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Savard le apoyó las manos en los antebrazos, pero no para apartarlo de sí, sino para tocarlo. Sus labios temblaban bajo los de Kovac, pero no de miedo, sino de necesidad, aceptándolo, deseándolo. Sus lenguas se encontraron.

El beso se prolongó, suspendido en el tiempo. Por fin, Kovac se separó ligerísimamente de ella y musitó su nombre antes de estrecharla entre sus brazos con suma delicadeza, como si ella fuera de cristal. Cuando alzó de nuevo la cabeza y la miró a los ojos, Savard pronunció una sola palabra:

– Quédate.

Kovac quedó totalmente inmóvil, escuchando tan solo el latido de su corazón.

– ¿Estás segura?

Savard lo besó una vez más.

– Quédate, Sam, por favor…

Kovac no volvió a preguntárselo. Tal vez su vida estaba tan vacía como la de él. Tal vez sus almas reconocían el dolor del otro. Tal vez solo necesitaba que alguien la abrazara, y él necesitaba abrazar a alguien, preocuparse por alguien. O tal vez no importaba la razón.

Savard lo llevó escalera arriba hasta un dormitorio donde el aire y las sábanas olían a su perfume. Sobre la cómoda se veían indicios de ella: pendientes, un reloj, una cinta de terciopelo negro para el cabello. La lámpara de la mesilla despedía una luz ambarina que bañaba su piel mientras Kovac la desnudaba. Nunca había visto algo tan exquisito, nunca lo había conmovido tanto la entrega de una mujer.

Ella le alargó un condón que sacó del cajón de la mesilla. Kovac abrió el envoltorio y se lo devolvió. Ninguno de los dos habló; se lo decían todo con las manos, las miradas, los suspiros, los gemidos. Ella lo guió hasta su interior. Kovac la penetró con la sensación de que el corazón se le detenía. Y entonces empezaron a moverse al unísono, como el instrumento mejor afinado del mundo.

Deseo. Calor. Pasión. Inmersión. Languidez. Urgencia. Cada sensación se fundía en la siguiente y volvía atrás con la misma fluidez. El sabor salado de la piel, café en la lengua. Caliente y húmedo, duro y suave. Cuando ella alcanzó el clímax, fue en un crescendo de jadeos entrecortados y los sonidos desesperados de la pasión. Para él, el fin fue como un relámpago cegador. Su cuerpo se convulsionó y creyó gritar, aunque no lo sabía a ciencia cierta.

En ningún momento dejó de besarla, ni aun después, ni aun cuando se quedó dormida entre sus brazos. Siguió deslizando los labios sobre los de ella, sobre su mejilla, sobre su cabello. En su corazón albergaba el temor de que no volviera a presentarse la oportunidad, por lo que debía aprovechar el momento. Por fin, el cansancio lo envolvió como una manta. Cerró los ojos y se durmió.

Al despertar creyó haber tenido el mejor sueño de su vida. Abrió los ojos.

Amanda.

Estaba tendida de costado, acurrucada contra él, durmiendo. Kovac le cubrió el hombro desnudo con la sábana, y ella lanzó un suspiro sin despertar. La luz de la lámpara bañaba su rostro, llamando su atención sobre las rozaduras y los cardenales que le cubrían el ojo y el pómulo. Se angustió ante la idea de que quizá… sin duda, habría tocado aquellos lugares mientras hacían el amor, ocasionándole dolor. La idea de lastimarla lo ponía enfermo. Si se enteraba de que aquellas heridas se las había causado un hombre, le daría a ese cabrón una paliza de mil demonios.

Se llevó una mano al esternón, con la sensación de que alguien lo había golpeado.

Dios mío, se había acostado con una teniente.

Se había enamorado de una teniente.

Hay que reconocer que eres un as, Kovac.

¿Qué pensaría ella cuando abriera los ojos? ¿Creería que había cometido un error? ¿Que se había vuelto loca? ¿Se sentiría avergonzada, furiosa? No lo sabía. Lo que sí sabía era que lo que habían compartido era muy especial y que él no tenía intención alguna de arrepentirse, desde luego.

Se levantó con sigilo, se puso los pantalones y salió del dormitorio en busca de un lavabo, pues no quería que Amanda despertara al oír correr el agua en el lavabo de su suite. Encontró un baño de invitados con hermosas toallas y pastillas de jabón decorativas que, probablemente, no debían usarse, aunque él las usó de todos modos. Al mirarse al espejo vio a un tipo curtido, machacado, entrado en años y con las huellas de una vida más llena de desilusiones que de alegrías. ¿Qué coño podía ver una mujer en él?, se preguntó.

Se aseó y salió de nuevo al pasillo, percibiendo el olor a café quemado procedente de la cocina. Se habían dejado la cafetera encendida.

Bajó a la cocina, la apagó y se sirvió la media taza que quedaba. Mientras se lo tomaba deambuló por la casa, apagando las luces de las habitaciones por las que pasaba.

Amanda Savard había creado un refugio muy agradable, con muebles cómodos y atractivos de colores relajantes… Sin embargo, no había detalles que hablaran de ella. Ni rastro de fotografías de parientes, amigos ni de ella misma. Sí había numerosas fotografías en blanco y negro de lugares desiertos. Recordó haber visto algunas en su despacho y se preguntó qué significarían para ella. Quería encontrar algún indicio de su vida, aunque quizá ya lo estaba viendo. Desde luego, tampoco su casa contenía muchos indicios acerca de su propia vida. Un desconocido habría averiguado más detalles personales en su despacho que en su casa.

Entró en el salón, cogió un atizador y dispersó las escasas brasas que ardían en la chimenea. Cerró las puertas vidrieras y apagó la lámpara de pie china colocada en la mesilla junto al sofá. Sobre la mesa yacía un libro acerca de cómo afrontar el estrés.

Más allá del salón, más allá de una puerta vidriera de doble hoja se abría otra habitación con las luces encendidas. Un equipo de música sonaba a escaso volumen; parecía la misma emisora de jazz ligero que escuchaba Steve Pierce.

Kovac fue a apagar la radio. Se encontraba en el despacho de Amanda, otro hermoso oasis de muebles de cerezo y fotografías vacías. La única vez que había visto una mesa tan ordenada como aquella fue en una tienda de material de oficina. Amanda parecía ser una persona necesitada de orden y control, cosa que no le sorprendía. En los estantes instalados sobre la mesa vio algunos recuerdos que le hicieron sonreír. Una pequeña talla de una tigresa y su cría retozando, una colección de pisapapeles de vidrio de colores que parecían más obras de arte que herramientas útiles, un artilugio antiestrés que era una criatura de goma cuyos ojos se salían de las órbitas cuando se la apretaba, una placa.

Movido por la curiosidad, Kovac cogió la placa para echarle un vistazo. Era antigua, como las que se utilizaban cuando él ingresó en el cuerpo, hacía alrededor de un millón de años. Desde luego, de antes de que Amanda entrara en él, lo que significaba que había pertenecido a alguien que significaba algo para ella.

Ciudad de Minneapolis. Número de placa 1428.

Era el primer objeto que hacía referencia a su pasado y estaba relacionado con el trabajo. Tal vez su vida sí estaba tan vacía como la de él.

Devolvió la placa a su lugar, apagó la luz y el equipo de música y salió de la habitación, guiándose por la luz procedente de la planta superior. Subió la escalera con la idea de deslizarse de nuevo entre las sábanas para sentir el cuerpo suave y cálido de Amanda junto al suyo. Hacía tanto, tiempo que no experimentaba semejante sensación de bienestar que había olvidado cómo era.

– ¡No!

Oyó el grito a media escalera. Subió el resto a la carrera y se dirigió al dormitorio.

– ¡No! ¡No!

– ¡Amanda!

Estaba sentada en el centro de la cama, los ojos abiertos de par en par, agitando los brazos, enzarzada en una batalla con algo que solo ella veía.

– ¡No! ¡Basta!

– Amanda…

Kovac se detuvo junto a la cama sin saber qué hacer. Era una escena extraña, pues Amanda parecía estar despierta, aunque a juzgar por su expresión, no reparaba en su presencia. Despacio y con infinita delicadeza, le apoyó una mano en el hombro.

– Amanda, cariño, despierta.

Amanda dio un respingo al sentir su mano y huyó al otro extremo de la cama con expresión de animal acorralado. Kovac la asió del brazo con toda la suavidad de que fue capaz.

– Amanda, soy yo, Sam. ¿Estás despierta?

En aquel momento, Amanda parpadeó, y su pesadilla empezó a disiparse. Alzó el rostro hacia él y lo miró con tal desconcierto que se le rompió el corazón.

– No pasa nada, cariño -murmuró Kovac mientras se sentaba en el borde de la cama-. No pasa nada, cielo, no era más que un sueño. Todo va bien.

La atrajo hacia sí, y ella se acurrucó contra él como una niña, temblando de pies a cabeza. Kovac la sostuvo con un brazo mientras con la otra mano la cubría con una manta.

– Lo siento -musitó Amanda-. Lo siento.

– Chist… No tienes por qué sentir nada. Has tenido una pesadilla, pero ya ha pasado. No permitiré que nada te haga daño.

– Dios mío -gimió ella, avergonzada.

Kovac se limitó a abrazarla.

– Todo va bien.

– No -exclamó ella, zafándose de él y sin mirarlo a los ojos-. Nada va bien. Lo siento.

Se levantó de la cama, encontró un batín de seda entre las sábanas y se lo puso como si la avergonzara que Kovac la viera.

– Lo siento mucho -repitió, aún sin mirarlo.

Kovac guardó silencio mientras Amanda cruzaba la habitación a toda prisa y se encerraba en el baño. De nuevo lo acometió aquella sensación de que no tendría una segunda oportunidad con ella, de que aquella noche había sido la única. Había sido testigo de su parte más vulnerable, y a Amanda Savard le costaría mucho afrontar eso.

Lanzó un suspiro, se levantó y se puso la camisa. Sabiendo perfectamente que no serviría de nada, fue a la puerta del baño y llamó.

– ¿Estás bien, Amanda?

– Sí, gracias, estoy muy bien.

La formalidad de su tono lo golpeó como un puño; sabía que era uno de sus mecanismos de defensa predilectos, un modo de guardar las distancias. Decidió cambiar de táctica.

– Cariño, no tienes por qué avergonzarte. En nuestra profesión, todo el mundo sufre pesadillas. Deberías ver algunas de las mías.

Amanda abrió el grifo y lo cerró al poco. Luego se hizo el silencio. Kovac la imaginó mirándose al espejo como él había hecho minutos antes. No le gustaría lo que veía, las heridas, la palidez de su rostro, la expresión de sus ojos.

Retrocedió un paso cuando la puerta del baño se abrió. Amanda salió, se paró ante él con los brazos cruzados y todavía sin mirarlo a los ojos.

– No ha sido buena idea…

– No digas eso -la atajó Kovac.

Amanda cerró los ojos un instante antes de proseguir.

– Creo que los dos necesitábamos algo, y eso está bien, pero ahora…

– Ha estado mejor que bien -afirmó Kovac mientras la interceptaba para obligarla a mirarlo, aunque sin conseguirlo.

– Quiero que te vayas.

– No.

– Por favor, no hagas que me sienta más incómoda de lo que ya me siento.

– No tienes por qué sentirte incómoda.

– No salgo con compañeros de trabajo.

– ¿Ah, no? ¿Y con quién sales?

– No es asunto tuyo.

– Pues yo creo que sí -objetó Kovac.

Amanda suspiró y desvió la mirada.

– No me interesa una relación. Es mejor que te lo diga ahora para que los dos podamos seguir adelante con nuestras vidas.

– No quiero dejarlo correr -insistió Kovac, apoyándole las manos en los brazos-. Amanda, no nos hagas esto.

Amanda volvió el rostro y clavó la mirada en el suelo.

– Vete, por favor -musitó.

Le resultaba imposible ocultar las emociones que revelaba su voz temblorosa, el dolor, la tristeza, los mismos sentimientos que Kovac albergaba hacia ella en ese instante.

– Por favor… Sam… -susurró Amanda.

Kovac inclinó la cabeza, la besó en la mejilla y le acarició el cabello.

– Lo siento.

Amanda cerró los ojos con fuerza para contener las lágrimas.

– Por favor…

– De acuerdo -murmuró él-. De acuerdo.

Se apartó de ella y recogió el resto de su ropa. Amanda permaneció inmóvil. En cuanto estuvo vestido, se acercó de nuevo a ella y le acarició la mejilla con el dorso de la mano.

– Acompáñame y cierra con llave cuando me vaya. Necesito asegurarme de que estarás a salvo.

Amanda asintió y lo acompañó a la puerta. Una vez en el recibidor, Kovac se puso los zapatos, el abrigo y los guantes. Amanda no lo miró ni una sola vez. Intentó hacer tiempo y permaneció unos instantes junto a la puerta como un pasmarote, pero Amanda no alzó la mirada ni habló. Le entraron ganas de zarandearla, de abrazarla, de besarla. Pero a los hombres ya no se les permitía expresarse de aquel modo, y de todas formas, no creía que fuera el camino más adecuado para llegar a ella. Amanda necesitaba tiempo y cautela, suficiente espacio para no sentirse amenazada, pero no el suficiente para poder retraerse.

Como si tú fueras capaz de conseguirlo.

– Decidas lo que decidas -dijo por fin-, esto no ha sido un error, Amanda.

Ella no respondió, de modo que Kovac salió al frío intenso.

He aquí tu realidad, Kovac, pensó mientras la puerta se cerraba tras él. Solo y a la intemperie.

Era lo mismo que tenía antes de esa noche, pero ahora le resultaba mucho más duro porque había catado algo mucho mejor.

Regresó a la ciudad por calles vacías, de vuelta a una casa vacía, a una cama vacía, y permaneció despierto el resto de la noche, contemplando el vacío de su vida.