Pereira se levantó y ofreció su brazo a la señora Delgado. Ella lo aceptó con una leve sonrisa y se levantó de la estrecha mesita con cierta dificultad. Pereira pagó la cuenta y dejó algunas monedas de propina. Salió del vagón restaurante dando el brazo a la señora Delgado, y se sentía orgulloso y turbado al mismo tiempo, pero no sabía por qué, sostiene Pereira.
11
Sostiene Pereira que el martes siguiente, cuando llegó a la redacción, se encontró con la portera, quien le entregó una carta urgente. Celeste se la entregó con expresión irónica y le dijo: He dado sus instrucciones al cartero, pero él no puede pasar más tarde porque tiene que recorrer todo el barrio, así que me ha dejado la carta a mí. Pereira la cogió, hizo un gesto de gratitud con la cabeza y miró si llevaba remite. Por suerte no había ningún remite y por lo tanto Celeste se había quedado con las ganas. Pero reconoció inmediatamente la tinta azul de Monteiro Rossi y su caligrafía sinuosa. Entró en la redacción y encendió el ventilador. Después abrió la carta. Decía: «Distinguido señor Pereira: por desgracia, estoy pasando por un periodo infausto. Necesitaría hablar con usted, es urgente, pero prefiero no pasar por la redacción. Le espero el martes por la tarde, a las ocho y media, en el Café Orquídea, me gustaría cenar con usted y contarle mis problemas. Con esperanza, suyo, Monteiro Rossi.»
Sostiene Pereira que quería escribir un pequeño artículo para la sección «Efemérides» dedicado a Rilke, que había muerto en el veintiséis, y de cuya desaparición por lo tanto se cumplían doce años. Y después se había puesto a traducir un cuento de Balzac. Había escogido Honorine, que era un relato sobre el arrepentimiento y que pensaba publicar en tres o cuatro entregas. Pereira no sabe por qué, pero creía que aquel relato sobre el arrepentimiento sería un mensaje en una botella que alguien recogería. Porque hay muchas cosas de las que arrepentirse, y hacía falta un relato sobre el arrepentimiento, y aquél era el único medio para comunicar un mensaje a alguien que quisiera entenderlo. Así que cogió su Larousse, apagó el ventilador y se dirigió hacia casa.
Cuando llegó en taxi delante de la catedral hacía un calor espantoso. Pereira se quitó la corbata y se la puso en el bolsillo. Subió fatigosamente la cuesta que conducía a su casa, abrió el portal y se sentó en un escalón. Le faltaba el resuello. Buscó en el bolsillo unas pastillas para el corazón que le había recetado el cardiólogo y se tragó una. Se secó el sudor, reposó, se refrescó en aquel portal oscuro y después entró en su casa. La portera no le había preparado nada, se había ido a Setúbal, a casa de sus parientes, y no volvería hasta septiembre, como hacía todos los años. Este hecho, en el fondo, le afligió. No le gustaba estar solo, completamente solo, sin nadie que se ocupara de él. Pasó por delante del retrato de su esposa y le dijo: Vuelvo dentro de diez minutos. Fue a su habitación, se desnudó y se dispuso a darse un baño. El cardiólogo le había prohibido que tomara baños demasiado fríos, pero él necesitaba un baño frío, dejó que la bañera se llenara de agua fría y se sumergió en ella. Mientras estaba inmerso en el agua se acarició largo rato el vientre. Pereira, se dijo, en tiempos tu vida era distinta. Se secó y se puso el pijama. Fue hasta el recibidor, se detuvo ante el retrato de su esposa y le dijo: Esta noche voy a ver a Monteiro Rossi, no sé por qué no le despido o le mando a hacer puñetas, tiene problemas y quiere descargarlos sobre mí, eso lo he entendido, ¿tú qué dices, qué debo hacer? El retrato de su esposa le sonrió con una sonrisa lejana. Bueno, dijo Pereira, ahora me voy a echar la siesta, después veré qué quiere ese jovenzuelo. Y se fue a acostar.
Aquella tarde, sostiene Pereira, tuvo un sueño. Un sueño hermosísimo, de su juventud. Pero prefiere no revelarlo, porque los sueños no se deben revelar, sostiene. Admite únicamente que era feliz y que se encontraba en invierno en una playa del norte, más allá de Coimbra, en La Granja quizá, junto a él había una persona cuya identidad no desea desvelar. El hecho es que se levantó de muy buen humor, se puso una camisa de manga corta, no cogió corbata, cogió en cambio una chaqueta ligera de algodón, pero no se la puso, se la colocó en el brazo. La noche era cálida, pero por suerte soplaba un poco de brisa. Por un momento pensó en llegar a pie hasta el Café Orquídea, pero enseguida le pareció una locura. Bajó, eso sí, hasta Terreiro do Paço y el paseo le sentó bien. Allí cogió un tranvía que le llevó hasta el Alexandre Herculano. El Café Orquídea estaba prácticamente desierto, Monteiro Rossi no estaba pero la verdad es que era él quien había llegado con antelación. Pereira se sentó a una mesa de dentro, cerca del ventilador, y pidió una limonada. Cuando llegó el camarero le preguntó: ¿Qué noticias hay, Manuel? Si no lo sabe usted, señor Pereira, que es periodista, respondió el camarero. He estado en las termas, respondió Pereira, y no he leído periódicos, aparte de que por los periódicos no se sabe nunca nada, lo mejor es enterarse de las noticias a viva voz, por eso se lo pregunto a usted, Manuel. Lo nunca visto, señor Pereira, respondió el camarero, lo nunca visto. Y se marchó.
En aquel momento entró Monteiro Rossi. Se acercaba con aquel aire suyo de desazón, mirando a su alrededor con expresión circunspecta. Pereira advirtió que llevaba una bonita camisa azul con el cuello blanco. Se la ha comprado con mi dinero, pensó por un instante Pereira, pero no tuvo tiempo de reflexionar sobre ese hecho porque Monteiro Rossi le vio y se dirigió hacia él. Se estrecharon la mano. Siéntese, dijo Pereira. Monteiro Rossi se sentó a la mesa y no dijo nada. Bueno, dijo Pereira, ¿qué quiere comer?, aquí sirven sólo omelettes a las finas hierbas y ensalada de pescado. Quisiera dos omelettes a las finas hierbas, dijo Monteiro Rossi, disculpe si le parezco un aprovechado, pero hoy me he saltado el almuerzo. Pereira pidió tres omelettes a las finas hierbas y después dijo: Y ahora cuénteme sus problemas, visto que ésa es la palabra que utilizó en su carta. Monteiro Rossi se echó para atrás el mechón de pelo de la frente y aquel gesto provocó un efecto extraño en Pereira, sostiene. Bueno, dijo Monteiro Rossi bajando la voz, estoy metido en líos, señor Pereira, ésa es la verdad. El camarero se acercó con las omelettes y Monteiro Rossi cambió de conversación. Dijo: ¿Ha visto qué calor? Mientras el camarero les servía hablaron del clima y Pereira contó que había estado en las termas de Buçaco y que allí sí que el clima era estupendo, entre colinas, con todo el verde del parque. Después el camarero les dejó por fin en paz y Pereira preguntó: ¿O sea? O sea que estoy metido en líos, ésos son los hechos. Pereira cortó un trozo de su omelette y preguntó: ¿A causa de Marta?