¿Podía Neil haber seguido el mismo procedimiento para matar a su hermano a sangre fría por no prestarle el dinero o por no ser un desgraciado como él o por celos o porque quería castigar a su padre antes de cargárselo también a él?
Kovac se sentó de nuevo en la silla. Paseó la mirada por la habitación pulcra, recordando la cama perfectamente hecha la noche de la muerte de Andy. Le había sorprendido que Andy no se sentara en el borde de la cama antes de colgarse y que hubiera sábanas en la lavadora.
¿Quién se dedicaba a hacer la colada antes de suicidarse? Pensó en la casa de Neil Fallon el día del registro. Era la clase de tugurio repugnante que daba mala fama a los hombres solteros. Pierce lo había dicho: «Neil no es un tipo pulcro, ¿no le parece? Destrucción y huellas dactilares por todas partes…».
Neil Fallon no había cambiado una sábana en su vida, y en su casa no se advertían indicios de que supiera poner en marcha un lavavajillas.
Entonces, ¿quién? ¿Quién tenía un móvil? El encontronazo de Ogden con Asuntos Internos había pasado a la historia. A menos que Fallon hubiera descubierto algo nuevo, cosa que podían no averiguar jamás si no localizaban las notas personales de Andy sobre el caso. ¿Y cómo se las habría arreglado esa bestia de Ogden para montar un asesinato con tanta sutileza? La sutileza no formaba parte de su naturaleza, al contrario que dar una paliza a alguien con una barra de hierro. ¿Cómo habría pasado Ogden de la puerta principal siquiera? Fallon no lo habría dejado entrar. Aunque quizá a punta de pistola…
No podía negarse que Liska había removido el tema al indagar en el asunto Curtis-Ogden.
En cuanto a Steve Pierce, Kovac intuía que ya había confesado todo lo que tenía que confesar. No se lo imaginaba matando a su amante a sangre fría, tal como había muerto Fallon. Si amaba a Andy como parecía ser el caso, no podía haberlo humillado de aquel modo. Y la teoría del juego sexual no se sostenía, según Kate Conlan.
Kovac suspiró.
– Háblame, Andy.
No hacía falta un Sherlock Holmes para desentrañar la mayoría de los asesinatos. Los misterios eran más la excepción que la regla. Casi todas las víctimas morían a manos de personas a las que conocían y por razones muy simples.
Las llamadas a los amigos que figuraban en la agenda de Andy no habían dado fruto alguno. No tenía demasiados amigos íntimos; por lo visto, llevaba demasiados años llevando una vida secreta. Solo Pierce había mencionado haberlo visto con otro hombre. ¿Otro amante?
Casi todas las víctimas morían a manos de personas a las que conocían y por razones muy simples.
Vida privada: familiares, amigos, amantes, ex amantes.
Vida profesionaclass="underline" compañeros de trabajo, enemigos en el trabajo o causados por el trabajo.
No sabía en qué otros casos había estado trabajando Andy. Savard no estaba dispuesta a revelarlo, sobre todo desde que su muerte había sido tildada de suicidio. No parecía creer que ninguno de sus casos albergara a un asesino. Por ello, Kovac volvió a concentrarse en el único caso del que estaba al corriente, el Curtis-Ogden.
Aunque eso no era del todo cierto. Según Pierce, cabía la posibilidad de que Andy hubiera estado indagando en el asesinato de Thorne. Pero ¿qué podría haber surgido de un caso cerrado veinte años antes, aparte del resentimiento de su padre?
Eso lo devolvía al tema del suicidio. Tal vez un tipo como Andy, una persona concienzuda hasta la médula, necesitada de aprobación y control… Tal vez un tipo como él cambiaría las sábanas antes de suicidarse.
Casi todas las víctimas morían a manos de personas a las que conocían y por razones muy simples. Ellos mismos. Suicidio. Depresión.
La muerte era lo más sencillo del mundo.
Lástima que no pudiera convencerse de ello.
Homicidios era un lugar muy tranquilo los sábados. Leonard nunca aparecía los fines de semana, y los detectives de turno se limitaban a estar localizables por teléfono. Algunos policías acudían para poner al día su papeleo. Kovac pasaba allí casi todos los sábados porque carecía de vida personal.
Colgó el abrigo y se preguntó en qué emplearía Amanda ese día. ¿Estaría pensando en él, en lo que había sucedido? ¿Rememoraría el instante en que él salió de su casa, reescribiendo el guión para poder pedirle que se quedara?
Se dejó caer en su silla y miró el teléfono.
No, no llamaría. Sin embargo, descolgó para escuchar sus mensajes, por si las moscas… Nada. Suspiró, hojeó la agenda y marcó un número.
– Archivo, Turvey al habla -jadeó en el otro extremo de la línea una voz cargada de flema.
– Eh, Russell, viejo topo. ¿Por qué no haces algo con tu puta vida?
– ¡Ja! ¿Y qué coño quieres que haga? Joder, si tuviera que relacionarme con gente normal… -Emitió una especie de gorgoteo-: Arghh, antes me tiraría a un mono.
– Um, qué visión tan agradable -exclamó Kovac.
Imaginaba a Russell Turvey, con sus sesenta y tantos años, su cara de Popeye, un cigarrillo colgando del labio y la enorme barriga tirándose a un mono.
Turvey lanzó una carcajada seguida de un acceso de tos. Sus pulmones sonaban a bolsas llenas de gelatina.
Kovac cogió el paquete de Salem que había comprado por el camino y lo tiró a la papelera.
– ¿Qué necesitas, Sam? ¿Se trata de algo legal?
– Por supuesto.
– Ay, qué rollo. Te estás convirtiendo en un tipo aburrido. Oye, qué pena lo de Iron Mike, ¿no? Me han dicho que tú lo encontraste. Siempre son los tipos duros los que acaban metiéndose un tiro en la boca.
– Bueno, puede que no se suicidara. Lo estoy investigando.
– ¡No me jodas! Pero ¿quién desperdiciaría una bala con un vejestorio como él?
– Te mantendré informado -prometió Kovac-. Oye, Russ, el otro día vi una placa antigua en una tienda de segunda mano, y me gustaría saber a quién perteneció. ¿Puedes averiguarlo?
– Claro. Si yo no tengo la información, sé quién puede tenerla. De todas maneras, aquí me paso el día tocándome los cojones, así que…
– El grafismo de tu vocabulario me abruma, Russell.
– Ven cuando quieras a sacar una foto para tu álbum de recortes. Dame el número de placa.
– Catorce veintiocho. Parece de los setenta. Es simple curiosidad, ¿sabes?
– Ya te diré algo.
– Gracias, te debo una.
– Échale el guante al que se cargó a Mike y ya no me deberás nada.
– Haré lo que pueda.
– Te conozco, Sam, y sé que harás mucho más que eso, y todo para que algún pez gordo cabrón se lleve todo el mérito.
– Así es la vida, Russ.
– Que les den a todos -espetó Russell antes de colgar.
Kovac rescató el paquete de cigarrillos de la papelera, lo dobló por la mitad y volvió a tirarlo. Luego encendió el ordenador y pasó la siguiente hora intentando averiguar cosas sobre Jocelyn Daring. Gracias a una fuente descubrió que se había licenciado cum laude por la Universidad Northwestern, donde también había destacado como jugadora de hockey sobre hierba. Era atlética y fuerte… eso ya lo sabía. También agresiva… como había tenido ocasión de comprobar. Fue cuarta de su promoción en la Facultad de Derecho de la Universidad de Minnesota. Ambiciosa. Trabajadora. En los archivos de Tráfico se enteró de que le gustaba conducir a toda pastilla y que no se le daba nada bien el manejo de los parquímetros. Eso podría indicar cierto desprecio por las normas… o al menos eso dirían John Quinn y sus demás colegas expertos en perfiles psicológicos.
No obstante, no encontró antecedentes ni artículos sobre escenas violentas en restaurantes ni nada parecido, aunque tampoco lo había esperado. Aun cuando Jocelyn tuviera un historial de comportamiento irracional, su familia tenía dinero suficiente para ocultarlo.
No era el caso del clan Fallon, constató Kovac al revisar el expediente que Elwood había compilado sobre Neil. Sus debilidades eran del dominio público. La condena por asalto, un par de detenciones por conducir ebrio, problemas fiscales, delitos contra la salud pública, altercados con agentes del Departamento de Recursos Naturales por pescar más de la cantidad permitida de casi todas las especies que habitaban en su zona…