– Amanda, cariño, despierta.
Amanda dio un respingo al sentir su mano y huyó al otro extremo de la cama con expresión de animal acorralado. Kovac la asió del brazo con toda la suavidad de que fue capaz.
– Amanda, soy yo, Sam. ¿Estás despierta?
En aquel momento, Amanda parpadeó, y su pesadilla empezó a disiparse. Alzó el rostro hacia él y lo miró con tal desconcierto que se le rompió el corazón.
– No pasa nada, cariño -murmuró Kovac mientras se sentaba en el borde de la cama-. No pasa nada, cielo, no era más que un sueño. Todo va bien.
La atrajo hacia sí, y ella se acurrucó contra él como una niña, temblando de pies a cabeza. Kovac la sostuvo con un brazo mientras con la otra mano la cubría con una manta.
– Lo siento -musitó Amanda-. Lo siento.
– Chist… No tienes por qué sentir nada. Has tenido una pesadilla, pero ya ha pasado. No permitiré que nada te haga daño.
– Dios mío -gimió ella, avergonzada.
Kovac se limitó a abrazarla.
– Todo va bien.
– No -exclamó ella, zafándose de él y sin mirarlo a los ojos-. Nada va bien. Lo siento.
Se levantó de la cama, encontró un batín de seda entre las sábanas y se lo puso como si la avergonzara que Kovac la viera.
– Lo siento mucho -repitió, aún sin mirarlo.
Kovac guardó silencio mientras Amanda cruzaba la habitación a toda prisa y se encerraba en el baño. De nuevo lo acometió aquella sensación de que no tendría una segunda oportunidad con ella, de que aquella noche había sido la única. Había sido testigo de su parte más vulnerable, y a Amanda Savard le costaría mucho afrontar eso.
Lanzó un suspiro, se levantó y se puso la camisa. Sabiendo perfectamente que no serviría de nada, fue a la puerta del baño y llamó.
– ¿Estás bien, Amanda?
– Sí, gracias, estoy muy bien.
La formalidad de su tono lo golpeó como un puño; sabía que era uno de sus mecanismos de defensa predilectos, un modo de guardar las distancias. Decidió cambiar de táctica.
– Cariño, no tienes por qué avergonzarte. En nuestra profesión, todo el mundo sufre pesadillas. Deberías ver algunas de las mías.
Amanda abrió el grifo y lo cerró al poco. Luego se hizo el silencio. Kovac la imaginó mirándose al espejo como él había hecho minutos antes. No le gustaría lo que veía, las heridas, la palidez de su rostro, la expresión de sus ojos.
Retrocedió un paso cuando la puerta del baño se abrió. Amanda salió, se paró ante él con los brazos cruzados y todavía sin mirarlo a los ojos.
– No ha sido buena idea…
– No digas eso -la atajó Kovac.
Amanda cerró los ojos un instante antes de proseguir.
– Creo que los dos necesitábamos algo, y eso está bien, pero ahora…
– Ha estado mejor que bien -afirmó Kovac mientras la interceptaba para obligarla a mirarlo, aunque sin conseguirlo.
– Quiero que te vayas.
– No.
– Por favor, no hagas que me sienta más incómoda de lo que ya me siento.
– No tienes por qué sentirte incómoda.
– No salgo con compañeros de trabajo.
– ¿Ah, no? ¿Y con quién sales?
– No es asunto tuyo.
– Pues yo creo que sí -objetó Kovac.
Amanda suspiró y desvió la mirada.
– No me interesa una relación. Es mejor que te lo diga ahora para que los dos podamos seguir adelante con nuestras vidas.
– No quiero dejarlo correr -insistió Kovac, apoyándole las manos en los brazos-. Amanda, no nos hagas esto.
Amanda volvió el rostro y clavó la mirada en el suelo.
– Vete, por favor -musitó.
Le resultaba imposible ocultar las emociones que revelaba su voz temblorosa, el dolor, la tristeza, los mismos sentimientos que Kovac albergaba hacia ella en ese instante.
– Por favor… Sam… -susurró Amanda.
Kovac inclinó la cabeza, la besó en la mejilla y le acarició el cabello.
– Lo siento.
Amanda cerró los ojos con fuerza para contener las lágrimas.
– Por favor…
– De acuerdo -murmuró él-. De acuerdo.
Se apartó de ella y recogió el resto de su ropa. Amanda permaneció inmóvil. En cuanto estuvo vestido, se acercó de nuevo a ella y le acarició la mejilla con el dorso de la mano.
– Acompáñame y cierra con llave cuando me vaya. Necesito asegurarme de que estarás a salvo.
Amanda asintió y lo acompañó a la puerta. Una vez en el recibidor, Kovac se puso los zapatos, el abrigo y los guantes. Amanda no lo miró ni una sola vez. Intentó hacer tiempo y permaneció unos instantes junto a la puerta como un pasmarote, pero Amanda no alzó la mirada ni habló. Le entraron ganas de zarandearla, de abrazarla, de besarla. Pero a los hombres ya no se les permitía expresarse de aquel modo, y de todas formas, no creía que fuera el camino más adecuado para llegar a ella. Amanda necesitaba tiempo y cautela, suficiente espacio para no sentirse amenazada, pero no el suficiente para poder retraerse.
Como si tú fueras capaz de conseguirlo.
– Decidas lo que decidas -dijo por fin-, esto no ha sido un error, Amanda.
Ella no respondió, de modo que Kovac salió al frío intenso.
He aquí tu realidad, Kovac, pensó mientras la puerta se cerraba tras él. Solo y a la intemperie.
Era lo mismo que tenía antes de esa noche, pero ahora le resultaba mucho más duro porque había catado algo mucho mejor.
Regresó a la ciudad por calles vacías, de vuelta a una casa vacía, a una cama vacía, y permaneció despierto el resto de la noche, contemplando el vacío de su vida.
Capítulo 30
Liska aparcó en el sendero de entrada sin apenas fijarse en el reloj del salpicadero. En su casa, los sábados por la mañana se dedicaban al hockey infantil. Kyle y R. J. empezaban en la pista de hielo a las seis de la mañana. Liska los había dejado al experto cuidado de un amigo suyo que trabajaba en la brigada de delitos sexuales de la policía de St. Paul y tenía dos hijos en la misma liga que los suyos. Ningún adulto se acercaría a tres metros de ellos con Milo encargado de su vigilancia.
Eran apenas las siete y media, y el sol acababa de salir. Con toda probabilidad, casi todos los moradores de Eden Prairie aún estarían durmiendo la mona después de haberse tomado sus buenas raciones de licor de huevo en las fiestas navideñas de la noche anterior. A Liska le daba igual. No le importaba tener que derribar la puerta y sacar a ese cabrón de la cama a rastras si hacía falta. Iba a hablar con Cal Springer, y Cal Springer iba a escucharla.
Corrió a la puerta principal de la casa demasiado cara y llamó al timbre con insistencia. Lo oía sonar en el interior, donde por lo demás reinaba el silencio. En la calle sin salida no se apreciaba movimiento alguno. Los coches aparcados en los senderos de entrada tenían las ventanillas cubiertas de escarcha. Los jóvenes y escuálidos árboles de los jardines aparecían salpicados de blanco. El aliento de Liska se esparcía en nubéculas por el aire; hacía tanto frío que costaba respirar.
Por fin se abrió la puerta, y en el umbral apareció la señora Springer, ataviada con un camisón de franela y con la boca abierta por el asombro.
– ¿Dónde está? -espetó Liska mientras entraba sin esperar a que la invitaran.
Patsy Springer retrocedió un paso.
– ¿Calvin? ¿Qué…? ¿Qué hace aquí a estas horas? No sé…
Liska le lanzó una mirada que había incitado a más de un criminal curtido a confesar.
– ¿Dónde está?
En aquel momento oyó la voz de Cal procedente de la cocina.
– ¿Quién es, Patsy?
Liska pasó junto a la mujer y hundió una mano en el bolso mientras avanzaba resuelta hacia su objetivo. Cal estaba sentado a una mesa de roble, vestido con la misma ropa que el día anterior y con un desayuno compuesto de huevo pasado por agua y cereales ante él. Al verla abrió los ojos desmesuradamente como un pez fuera del agua.