– No somos amigos, solo es un conocido. Tenemos amistades en común.
– Bueno, lo que sea. En cualquier caso, pensé que quizá se lo habría comentado -dijo Kovac-. En su despacho no encontré ningún indicio. Ningún expediente, ningún recorte… A menos que todo esté en el mismo sitio que su copia del expediente Curtis-Ogden y su ordenador portátil, sea donde sea.
– ¿Qué cree que esperaba conseguir indagando en el pasado de su padre?
– Supongo que pretendía comprenderlo un poco mejor -aventuró Kovac-. El Mike de estos últimos veinte años nació la noche del tiroteo. O puede que tan solo quisiera hacerle la pelota al viejo fingiendo interesarse por su vida. Eso lo sabrá usted mejor que yo. ¿Era Andy el clásico lameculos?
Savard meditó la pregunta unos instantes.
– Necesitaba complacer y tener éxito. Por eso se lo tomó tan a pecho cuando el caso Curtis-Ogden quedó cerrado. Quería ser él quien lo zanjara, no que lo cerraran porque Verma consiguió un trato.
– Entiendo su punto de vista -aseguró Kovac con una sonrisa tímida-. Yo no tendría que andar por ahí haciendo preguntas sobre la muerte de Andy Fallon… ni sobre su vida, ya puestos, pero necesito saber, necesito quedar satisfecho. El asunto no quedará zanjado hasta que yo lo diga. Así soy yo, qué le vamos a hacer.
– Eso lo convierte en un buen policía.
– Me convierte en un pelmazo. Una vez, el capitán me dijo que me pagan por investigar delitos, no por resolverlos.
– ¿Y usted qué contestó?
Kovac lanzó una carcajada.
– A la cara le dije «sí, señor»; mi cuenta corriente no podía permitirse una suspensión. Pero a espaldas suyas lo llamé algo que no puedo repetir delante de una dama.
Savard cogió de nuevo el tazón, tomó otro sorbo y lo observó por entre las pestañas. De nuevo se advertía en su expresión aquel destello casi socarrón. Muy sexy para una mujer con el ojo a la funerala. Es preciosa, cardenales o no, pensó.
Savard desvió la vista.
– Por cierto, revisé el expediente. Ogden abusó verbalmente de Andy varias veces durante la investigación, pero eso no es inusual. Profirió un par de amenazas vagas, lo cual tampoco es inusual. Entonces Verma consiguió el famoso trato, y todo terminó. No se añadió nada al expediente una vez cerrado el caso. Ogden no tenía motivos para seguir en contacto.
– ¿Qué me dice de su compañero, Rubel?
– No se le menciona. No creo que fuera su compañero en el momento del incidente. Me parece que su compañero se llamaba Porter, Larry Porter. Por si le interesa saberlo -añadió Savard-, creo que Ogden puso el reloj de Curtis en casa de Verma. Lo que pasa es que no hubo forma de demostrarlo. Habíamos hecho todo lo posible sobre la base de las pruebas que teníamos.
– Y cuando Verma se declaró culpable, el sindicato podría habérsele echado encima por acosar a Ogden. Y los peces gordos le habrían hecho la vida imposible por cabrear al sindicato -recitó Kovac-. Le pagan por investigar, no por resolver.
– Y no me queda más remedio que vivir con la posibilidad de que Andy se suicidara en parte por esa razón -murmuró Savard.
– Puede -convino Kovac-. O quizá se suicidó porque su amante se negaba a salir del armario. O tal vez creyera que su padre jamás volvería a quererlo precisamente porque él sí había salido del armario. O puede que no se suicidara y punto… ¿Lo ve? A lo mejor no fue culpa suya -intentó animarla Kovac-. Se castiga y piensa en mil maneras de haber evitado lo que sucedió. Si hubiera actuado con más rapidez, si hubiera sido más lista o capaz de adivinar el futuro en los posos del té…
– Por lo visto, soy un libro abierto.
– Ni mucho menos -musitó Kovac.
En verdad, opinaba que era una de las personas más impenetrables que había conocido en su vida. Tan reservada, tan cautelosa… Y eso no hacía más que acentuar su atractivo. Quería saber quién era en realidad y cómo se había convertido en la persona que era. Quería cruzar la barrera.
– Es mi trabajo, ni más ni menos -prosiguió-. Mi compañera habría hecho lo mismo. Intento convencerme de que eso demuestra que no nos hemos apartado del todo de la raza humana, aunque a veces creo que mejor nos iría si nos hubiéramos alejado de ella.
En aquel instante, el peso de los acontecimientos del día se cernió sobre él, casi aplastándolo. Durante un rato, había conseguido mantener a raya las emociones, la imagen de la calle atestada de coches patrulla y ambulancias, el pequeño cadáver, la nieve manchada de sangre.
Se dirigió a las puertas vidrieras que daban al jardín. Un foco de seguridad iluminaba una cuña de patio. La luna bañaba el resto, arrancando a la nieve un fulgor azulado. Era un paisaje onírico. El jardín estaba limitado por árboles, que lo protegían de las miradas de los vecinos.
– Esta noche he perdido a una persona -confesó-. Era la hija de la testigo de un asalto que estoy investigando. Una niña pequeña ha muerto acribillada a balazos para transmitir un mensaje a todo el barrio.
– ¿Y eso es culpa suya?
Kovac la vio acercarse. La luz procedente del exterior alumbraba su rostro como un velo de gasa que confería a su piel una cualidad perlada. Suavidad, pensó. Piel suave, cabello suave en suaves ondas, labios suaves como el satén. Intentó no ver las paredes ni los cantos angulosos; quería fingir que no existían. Sacudió la cabeza.
– No, no es culpa mía en realidad. Es una niña inocente asesinada en la calle. Con toda probabilidad, el asesino es un chaval de catorce años al que le encargaron el asunto porqué es menor, y él lo aceptó porque matar le da acceso a la banda. Matan a la pequeña para asustar a unas personas ya casi convencidas de que la vida es demasiado dura para preocuparse por nada aparte del propio pellejo. La matan para asustar a la madre, que no pidió ver a un tipo aplastar la cabeza a un camello y que de todos modos no habría testificado, porque su prioridad máxima es vivir el tiempo suficiente para criar a sus hijos de forma que no se conviertan en unos sociópatas. Cuando te encuentras en una situación así, hay mucha culpa para repartir, y yo no me escapo, porque se supone que mi misión es proteger a la gente, no hacer que los maten. Y ahí estaba yo, mirando a aquella mujer y disculpándome ante ella, como si eso me eximiera de mi responsabilidad.
– Culparse tampoco resuelve nada -señaló Savard.
Estaba a su derecha, tan cerca que podría haberle cogido la mano. Kovac contuvo el aliento como si Savard fuera un animal salvaje dispuesto a salir huyendo al menor movimiento.
– Hacemos lo que podemos -siguió ella en un murmullo-. Y encima nos castigamos por ello. Siempre intento tomar decisiones con la idea de lograr un bien común. A veces alguien sufre por ello, pero tomo las decisiones por las razones correctas. Eso debería contar, ¿no?
Kovac se volvió despacio hacia ella, aún temeroso de que huyera. En sus ojos se leía tal necesidad de reafirmación que le produjo un dolor físico. Acababa de asomar la cabeza por encima del muro.
– Debería -dijo-. ¿Por qué no permitirnos que sea así?
– Me da miedo pensar en la respuesta -confesó Savard con los ojos relucientes de lágrimas.
– A mí también.
Savard se lo quedó mirando un instante.
– Es usted un buen hombre, Sam Kovac -susurró por fin.
Una sonrisa curvó los labios de Kovac.
– ¿Le importaría repetir eso?
– Digo que es usted…
Kovac le puso un dedo en los labios, tan suaves como había imaginado.
– No, mi nombre. Vuélvalo a decir para que pueda oír cómo suena.
Le rodeó la mejilla con la mano. Una lágrima solitaria rodó por ella, alumbrada por la luz.
– Sam… -musitó con un suspiro tembloroso.
Kovac se inclinó sobre ella y apresó la palabra con un beso vacilante, tímido, conteniendo el aliento mientras el deseo se apoderaba de él en una ola caliente.