– ¿Y qué me dice de Neil? -quiso saber Kovac-. Afirma que no se inmutó cuando Andy le contó que era homosexual.
Pierce se echó a reír de nuevo.
– Ya, seguro. De todos modos, ya odiaba a Andy. Creía que el hecho de ser heterosexual le daría ventaja sobre su hermano ante el viejo. Había dejado de ser la oveja negra, porque para los garrulos como Mike, la homosexualidad supera el estigma de ser un delincuente convicto.
– ¿Andy lo veía mucho?
– De vez en cuando procuraba hacer cosas típicas de hombres y de hermanos con Neil, como cazar, pescar y tal. Menuda pérdida de tiempo. Neil no quería entender ni apreciar a Andy. Lo único que quería de él era dinero.
– ¿Le pidió dinero a Andy?
– Por supuesto. Primero se lo planteó como una buena inversión. Le dije a Andy que eso era una chorrada, que le diera el dinero a su hermano si no le importaba no volverlo a ver jamás. ¿Una inversión? Menuda parida. Era como tirar el dinero por el retrete.
– ¿Qué hizo Andy?
– Darle largas. Le decía que quizá más adelante, con la esperanza de que Neil captara la indirecta. -Tomó otro trago de whisky-. Inversión, bah…
– ¿Sabe si alguna vez se pelearon?
Pierce negó con la cabeza, dio una última chupada al cigarrillo y apagó la colilla contra el canto del alféizar.
– No, Andy no quería pelearse con él; se sentía demasiado culpable por ser mejor que el Fallon medio. ¿Por qué lo pregunta? ¿Cree que Neil lo mató?
– Aún no lo hemos descartado.
– No me cuadra. Neil no es lo bastante inteligente. A estas alturas ya le habrían echado el guante.
– Es que ya se lo hemos echado.
– Aun así… ya me entiende -insistió Pierce mientras volvía al bar y rellenaba su vaso por enésima vez-. Neil no es un tipo pulcro, ¿no le parece? Más bien se decantaría por un arma de fuego, por un cuchillo, algo con mucha sangre y entrañas, destrucción y huellas dactilares por todas partes.
– Puede.
– Y desde luego, no lo sentiría. Joder, lo más probable es que ni siquiera sepa deletrear «lo siento». Debería haber muerto él -espetó con amargura antes de beber otro trago y añadir más leña al fuego de su furia-. Desgraciado de mierda. No tiene sentido que una persona tan buena como Andy…
De repente, las lágrimas se adueñaron de él como un torrente, y pese a que intentó contenerlas, no lo consiguió. Masculló un juramento entre dientes y arrojó el vaso, que fue a estrellarse contra el bar, salpicando las inmediaciones de whisky y fragmentos de cristal.
– ¡Dios mío! -gimió, cubriéndose la cabeza con los brazos, como si intentara defenderse de los golpes de un poder superior que lo castigara por sus pecados.
Empezó a balancearse mientras sollozaba con amargura absoluta.
– ¡Dios mío!
Kovac esperó, permitiéndole desahogar el dolor, dándole tiempo para mirar al demonio a la cara.
– Usted lo quería -dijo por fin.
Sonaba extraño dicho a un hombre, pero mientras presenciaba la profundidad del dolor de Steve Pierce, se dijo que sería una suerte contar con algún ser humano, fuera hombre o mujer, que lo amara con semejante intensidad. Aunque por otro lado, quizá lo que estaba viendo no era más que un sentimiento de culpabilidad muy hondo.
– Sí -reconoció Pierce en un susurro atormentado. Kovac le apoyó una mano en el hombro, pero Pierce se apartó de él.
– Tenía una relación con él.
– Andy quería que lo reconociera, que saliera del armario. Pero no podía. La gente no lo entiende, no entiende nada. Aunque digan que lo entienden, no es cierto; he sido testigo de ello. Sé lo que se dice a espaldas de los demás, los chistes, las pullas, la falta de respeto. Sé lo que pasa. Mi carrera… todo por lo que he luchado… Yo…
Se interrumpió, como si el argumento no le resultara convincente ni a él. Se dejó caer en una de las butacas de cuero con el rostro sepultado entre las manos.
– Andy no lo entendía, pero yo no podía…
Kovac dejó el vaso sobre la mesa.
– ¿Estuvo usted con él la noche en que murió, Steve?
Pierce sacudió la cabeza una y otra vez mientras intentaba recobrar la compostura.
– No -dijo por fin-. Ya le dije que lo vi el viernes por la noche. Las amigas de Jocelyn le habían organizado una especie de despedida de soltera. Andy y yo habíamos discutido por su decisión de salir del armario… y hacía mucho tiempo que no estábamos juntos ni nos hablábamos siquiera.
– ¿Salía con otro?
– No lo sé, puede. Una noche lo vi en un bar con alguien, pero no sé si estaban enrollados.
– ¿Conocía al otro?
– No.
– ¿Qué aspecto tenía?
– Tenía pinta de actor, con el pelo oscuro y una sonrisa radiante, pero no sé si estaban juntos.
– ¿Qué pasó cuando fue a verlo el viernes por la noche?
– Volvimos a discutir. Quería que le contara la verdad a Joss.
– Y usted se enfadó.
– Más bien me exasperé.
– ¿Cuánto tiempo llevaban juntos usted y Andy?
Pierce agitó la mano en un gesto vago.
– Esporádicamente, desde la universidad. Al principio creí que no era más que un experimento… curiosidad. Pero no dejaba de… necesitarlo… de llevar una doble vida… y no encontraba ninguna salida. Estoy prometido a la hija de Douglas Daring, por el amor de Dios. Nos casamos dentro de un mes. ¿Cómo voy a…?
– ¿Habían discutido en otras ocasiones sobre lo mismo?
– Cincuenta veces. Nos peleábamos, dejábamos de vernos un tiempo, nos reconciliábamos, dejábamos correr el asunto, él se deprimía…
Dejó la frase sin terminar y permaneció ahí sentado, encorvado como un anciano, el rostro contraído en un rictus de dolor y remordimiento.
– ¿Pudo habérselo contado a Jocelyn? -preguntó Kovac.
– No, Andy no era así. Consideraba que era asunto mío, mi responsabilidad. Y yo no la asumía.
– ¿Estaba Andy enfadado con usted?
– Dolido -puntualizó Pierce-. No quiero creer que se suicidara -añadió tras una pausa-, porque no quiero creer que quizá yo le empujé a ello.
En sus ojos volvieron a brillar las lágrimas; los cerró con fuerza, y las lágrimas se deslizaron por entre sus pestañas.
– Pero me temo que soy responsable -murmuró-. No fui lo bastante hombre para reconocer lo que soy, y puede que la persona a la que más quería en el mundo haya muerto por eso. En tal caso, yo lo maté. Lo amaba y lo maté.
El silencio quedó suspendido entre ellos, quebrado tan solo por el murmullo del equipo de música al fondo. Sonaba una de esas emisoras de seudojazz que siempre parecían retransmitir la misma melodía, con el mismo ritmo, el mismo saxo gimiente, la misma trompeta perezosa. Kovac lanzó un suspiro y se preguntó qué debía hacer a continuación. Nada, suponía. No tenía sentido seguir presionando a Pierce. Era su secreto, su losa, y su castigo consistiría en seguir cargándola durante el resto de su vida.
– ¿Se lo contará a Jocelyn? -preguntó por fin.
– No.
– Es una mentira muy grande para arrastrarla toda la vida, Steve.
– No importa.
– Puede que a usted no, pero ¿no cree que ella merece algo mejor?
– Seré un buen marido, incluso un buen padre. Hacemos una pareja impresionante, ¿no le parece? Eso es lo que quiere Joss, un muñeco Ken de tamaño natural para vestirlo, sacarlo a pasear y fingir. A mí se me da muy bien fingir; llevo haciéndolo casi toda la vida.