lo obligara a meterse el arma en la boca, aunque no podemos demostrarlo.
– O sea, que estamos en un callejón sin salida -suspiró Liska-. Stone dictaminará suicidio.
– No hará nada hasta recibir los informes del laboratorio, y me ha asegurado que van con mucho retraso, por no hablar de que muy a menudo extravían los expedientes, ya me entiendes.
– Tengo la impresión de que a la doctora Stone le gustaría extraviarte a ti, ya me entiendes -lo pinchó Liska con una sonrisa traviesa.
Kovac sintió que le ardían las mejillas. La imagen que le acudió a la mente fue la de Amanda Savard, no la de Maggie Stone. La expresión de sus ojos cuando le alzó la barbilla, aquella vulnerabilidad. Se obligó a fruncir el ceño.
– No tengo intención de acostarme con una mujer que se gana la vida diseccionando cuerpos. En fin, a lo que íbamos, que Stone nos permitirá ganar tiempo, pero ahora mismo nos vendría bien un milagro. También le he pedido que repase la autopsia de Andy Fallon, por si Upshaw la fastidió.
– ¿Necesitáis un milagro? -preguntó Elwood, entrando en el cubículo.
Llevaba un grueso jersey de mohair sobre camisa y corbata que le confería aspecto de mamut lanudo.
– Vendería mi alma por uno -aseguró Kovac.
– Eso sería contradictorio, ya que los milagros se asocian a poderes benignos -señaló Elwood-. El alma se le vende al diablo.
– Pues podrás darle recuerdos de mi parte como no hables ahora mismo.
– Una vecina vio la camioneta de Neil Fallon aparcada delante de casa de Mike el miércoles por la noche, a la una y nueve minutos, para ser exactos. He revisado los informes de las preguntas que los agentes hicieron a los vecinos ayer. Fueron a casa de esta, pero no estaba, sino que abrió la puerta la mujer de la limpieza. Así que hoy la he llamado, y bingo.
Kovac se levantó de un salto.
– Esto ya me gusta más.
– ¿Vio llegar la camioneta pero no oyó el disparo? -inquirió Liska, escéptica.
– Es una insomne que llevaba audífono -explicó Elwood-, una anciana de ochenta y tres años, pero más lista que el hambre.
– ¿Qué tal anda de la vista?
– Genial con ayuda de los prismáticos Bausch and Lomb que siempre tiene sobre la mesita de café.
– ¿Había luz?
– Tiene focos instalados en las esquinas de su casa. Es la encargada de la patrulla de vigilancia del barrio. No reconoció la camioneta, pero anotó la matrícula.
– ¿Le gustaría ocupar mi puesto cuando Leonard me despida?
– ¿Lo vio marcharse? -preguntó Kovac a su vez.
– A la una y treinta y dos.
– Antes de la hora estimada de la muerte, pero me sirve.
Kovac guardó las fotografías de Mike Fallon en un cajón e intentó enderezarse la corbata mirándose en la pantalla del ordenador apagado.
– Trae a Neil Fallon para que podamos interrogarlo -ordenó a Elwood-. Yo voy a dar la noticia a Leonard.
– ¿De qué coño va esto? -gritó Neil Fallon.