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– A veces necesitamos seguir un camino para ver hasta dónde nos conduce -declaró Sam Kovac, el sabio-. Madre mía, como si supiera de lo que hablo. He fracasado dos veces. Cada camino que tomo acaba en un túnel oscuro y con un tren abalanzándose sobre mí. Debería limitarme a ser policía; eso sí que se me da bien.

Amanda le dedicó una débil sonrisa que se disipó cuando bajó la mirada hacia la mesita.

– ¿Qué es esto? -inquirió con el ceño fruncido.

– Artículos sobre el asesinato de Thorne y el tiroteo. Andy lo estaba investigando. Estoy indagando un poco, a ver si encuentro algo.

– Siguiendo el camino para ver hasta dónde te conduce -repitió ella con aire ausente.

Separó un poco las páginas para mirarlas, pero no cogió ninguna.

– Es una historia triste; eres demasiado joven para recordarla.

– Triste -murmuró Amanda con la mirada clavada en la borrosa fotografía de la viuda de Bill Thorne.

– La vida cambia cuando menos te lo esperas -dijo Kovac.

– Sí.

Amanda se irguió, se ajustó la bufanda de terciopelo, respiró hondo y desvió la vista.

– Limítate a decir «Ya nos veremos, Sam» -pidió Kovac-. Es mucho mejor que decir adiós.

Amanda intentó sonreír, pero no lo consiguió. En lugar de ello, se puso de puntillas y lo besó en la mejilla mientras le oprimía los hombros con las manos.

– Lo siento -susurró.

Y al cabo de un instante se había ido, y lo único que le quedaba a Kovac para entrar en calor era una botella de whisky de cincuenta dólares.

– No tanto como yo -dijo en el umbral de la puerta principal, viéndola marcharse en su coche.

En la casa del vecino, el papanoelómetro contaba los minutos. En aquel momento sonó el teléfono, y Kovac corrió a contestar; le daba igual quién fuera.

– Club de los Corazones Solitarios -dijo-. Inscríbase ahora. La desgracia adora tener compañía.

– ¿Aceptan a masoquistas? -preguntó Liska.

– Hacemos un descuento del cincuenta por ciento si se lía con un sádico.

– ¿Qué haces, Kojak? ¿Estás sentado en casa, compadeciéndote?

– No tengo nadie más a quien compadecer. Mi vida es un cascarón vacío.

– Pues cómprate un perro -sugirió Liska sin un ápice de comprensión-. Adivina quién fue compañero de Eric Curtis hasta un año antes de su muerte.

Kovak tomó un sorbo de Matallan.

– Si me dices que fue Bruce Ogden, me largo de la película.

– Derek Rubel -repuso su compañera-. Y adivina quién estaba ayer en el hospital del condado haciéndose un análisis de sangre y luego mintiendo al respecto.

– Derek Rubel.

– Premio para el caballero.

– Que me aspen -masculló Kovac.

– A ti no sé, pero creo que a Derek lo asparán bien aspado.

Capítulo 32

Steele's era la clase de gimnasio que requería grandes cantidades de sudor y gruñidos. No había clases de aerobic ni yoga, solo pesas, tíos cachas y heavy metal a todo volumen. El ambiente recordaba a un taller, y el hedor a hombres sobrados de testosterona resultaba casi insoportable.

Liska mostró la placa a la recepcionista con pinta de motera y expresión aburrida y entró en la sala de pesas principal. Se detuvo un instante en el umbral, paseando la mirada por los presentes, asombrada en secreto por los cuerpos que veía, cuerpos humanos normales convertidos en aquello a través de un comportamiento obsesivo y, en algunos casos, gracias a las maravillas de la química moderna. Uno de cada tres tipos en aquel gimnasio tenía pinta de Increíble Hulk.

Rubel estaba de pie en un rincón, observando a alguien que levantaba pesas en un banco. Llevaba una camiseta con las mangas cortadas para dar cabida a unos bíceps del grosor de postes telefónicos. Tenía los músculos tan bien definidos que podrían haberlo utilizado como modelo vivo para una clase de anatomía.

Liska se abrió paso entre el laberinto de hombres y máquinas, y supo exactamente cuándo Rubel reparó en su presencia, aunque no la miró, pues percibió un cambio de energía en el aire. Se acercó al banco de pesas y se encontró cara a cara con el feo Bruce Ogden, que pugnaba por levantar una barra cargada de discos del tamaño de ruedas de camión. Tenía el rostro enrojecido y emitía los gruñidos de rigor. Liska miró a Rubel.

– ¿Arma el mismo escándalo en la cama?

– No tengo ni idea.

– Se lo preguntaría a su novia, pero que yo sepa, nunca ha tenido -comentó Liska antes de inclinarse sobre Ogden para mirarlo con expresión de disculpa-. Lo siento, las putas no cuentan.

Ogden profirió un rugido y levantó la barra.

– ¿Qué quiere, sargento? -preguntó Rubel-. Estamos ocupados.

– Eso ya lo sé -espetó Liska muy seria, revelando parte del odio que le inspiraban aquellos dos hombres-. Están y han estado muy ocupados, y he venido para decírselo a la cara; nada de llamadas anónimas desde una cabina ni fotografías enviadas por correo. Tengo más pelotas que ustedes dos juntos.

Ogden colgó la barra del soporte y se incorporó con el rostro empapado en sudor.

– Eso tenemos entendido -espetó.

– Ah, así que ahora resulta que soy lesbiana, ¿eh? -bufó Liska-. Es usted la hostia, Ogden. Puede que si dejara de hacerse el macho heterosexual cachas y utilizara un poco el cerebro para variar, no estuviera metido en este lío, pero ya es demasiado tarde para cambiar. Cruzó la frontera en el momento en que decidieron involucrar a mis hijos; ya no hay vuelta atrás. Y puesto que no es legal arrancarles los corazones aquí mismo y enseñárselos mientras mueren, me limitaré a meterlos en la cárcel.

– No sé de qué habla -masculló Rubel sin inmutarse.

Liska lo miró a los ojos y guardó silencio un instante para ponerlo nervioso.

– Tengo a Cal Springer -reveló por fin-. Es mío, lo he puesto de mi parte. Y ahora empieza la diversión -murmuró con malicia-. El primero que vaya a ver al fiscal conseguirá un buen trato. Cal y yo nos reuniremos con alguien de la oficina de Sabin mañana a mediodía.

Ogden frunció los labios.

– Es usted una bocazas, Liska. No tiene nada; de lo contrario ya habría sacado las esposas.

– Es que no hay nada -añadió Rubel, aún impasible-. No hay caso.

Liska le dedicó una sonrisa.

– Piensa lo que quieras, cariño. Y ya que te pones, ¿por qué no piensas también un poco en lo que les pasa en la cárcel a los chicos guapos como tú? Tengo entendido que la cosa se pone fea, aunque por otro lado… puede que te guste. -Levantó la mano y le dio una palmada en la mejilla-. Lástima que Eric no esté vivo para hablarnos de ello.

¡Toma ya, directo a la yugular!

Rubel no cambió de expresión, pero sintió el golpe como si de un balazo se tratara. Liska percibió la onda expansiva del impacto, y Rubel sabía que ella lo sabía. Saboreó el momento. Tal vez mil momentos como aquel acabaran compensando lo que había sentido al ver las fotografías de Kyle y R. J.

O tal vez no.

Se volvió para marcharse y de repente vaciló. No fue más que una fracción de segundo, y lo más probable era que Ogden y Rubel no repararan en su titubeo. Pero en aquella fracción de segundo sus miradas se encontraron. De pie a unos tres metros de distancia, tomándose un descanso entre serie y serie de ejercicios de piernas, estaba Speed.

– ¿Estáis seguros de que el mecanismo de activación de voz funciona? -gimoteó Springer-. ¿Y si no se pone en marcha?

Barry Castleton estaba de rodillas ante él, fijando la minigrabadora al blandengue abdomen de Springer con cinta adhesiva. Como detective encargado del caso Ibsen, Castleton merecía cierta deferencia cuando Springer claudicó. Liska quería el asunto para sí, más por razones personales que para anotarse un tanto en el expediente, pero no podía excluirlo sin sentirse culpable. Castleton, un hombre negro de cuarenta y tantos años y cierta tendencia a vestirse como un profesor inglés; era un buen policía y un buen hombre. Si tenía que compartir el caso con alguien, no le importaba que fuera él.