– Un «amigo» -repuso el agente, marcando las comillas con los dedos-. Está llorando en la cocina.
Kovac se acercó mucho a él y echó un vistazo a su placa identificativa.
– ¿Se llama usted Burgess?
– Sí -asintió el policía, resistiéndose visiblemente a retroceder ante el acoso.
Liska garabateó su nombre y número de placa en el cuaderno.
– ¿Fue usted el primero en llegar? -preguntó Kovac.
– Sí.
– ¿Y usó esa boquita para hablar con el hombre que encontró el cadáver?
Burgess frunció el ceño con suspicacia.
– Sí…
Kovac se adentró un paso más en el espacio del agente.
– Burgess, ¿es usted siempre tan cretino o solo hoy?
El agente se ruborizó, y sus facciones se tensaron.
– Haga el favor de tener cuidado con lo que dice -ordenó Kovac-. La víctima era policía, al igual que su padre, de modo que un poco de respeto.
Burgess apretó los labios y por fin retrocedió un paso con expresión gélida.
– Sí, señor.
– No quiero que entre nadie a menos que lleve placa o sea de la oficina del forense, ¿queda claro?
– Sí, señor.
– Y quiero un registro del nombre, número de placa, hora de entrada y hora de salida de todas las personas que vengan. ¿Podrá hacerse cargo de eso?
– Sí, señor.
– Huy, huy, eso no le ha gustado nada -murmuró Liska con alegría malsana cuando dejaron a Burgess en la entrada y se dirigieron a la parte posterior de la casa.
– ¿Tú crees? Pues que se joda-replicó Kovac-. ¿Andy Fallon era marica?
– Se dice homosexual -puntualizó Liska-. ¿Y yo qué sé? No me mezclo con esas ratas de Asuntos Internos. ¿Por quién me has tomado?
– ¿De verdad quieres que te lo diga? -bromeó Kovac-. ¿Trabajaba en Asuntos Internos? No me extraña que Mike dijera que el chico estaba muerto para él.
La cocina era de color verde oliva con inmaculados muebles de madera blanca, y en ella reinaba un perfecto orden. Era la cocina de una persona que sabía hacer algo más que poner el microondas. Buen fogón, cacerolas colgadas de una barra de hierro sobre la isleta con mostrador de granito llena de grandes cuchillos en su soporte…
En el extremo más alejado de la estancia, sentado a una mesa redonda situada junto a una ventana con saledizo, estaba el «amigo» con el rostro sepultado entre las manos. Era un tipo apuesto ataviado con traje oscuro, cabello rojo cortado a la moda, cara rectangular toda ángulos y pecas que en ese momento destacaban la palidez cenicienta de la piel, acentuada por la fría luz grisácea que entraba por las ventanas. Apenas alzó la vista cuando los dos detectives entraron en la cocina.
Liska le mostró la placa y presentó a ambos.
– Tenemos entendido que usted encontró el cadáver, señor…
– Pierce -repuso el hombre con voz ronca antes de sorber por la nariz-. Steve Pierce. Sí, yo… lo encontré.
– Sabemos que ha sido un duro golpe para usted, señor Pierce, pero tendremos que hablar con usted cuando terminemos. ¿Lo comprende?
– No -denegó el hombre-. No comprendo nada. No puedo creerlo. No puedo creerlo.
– Lo acompañamos en el sentimiento -recitó Liska automáticamente.
– Andy no haría una cosa así -farfulló el hombre con la mirada clavada en la mesa-. Nunca haría una cosa así. Es imposible.
Kovac guardó silencio. Al subir la escalera sintió que un puño de temor le oprimía el pecho.
– Este asunto me da mala espina, Tinks -masculló mientras se ponía los guantes de látex-. O eso o estoy sufriendo un ataque al corazón. Eso sí que sería irónico. Por fin dejo de fumar y voy y la palmo de un ataque al corazón.
– Bueno, no te mueras aquí -advirtió Liska con sequedad-. El papeleo sería un coñazo.
– Eres un dechado de compasión.
– Prefiero no decirte de qué eres tú un dechado. No estás sufriendo un ataque al corazón.
La primera planta de la casa tenía aspecto de haber sido en su momento una buhardilla abierta, pero la habían convertido en una hermosa suite con vigas vistas que le conferían aspecto de loft. Un precioso y acogedor rincón para morir, se dijo Kovac mientras examinaba los detalles.
El cadáver pendía de una soga anudada al modo tradicional a apenas un metro de distancia de la cama con dosel. La soga estaba echada sobre una viga del techo y atada al cabezal del lecho, si bien el lugar exacto quedaba oculto por la ropa de cama. La cama estaba hecha con gran pulcritud. Nadie había dormido en ella ni se había sentado siquiera sobre ella. Kovac advirtió aquellos pormenores de forma casi inconsciente, pues su concentración consciente se centraba en la víctima. Recordó las fotografías que había visto en el tocador del dormitorio de Mike Fallon la noche anterior: el joven apuesto, el deportista estrella, el flamante policía junto a un Mike radiante. Vio la misma fotografía de graduación sobre la cómoda de Andy Fallon. Recordaba haber pensado que era un chaval guapo.
El atractivo rostro aparecía descolorido, distorsionado, lívido e hinchado. La boca estaba ladeada en una especie de mueca sardónica, los ojos, vacuos y vidriosos. Llevaba un tiempo ahí, al menos un día, dedujo Kovac por la aparente ausencia de rigor mortis, la cualidad tensa de la piel y el hedor, compuesto del nauseabundo olor dulzón de la carne en descomposición, por un lado, y el aroma penetrante a orina y heces. En el momento de la muerte, los músculos, se habían relajado tanto que la vejiga y los intestinos se habían vaciado por completo.
El cadáver estaba desnudo. Los brazos pendían a los lados, con las manos semicerradas un poco por delante de las caderas. Manchas oscuras salpicaban los nudillos; era la lividez, la sangre que se acumulaba en la parte inferior de las extremidades. Los pies, suspendidos a escasa distancia del suelo, aparecían hinchados y amoratados.
Un espejo de cuerpo entero con marco de roble se apoyaba contra la pared a unos tres metros del cadáver. El espejo reflejaba todo el cadáver, aunque de forma distorsionada a causa del ángulo. Sobre el vidrio se veían escritas dos palabras con alguna sustancia oscura: «Lo siento».
– Siempre me ha parecido que los tipos de Asuntos Internos son unos raritos.
Kovac se volvió hacia los dos agentes uniformados que miraban el espejo con sendas sonrisas irónicas. Eran los típicos polis con pinta de gárrulos, el más corpulento de los cuales tenía una cabeza que más bien parecía un bloque de hormigón. En sus placas identificativas leyó los nombres Rubel y Ogden.
– Eh, atontados -espetó-. Largo de aquí. Pero ¿qué coño os pasa? Estáis pisoteando todas las pruebas.
– Pero si se ha suicidado -replicó el más feo, como si eso tuviera alguna importancia.
Kovac percibió que enrojecía de rabia.
– Cierra el pico, capullo. No tienes ni idea de nada. Puede que dentro de veinte años te hayas ganado el derecho a expresar una opinión, pero de momento, fuera de aquí. Bajad y acordonad la zona. No quiero que nadie entre en la casa. Y mantened la puta boca cerrada. Donde hay un cadáver, hay periodistas. Si leo una sola palabra sobre esto -advirtió, señalando el espejo-, rodarán cabezas, os lo aseguro. ¿Entendido?
Los agentes se miraron malhumorados y por fin se volvieron para bajar la escalera.
– Un tipo de Asuntos Internos que se ha suicidado -masculló el feo entre dientes-. Como si fuera un delito. Por lo que a mí respecta, le ha hecho un favor al mundo.
Kovac se concentró de nuevo en el cadáver. Liska se paseaba por la habitación, tomando nota de cada detalle, dibujando un tosco plano con la ubicación de los muebles y cualquier otro pormenor que pudiera considerarse significativo. Se turnaban en la tarea de tomar notas, y en esa ocasión le tocaba a él sacar las primeras fotos.
Empezó por la habitación y fue acercándose al cadáver para fotografiarlo desde todos los ángulos. Cada destello del flash grababa una imagen en su memoria de esa cosa muerta que había sido el hijo de Mike Fallon. La viga de la que colgaba la soga, la máquina de steps Reebok situada detrás del cadáver, lo bastante cerca para ser el objeto que Andy Fallon había utilizado para dar el paso hacia el más allá, el espejo… Lo siento.