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Intentó localizar a Liska por el móvil, pero le saltó el contestador. Contempló la posibilidad de llamarla al busca, pero decidió dejarlo correr e irse a casa para sentirse solo y desconectado de todo en un lugar más caldeado.

El vecino había añadido a la decoración de su jardín un Papá Noel bidimensional de conglomerado que estaba agachado y mostraba buena parte de la raja del culo. Qué risa. El trasero daba exactamente a la ventana del salón de Kovac. Cuánta elegancia junta, por favor.

Kovac barajó la posibilidad de sacar el arma y hacerle un ojete nuevo. ¿Te parece gracioso, gilipollas?

La casa seguía oliendo a basura a pesar de que la había sacado. Como el hedor a cadáver en casa de Andy Fallon Arrojó las copias de los artículos sobre el asesinato de Thorne sobre la mesa y entró en la cocina, donde tostó algunos granos de café para contrarrestar el olor, un truco que había aprendido después de trabajar muchos años en escenarios de asesinatos. A ver si Heloise lo incluía en su columna de trucos prácticos. Qué hacer cuando tu casa está impregnada de olor a cadáver descompuesto.

Subió a la planta superior, se duchó, se puso vaqueros, calcetines de lana y un jersey viejo, y bajó de nuevo con intención de cenar, aunque a decir verdad no tenía apetito. No obstante, necesitaba calorías para que su mente siguiera funcionando, si es que quería que siguiera funcionando esa noche.

La única cosa comestible que había en la casa era una caja de cereales azucarados. Comió un puñado sin leche y se sirvió un vaso del whisky que había comprado de camino a casa. Macallan. Qué coño, un día es un día.

Buscó en la radio la emisora que emitía seudojazz, se acercó a la ventana y tomó un poco de whisky mientras escuchaba la música con la mirada clavada en el trasero de Papá Noel. Así es mi vida.

No sabía cuánto tiempo llevaba allí cuando sonó el timbre de la puerta. Era un sonido tan inusual en su casa que no reaccionó hasta el tercer timbrazo.

Amanda Savard estaba ante su puerta, con la cabeza envuelta en la bufanda de terciopelo negro para ocultar las heridas, o al menos algunas de ellas.

– Vaya, tú también debes de ser detective, porque mi dirección no figura en la guía.

– ¿Puedo entrar?

Kovac se apartó y la invitó con un ademán de la mano en la que sostenía el whisky.

– No esperes gran cosa. Me llegan muchos consejos de decoración por correo, pero es que no tengo tiempo de ponerlos en práctica.

Amanda fue hasta el centro del salón y se retiró la bufanda de la cabeza, pero no se quitó los guantes ni el abrigo, y tampoco se sentó.

– He venido a pedirte disculpas -empezó, mirando justo por encima del hombro derecho de Kovac, de modo que este se preguntó si vería el culo de Papá Noel, aunque si era el caso, no reaccionó.

– ¿Por qué? -preguntó-. ¿Por acostarte conmigo o por echarme después de acostarte conmigo?

Amanda tenía aspecto de querer estar en cualquier lugar menos allí. Juntó las manos y luego se llevó una al cabello, cerca de las abrasiones.

– Bueno, yo no… no pretendía… -Se interrumpió, apretó los labios y cerró los ojos un momento antes de continuar-: No soy… Me cuesta mucho… compartir mi vida… con otras personas. Y lo siento si…

Kovac dejó el vaso sobre la mesita de café y se acercó a ella. Le acarició la mejilla, deslizando el pulgar debajo de la herida. Tenía la piel fría, como si hubiera pasado mucho rato ante su puerta, haciendo acopio de valor suficiente para llamar al timbre

– No tienes por qué sentirlo, Amanda -musitó-. No lo sientas por ti ni por mí.

Por fin, Amanda alzó la vista hacia él. El labio inferior le temblaba ligeramente.

– No se me dan bien estas cosas -confesó.

– Calla -murmuró Kovac.

Inclinó la cabeza y la besó, pero no con pasión, sino con infinita ternura. Los labios de Amanda se caldearon y se entreabrieron para él.

– No puedo quedarme -susurró con voz tensa por el conflicto interno contra el que luchaba.

– Calla…

Kovac la besó de nuevo. La bufanda cayó al suelo. Kovac deslizó los labios por el cuello de Amanda, y el abrigo siguió los pasos de la bufanda.

– Sam…

– Amanda… -le susurró Kovac al oído-. Te deseo.

Amanda se estremeció bajo sus manos, que reseguían ahora el contorno de su espalda. Por fin volvió la cabeza y lo besó temblorosa, vacilante pero ansiosa a un tiempo. Un beso hambriento, pero temeroso. Abrió los ojos y lo miró por entre un velo de lágrimas.

– No sé qué podemos tener -murmuró-. No sé qué puedo darte.

– No importa -aseguró Kovac con la sinceridad del momento-. Podemos tener el aquí y ahora.

Sentía el corazón de Amanda latir contra su pecho, marcando el paso del tiempo. Ni siquiera en aquel instante de intimidad lograba leerle el pensamiento ni dilucidar qué preguntas se hacía. Sí percibía su tristeza, el vacío, la soledad, el conflicto. Kovac reconocía esas emociones y reaccionó a ellas, se sumergió en ellas mientras ambos se dejaban caer en el sofá.

Podían tener el aquí y ahora. Aun cuando eso fuera todo, Kovac no tenía nada más que pudiera comparársele.

– No puedo quedarme -musitó Savard.

Yacía en el sofá, entre los brazos de Kovac, cubierta con su propio abrigo. Sentía la piel de Kovac cálida contra la suya. Le gustaba la sensación de su cuerpo apretado contra el de ella, las piernas entrelazadas, los cuerpos unidos, como si fueran inseparables. Sin embargo, era una ilusión que no podía materializar, y esa seguridad la hacía sentirse vacía, hueca, aislada.

Kovac le deslizó una mano tras la nuca y la besó en la frente.

– No tienes que quedarte, pero puedes… si quieres. Puede que incluso encuentre un juego de sábanas limpias.

– No -declinó ella, obligándose a moverse y a cubrirse el cuerpo con la ropa-. No puedo.

Kovac se incorporó sobre un codo y con gran delicadeza le deslizó la mano por su cabello enredado.

– Amanda, no me importa de dónde vengan las pesadillas. ¿Entiendes lo que quiero decir? No me importa. No me asustan.

Pero a mí sí me importan y me asustan, quiso replicar ella, pero guardó silencio.

– Puedes compartirlas conmigo si lo necesitas -prosiguió Kovac-. Te aseguro que lo he visto todo.

Por supuesto, eso no era cierto, pero tampoco se lo dijo. Había aprendido largo tiempo atrás cuándo podía discutir y cuándo debía callar.

Kovac lanzó un suspiro.

– El cuarto de baño está al fondo del pasillo a la derecha.

Kovac la siguió con la mirada mientras salía de la habitación a medio vestir. Si eso era todo lo que iba a compartir con ella, al menos era mejor que cualquier cosa que se hubiera atrevido a soñar siquiera. Que guardara sus secretos si quería. De todos modos, Kovac llevaba ya dos fracasos sentimentales a sus espaldas, así que, ¿por qué intentarlo de nuevo? Pero aquellos argumentos no lo convencían. Amanda era un misterio, un rompecabezas, y Kovac no descansaría hasta llegar al fondo de su corazón. Siendo como era una persona tan reservada, no le haría ni pizca de gracia la intrusión, lo cual acabaría por destruir lo poco que tenían.

Kovac se vistió, se mesó el cabello y se sentó en el brazo del sofá, tomando whisky mientras esperaba el regreso de Amanda. Reapareció tal como había llegado a su casa, hermosa, reservada, camuflada.

– No sé qué decirte -suspiró, mirando el acuario.

– Pues no digas nada. Los jefes sois la pera -bromeó Kovac con una mueca-. No todo tiene que responder a un plan maestro, ¿sabes?

A Amanda parecieron preocuparla aquellas palabras. Kovac se acercó a ella y le acarició el rostro con el dorso de la mano.