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En aquel momento aparece en pantalla el número de teléfono y la dirección de la página web.

El televisor se apaga.

Admirable.

Un testimonio del poder de la redención y la penitencia.

Un servicio a la comunidad. Dar poder a quienes carecen de él.

Regresa la agitación. Un temor que quema la boca del estómago y mana hacia el exterior.

Temor al descubrimiento.

Temor a la muerte.

Temor al conocimiento interno de las propias capacidades cuando se ven amenazadas.

Parece que el mundo gira con mayor rapidez, se empequeñece cada vez más, haciendo inevitable el descubrimiento.

Solo es cuestión de tiempo.

El pensamiento se repite sin cesar mientras la mirada escudriña las fotografías de la muerte.

Solo es cuestión de tiempo.

Kovac debe morir.

Capítulo 35

– Me encanta este programa -aseguró Liska tras colgar el teléfono.

Desde el otro lado del cubículo, Kovac la miró con expresión ceñuda. Tenía el ordenador encendido y el auricular del teléfono encajado entre hombro y oído.

– El teléfono de emergencia no dejó de sonar cuando terminó el programa.

– ¿Y cuántas pistas legítimas se obtuvieron? -preguntó Kovac.

– Solo hace falta una. ¿Qué problema tienes? -quiso saber Liska.

– Detesto…

– Aparte de detestar a Ace Wyatt.

– Se trata sobre todo de eso -reconoció Kovac con un mohín.

– Mira lo que consigue. Enseña a las personas que se consideran impotentes a dar la cara y actuar. Si Cal Springer hubiera prestado atención a ese mensaje, Derek Rubel no andaría suelto ahora mismo.

– Me molesta todo ese rollo de los reality-shows.

– Te encanta Los más buscados de América.

– Es diferente. Lo de Wyatt es un concurso. ¿Qué nos venderán a continuación? ¿Juicios interactivos donde la gente pueda conectarse a la red y votar culpable o inocente?

– Eso ya lo hacen en Dateline.

– Genial, y seguro que la temporada que viene televisarán las ejecuciones desde Texas, presentadas por el guaperas de turno -masculló Kovac.

– ¿A quién llamas? -inquirió Liska al darse cuenta por fin de que Kovac no había hablado aún por teléfono.

– A Frank Sinatra.

– Frank Sinatra ha muerto, Kojak.

– Estoy en espera. Llamo a Donna, de la compañía telefónica. Bueno, a lo que íbamos. ¿Y si el programa confiere a alguien una falsa sensación de poder, ese alguien comete una estupidez y acaba muerto por culpa de eso?

– ¿Y si acaba muerto porque resulta que le faltan agallas y no mira el programa?

– Odio a Ace Wyatt.

– La Warner Brothers lo ha bautizado como capitán América.

Kovac lanzó una exclamación asqueada.

– Joder, me han robado la idea.

– Pues llama a tu agente en Hollywood.

– Eres tú la que quiere ir a Hollywood, Tinks, no yo.

– Para hacerme famosa por pillar a Rubel, no por convertirme en otra víctima suya.

Kovac respiró hondo para preguntarle cómo estaba, cómo estaba en realidad, pero en aquel momento, un ser humano se puso al teléfono.

– Siento haberte hecho esperar, Sam. ¿En qué puedo ayudarte?

– Hola, Donna. Necesito el registro de llamadas de un número de Minneapolis.

– ¿Tienes el papeleo preparado?

– No del todo.

– O sea, no.

– Bueno… sí, pero el tipo está muerto, así que le da igual.

– ¿Qué me dices de su familia?

– Todos muertos o en la cárcel.

– ¿Y el fiscal del distrito?

– Necesito una ayudita, Donna. No hace falta que se sostenga ante un tribunal.

– Hum… vale, pero que nadie se entere de que te lo he dado yo.

– Nadie se ha enterado nunca, pero sigo albergando esperanzas.

Donna se echó a reír. Era una tía con clase. Kovac le dio el número de Andy Fallon y colgó.

– ¿Qué buscas? -preguntó Liska.

– No estoy seguro -reconoció Kovac-. Quiero revisar el registro telefónico de Andy para ver si surge algo. Andy estaba investigando el asesinato de Thorne e intentando acercarse a Mike a través de sus experiencias. Cuando yo empecé a indagar en el mismo asunto, Wyatt se puso de los nervios, así que quiero saber…

– Estás obsesionado, Sam -lo atajó Liska-. ¿No crees que Rubel matara a Andy? Si es que lo mató alguien…

– No, no encaja. El escenario de la muerte de Andy estaba demasiado pulcro. Fíjate en lo que hizo Rubel. Mató a un tipo de una paliza con un bate de béisbol, apaleó a otro con una barra de hierro y disparó a un tercero en el pecho a quemarropa. ¿Dónde está la sutileza?

– Pero dijiste que Pierce te dijo que había visto a Andy con otro tipo. ¿Y si era Rubel? Podría encajar. Andy estaba investigando a Ogden. Nadie sabía que Ogden y Rubel estaban liados. A través de su conexión con Curtis, pues había sido compañero suyo, Rubel accede a Andy para no perder de vista la investigación. Andy se acerca demasiado a la verdad y… ¿Lo ves?

– Ni hablar. Rubel era compañero de Ogden…

– Al principio de la investigación no. Por aquel entonces, no existía conexión conocida entre ambos. Rubel había sido compañero de Curtis, pero Curtis juró que ninguno de sus compañeros lo había acosado.

– Hasta que contagió el sida a uno.

– Y si Andy descubrió de algún modo que Rubel era seropositivo… -Dejó la frase sin terminar antes de añadir-: Voy a incluir a Rubel en una rueda de fotos para mostrársela a Pierce.

– Vale -accedió Kovac-. Entretanto me gustaría saber quién entró en mi casa. ¿Por qué entraría Rubel? No tengo ninguna prueba que lo incrimine.

– Podría haber sido cualquiera y por cualquier motivo. Probablemente fue algún yonqui en busca de tu fortuna escondida. O quizá fuera otro desgraciado al que investigas por otra cosa. No tiene necesariamente que ver con Fallon.

Esa misma posibilidad se le había ocurrido a Kovac. Tenía otros casos en marcha y… Cogió el teléfono al tercer timbrazo.

– Homicidios, Kovac.

– Kovac, soy Maggie Stone. He repasado aquel caso… el de Andy Fallon.

– ¿Y?

– ¿Ya lo han enterrado?

– No creo. ¿Por qué?

– Me gustaría volverlo a examinar. Cabe la posibilidad de que lo asesinaran.

El despacho que Maggie Stone ocupaba en el depósito de cadáveres del condado de Hennepin siempre recordaba a Kovac esas noticias sobre viejos chalados cuyos cadáveres se encontraban momificados entre pilas de periódicos, revistas y basura que llevaban nueve años sin tirar. La estancia era un laberinto de papeles, publicaciones profesionales, libros sobre medicina forense y revistas de motos. Stone conducía una Harley cuando hacía buen tiempo.

Al ver a Kovac le indicó con una mano que entrara mientras con la otra sostenía un bollo de mermelada azucarado. El centro del bollo rezumaba una sustancia roja que se parecía un poco demasiado a algunas de las fotografías desparramadas sobre la mesa.

– ¿Alguna vez lees algo de lo que tienes aquí? -se interesó Kovac.

Stone examinó una foto a través de sus estrafalarias gafas de lectura y una lupa iluminada.

– ¿A qué te refieres?

Ese mes llevaba el cabello teñido de un peculiar matiz café con leche, cortado al estilo duende y pegado al cráneo con gomina. Por lo general producía la sensación de que no se peinaba desde los ochenta.

– ¿Qué has averiguado?

– Vamos a ver.

Stone hizo girar el brazo soporte de la lupa para que Kovac pudiera echar un vistazo desde el otro lado de la mesa.

– Lo que busco en el cuello de un ahorcado son cardenales o abrasiones en forma de V que sigan de forma evidente los ángulos de la soga. Aquí se ven con claridad -señaló-. Y tú lo encontraste colgado, de modo que sabemos que se colgó o lo colgaron. Sin embargo, también he encontrado lo que parecen ser sombras de un cardenal en línea recta alrededor del cuello.