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– Y lo harán socio en Daring-Landis, y todos serán infelices y no comerán perdices.

– Nadie se dará cuenta.

– El sueño americano.

– ¿Está usted casado, Kovac?

– En dos ocasiones.

– Y eso lo convierte en un experto.

– En lo que respecta a la infelicidad, sí. He acabado por darme cuenta de que es más barato y más fácil ser infeliz solo.

Otro silencio.

– Debería contárselo, Steve. Por el bien de los dos.

– No.

En aquel momento, Kovac vio que la puerta del pasillo se abría lentamente, y la aprensión le formó un nudo en la garganta. Jocelyn Daring apareció en el umbral con el abrigo puesto. Kovac no sabía cuánto tiempo llevaba allí, pero a juzgar por su expresión, el tiempo suficiente. Tenía las mejillas manchadas de lágrimas y rímel, los labios desprovistos de color. Pierce la miró sin decir nada. Al cabo de unos instantes, los labios de Jocelyn se torcieron en una mueca temblorosa.

– ¡Maldito hijo de puta! -escupió como si disparara las palabras antes de abalanzarse sobre Pierce como una posesa.

Kovac la asió por la cintura justo a tiempo. La joven gritó y se debatió, agitando los puños hasta que le dio en la frente y le abrió el corte que había empezado a cicatrizar. Por fin le asestó un puntapié, se zafó de él y cogió un candelabro de peltre que había sobre la mesilla.

– ¡Maldito hijo de puta! -repitió antes de golpear a Pierce, que no se había movido, en la cabeza-. ¡Te dije que no hablaras con él! ¡Te lo dije! ¡Te lo dije!

Kovac la agarró por detrás en un intento de apartarla de Pierce. Su cuerpo era firme y fuerte, era alta y la poseía una rabia sobrehumana.

Pierce no intentó defenderse. La sangre le corría en varios regueros por la cabeza. Se la enjugó con los dedos y se pintó con ella la mejilla.

– ¡Yo te quería! ¡Te quería! -siguió chillando Jocelyn, al borde de la incoherencia-. ¿Por qué se lo has contado? Yo podría haberlo arreglado todo.

De repente su furia se disipó, y la joven se desmoronó entre sollozos. Kovac la condujo hasta una silla y la ayudó a sentarse. Incapaz de sostenerse, resbaló al suelo y se aovilló, asestando puñetazos a la silla.

– Podría haberlo arreglado todo. Podría haber…

Kovac se inclinó y le quitó el candelabro mientras la sangre de su propia herida le manchaba el jersey de cachemira azul celeste.

– Creo que tiene usted razón, sargento -musitó Pierce, mirándose la mano ensangrentada-. Sin duda es más fácil ser infeliz solo.

El vecino había logrado encontrar un metro cuadrado disponible en su jardín para añadir otro adorno a la fiesta, un marcador luminoso que contaba las horas y los minutos que faltaban hasta la llegada de Papá Noel.

Kovac se lo quedó mirando durante un rato, fascinado por los números que iban cambiando, preguntándose qué sanción le impondrían si lo detenían por destrucción de una propiedad privada. ¿Cuántos iconos luminosos y estridentes consagrados a la sobrecomercialización de las fiestas podía destruir antes de rebasar la frontera entre falta y delito? ¿Podría declararse culpable de un crimen menor y conservar la placa?

Finalmente decidió que no tenía fuerzas para el vandalismo y se limitó a entrar en casa. Seguía tan vacía como antes, salvo por el hedor de la basura que debería haber sacado por la mañana.

Hogar, dulce hogar.

Se quitó el abrigo, lo echó sobre el respaldo del sofá, y fue al baño de la planta baja para asearse y evaluar los daños. El corte que tenía sobre el ojo izquierdo ofrecía un aspecto tremendo, una costra manchada de sangre seca. Debería haber ido a urgencias para que se lo curaran, pero no lo había hecho. Se lo limpió con un paño entre muecas de dolor, pero por fin desistió, se lavó las manos y se tomó tres analgésicos.

Fue a la cocina, abrió el frigorífico, sacó un bocadillo de albóndigas a medio comer y lo olisqueó. Mejor que la basura…

Bocadillo en mano, se apoyó contra el mostrador y escuchó el silencio mientras repasaba mentalmente la escena acaecida en casa de Pierce. Jocelyn Daring, loca de rabia, dolor y celos, cruzando la estancia como una exhalación.

Te dije que no hablaras con él… ¿Por qué se lo has contado?… Yo te quería. Te quería.

¿Por qué se lo has contado?

Extraña frase, pensó Kovac, como si la homosexualidad de Pierce fuera un secreto que Jocelyn ya conociera, pese a que Pierce no se lo había contado ni tenía intención de contárselo.

Recordó la noche en que la conoció, su actitud hacia Pierce, tan posesiva y protectora, la expresión cautelosa cuando le preguntó si conocía a Andy Fallon.

Eso es lo que quiere Joss, un muñeco Ken de tamaño natural para vestirlo, sacarlo a pasear y fingir…

Era una mujer excepcionalmente fuerte. Aun ahora le dolían los bíceps por el esfuerzo de retenerla. Con aire pensativo, se llevó el bocadillo a la boca para darle un bocado, pero su busca sonó antes de que pudiera verificar si contraería o no salmonella. La pantalla mostraba el número del móvil de Liska. Marcó su número y esperó.

– Casa del Dolor. Servicio a domicilio.

– Sí, hola, quiero otro golpe en la cabeza y de postre una patada en los dientes.

– Lo siento, pero no tenemos tiempo para divertirnos. Pero te voy a alegrar el día. Deene Combs ha movido ficha. Una hija de Chamiqua Jones ha muerto.

Capítulo 28

– ¿Qué te ha pasado? -inquirió Liska con el ceño fruncido en cuanto Kovac bajó del coche.

– Una mujer enfadada.

– No tienes mujer que se enfade contigo.

– ¿Y por qué iba a limitar eso mis posibilidades de sufrimiento? -replicó Kovac mientras recorría el lugar con la mirada.

Chamiqua Jones vivía en un barrio degradado, de destartaladas, casas monstruosas construidas a principios de siglo y más tarde divididas en pisos. Sin embargo, no era un barrio marginal. Las familias que vivían allí eran pobres, pero en su mayoría hacían cuanto estaba, en su mano por ayudarse unas a otras. Sus peores enemigos no eran los suburbios blancos, sino las bandas y los traficantes de crack.

Precisamente por ese motivo, pensó Kovac cuando se dirigían, hacia el grupo de policías y técnicos forenses.

Junto a un montículo de nieve yacía un cuerpo pequeño y cubierto con una manta. El montículo de nieve sucia aparecía salpicado de sangre. Chamiqua Jones estaba algo apartada, gritando, gimiendo y meciéndose mientras amigos y vecinos intentaban consolarla.

– Los niños estaban jugando en la nieve -explicó Liska-. Según uno de ellos, un coche con tres o cuatro matones se paró junto a ellos, asomó la cabeza por la ventanilla y gritó el nombre de Jones. Cuando vio quién reaccionaba, disparó a la niña una vez en la cara y dos en el pecho.

– Joder.

– No es un mensaje demasiado sutil que digamos.

– ¿Quién lleva el caso?

– Tom Michaels.

Al oír su nombre, Michaels dejó la conversación que estaba sosteniendo con uno de los agentes y se acercó de inmediato a ellos. Era un tipo robusto y nervioso que llevaba el cabello fijado con kilos de gomina para contrarrestar el hecho de que aparentaba unos diecisiete años, aunque no lo conseguía. Era un buen policía.

– Sam, sabía que tú y Liska llevabais el caso Nixon -empezó-, así que imaginé que querríais estar al corriente de esto.

– Gracias… supongo -dijo Kovac-. ¿Han identificado al asesino?

Michaels hizo una mueca.

Respuesta: claro que no, ni tampoco lo identificarían. La hija de Jones había muerto porque a su madre le habían pedido que testificara contra uno de los sicarios de Deene Combs. Las cabezas visibles del barrio exigirían justicia con grandes aspavientos e instarían a los ciudadanos a alzarse y luchar, pero nadie haría nada. No después de aquello. ¿Y quién podía echárselo en cara?