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En ese momento Pereira se levantó, sostiene. Pidió disculpas y dijo: Tengan paciencia pero necesito algunos instantes de reflexión, necesito unos minutos. Les dejó solos en el comedor y se dirigió al vestíbulo. Se detuvo delante del retrato de su esposa y le dijo: Escucha, en realidad no es ese Lugones quien me preocupa, sino Marta, para mí es ella la responsable de esta historia, Marta es la novia de Monteiro Rossi, esa del pelo color cobrizo, ya te he hablado de ella, pues bien, creo, es ella la que mete en estos líos a Monteiro Rossi, estoy seguro, y él se deja meter en líos porque está enamorado, yo tendría que ponerle en guardia, ¿no te parece? El retrato de su esposa le sonrió con una sonrisa lejana y a Pereira le pareció comprender. Volvió al comedor y preguntó a Monteiro Rossi: ¿Por qué Marta?, ¿qué tiene que ver Marta con esto? Oh, verá, balbuceó sonrojándose ligeramente Monteiro Rossi, porque Marta tiene muchos recursos, sólo por eso. Escúcheme atentamente, querido Monteiro Rossi, dijo Pereira, me parece que usted se está metiendo en líos a causa de una chica guapa, pero escuche, yo no soy su padre ni quiero adoptar un aire paternal con usted que se pudiera interpretar como paternalismo, sólo le quiero decir una cosa: cuidado. Sí, dijo Monteiro Rossi, tendré cuidado, pero ¿y el préstamo? Eso ya lo resolveremos, respondió Pereira, pero ¿por qué tengo que adelantárselo precisamente yo? Mire, señor Pereira, dijo Monteiro Rossi sacando del bolsillo una hoja y dándosela, he escrito un artículo y escribiré otros dos la próxima semana, me he permitido hacer una efemérides, he hecho la de D'Annunzio, he puesto en ella el corazón pero también la inteligencia, como usted me aconsejó, y le prometo que los próximos serán dos escritores católicos, como usted desea.

Sostiene Pereira que sintió de nuevo una leve irritación. Escuche, respondió, no es que yo quiera escritores católicos por fuerza, pero usted, que ha escrito una tesina sobre la muerte, podría pensar un poco más en escritores que se hayan interesado por ese problema, es decir, que se hayan interesado por el alma, en cambio me trae usted una efemérides de un vitalista como D'Annunzio, que puede que fuera un buen poeta pero que desperdició su vida en frivolidades, no sé si me explico, a mi periódico no le gustan las personas frívolas o por lo menos no me gustan a mí. Perfecto, dijo Monteiro Rossi, he captado el mensaje. Bien, añadió Pereira, ahora vámonos a la pensión, he encontrado una pensioncilla en la Graça donde no se andan con historias, yo pagaré el adelanto, si nos lo piden, pero espero por lo menos otras dos necrológicas, querido Monteiro Rossi, será su paga de dos semanas. Verá, señor Pereira, dijo Monteiro Rossi, la efemérides sobre D'Annunzio la he escrito porque el sábado pasado compré el Lisboa y vi que había una sección que se llama «Efemérides», la sección no estaba firmada pero supongo que la hace usted, aunque si quisiera ayuda, yo se la proporcionaría encantado, me gustaría ocuparme de una sección de ese tipo, hay un montón de escritores de los que podría hablar, y además, dado que es una sección anónima, no corro el riesgo de crearle problemas. ¿Por qué?, ¿tiene usted problemas?, sostiene haber dicho Pereira, Bueno, alguno sí, como ve, respondió Monteiro Rossi, pero si quisiera un nombre distinto he pensado en un seudónimo, ¿qué le parecería Roxy? Me parece un nombre bien escogido, dijo Pereira. Retiró la limonada de la mesa y la colocó en la fresquera, después se puso la chaqueta y dijo: Bueno, vámonos.

Salieron. En la placita que estaba delante del edificio había un soldado que dormía tendido en un banco. Pereira admitió que no se sentía capaz de recorrer la subida a pie, de modo que esperaron un taxi. El sol era implacable, sostiene Pereira, y la brisa había cesado. Pasó un taxi lentamente y Pereira lo detuvo con un gesto del brazo. Durante el trayecto no hablaron. Bajaron frente a una cruz de granito que presidía una minúscula capilla. Pereira aconsejó a Monteiro Rossi que esperara fuera, entró en la pensión seguido del señor Bruno Rossi, y se lo presentó al encargado. Era un viejecillo con gafas de gruesos cristales que dormitaba detrás del mostrador. Este es un amigo argentino, dijo Pereira, es el señor Bruno Lugones, tenga su pasaporte, pero preferiría mantener el anonimato, está aquí por razones sentimentales. El viejecillo se quitó las gafas y hojeó el libro de registro. Esta mañana ha llamado una persona para hacer una reserva, dijo, ¿es usted? Soy yo, confirmó Pereira. Tenemos una habitación de matrimonio sin baño, dijo el viejecillo, pero no sé si al señor le irá bien. Le irá estupendamente, dijo Pereira. El pago por adelantado, dijo el viejecillo, ya sabe usted cómo funciona. Pereira sacó la cartera y extrajo dos billetes. Le dejo tres días pagados, dijo, buenos días. Se despidió del señor Bruno Rossi pero prefirió no darle la mano, le parecía un gesto de excesiva intimidad. Feliz estancia, le dijo.

Salió fuera y se detuvo ante Monteiro Rossi, que esperaba sentado al borde de la fuente. Pase mañana por la mañana por la redacción, hoy leeré su artículo, tenemos cosas de que hablar. Yo, la verdad…, dijo Monteiro Rossi. La verdad, ¿qué?, preguntó Pereira. Verá, dijo Monteiro Rossi, pensaba que llegados a este punto era mejor que nos viéramos en un sitio tranquilo, en su casa, por ejemplo. De acuerdo, dijo Pereira, pero no en mi casa, basta ya con mi casa, veámonos mañana a la una en el Café Orquídea, ¿qué le parece? De acuerdo, respondió Monteiro Rossi, a la una en el Café Orquídea. Pereira le estrechó la mano y le dijo adiós. Se le ocurrió ir hasta su casa a pie, total era todo bajada. El día era magnífico, y por suerte había comenzado a soplar una brisa atlántica estupenda. Pero no se sentía capaz de apreciar el día. Se sentía inquieto y le apetecía hablar con alguien, tal vez con el padre Antonio, pero el padre Antonio pasaba los días en la cabecera de sus enfermos. Y entonces pensó que podía ir a charlar un rato con el retrato de su esposa. De modo que se quitó la chaqueta y se dirigió lentamente hacia su casa, sostiene.

13

Pereira pasó la noche acabando de traducir y de adaptar Honorine de Balzac, sostiene. Fue una traducción complicada pero resultó bastante fluida, según su opinión. Durmió tres horas, desde las seis hasta las nueve de la mañana, después se levantó, tomó un baño fresco, se bebió un café y se dirigió a la redacción. La portera, con la que se encontró en la escalera, tenía el gesto torcido y le saludó con un movimiento de cabeza. Él susurró buenos días a media voz. Entró en el cuarto, se sentó ante el escritorio y marcó el número del doctor Costa, su médico. Oiga, doctor, dijo Pereira, soy Pereira. Ah, ¿cómo está usted?, preguntó el doctor Costa. Pues verá, últimamente me ahogo, respondió Pereira, no consigo subir las escaleras y me parece que he engordado algunos kilos, cuando doy un paseo me entra taquicardia. Escuche, Pereira, dijo el doctor Costa, yo paso consulta una vez a la semana en la clínica talasoterápica de Parede, ¿por qué no ingresa allí algunos días? ¿Ingresar?, ¿por qué?, preguntó Pereira. Porque la clínica de Parede tiene un buen servicio médico, entre otras cosas curan el reuma y las cardiopatías con métodos naturales, ofrecen baños de algas, masajes y curas adelgazantes, además hay unos doctores excelentes que se han formado en Francia, a usted le sentaría bien un poco de reposo y un poco de vigilancia, Pereira, y la clínica de Parede es lo que le iría mejor, si quiere puedo reservarle una habitación para mañana mismo, una hermosa y linda habitación con vistas al mar, vida sana, baños de algas, talasoterapia, y yo iré a verle al menos una vez, también están ingresados algunos tuberculosos, pero los tuberculosos están en un pabellón reservado, no existe peligro de contagio. Oh, por eso no se preocupe, no tengo miedo a los tuberculosos, sostiene haber dicho Pereira, he pasado toda mi vida junto a una tuberculosa y la enfermedad nunca llegó a afectarme, no es ése el problema, el problema es que me han confiado la página cultural del sábado, no puedo abandonar la redacción. Mire, Pereira, dijo el doctor Costa, escúcheme bien, Parede está a medio camino entre Lisboa y Cascais, desde aquí hay unos diez kilómetros, si usted quiere escribir sus artículos en Parede y mandarlos a Lisboa, para eso está el empleado de la clínica, que todas las mañanas puede llevárselos a la ciudad, de todos modos su página aparece una vez a la semana, y si usted prepara un par de artículos largos, habrá dejado lista la página para dos sábados, y además, déjeme que se lo diga, la salud es más importante que la cultura. De acuerdo, dijo Pereira, pero dos semanas son demasiado, me bastaría con una semana de reposo. Es mejor eso que nada, concluyó el doctor Costa. Pereira sostiene que se resignó y aceptó pasar una semana en la clínica talasoterápica de Parede, autorizando al doctor Costa a que le reservara una habitación para el día siguiente, pero insistió en aclarar que primero debía advertir a su director, por una cuestión de cortesía. Colgó y marcó el número de la tipografía. Dijo que había un cuento de Balzac que aparecería en dos o tres entregas, y que por tanto la página cultural del Lisboa quedaba lista para varias semanas. ¿Y la sección de «Efemérides»?, preguntó el tipógrafo. No hay efemérides por ahora, dijo Pereira, no vengan a recoger el material a la redacción, porque esta tarde no voy a estar, se lo dejaré en un sobre cerrado en el Café Orquídea, cerca de la carnicería judía. Después marcó el número de la centralita y le pidió al telefonista que le pusiera con las termas de Buçaco. Preguntó por el director del Lisboa. El director está en el parque tomando el sol, dijo el empleado, no sé si debo molestarle. Moléstele, dijo Pereira, dígale que le llaman de la redacción cultural. El director se acercó hasta el teléfono y dijo: Dígame, soy el director. Señor director, dijo Pereira, he traducido y condensado un cuento de Balzac, y ocupa dos o tres números, le llamo porque pretendo ingresar en la clínica talasoterápica de Parede, mi cardiopatía no va por buen camino y mi médico me ha aconsejado una cura, ¿puedo contar con su permiso? ¿Y el periódico?, preguntó el director. Como ya le he dicho, al menos las próximas dos o tres semanas están cubiertas, sostiene haber dicho Pereira, y además yo estoy a dos pasos de Lisboa, de todos modos le dejo el número de teléfono de la clínica, y además escuche, si hay algún problema iré rápidamente a la redacción. ¿Y el ayudante?, preguntó el director, ¿no podría dejar en su lugar a su ayudante? Será mejor que no, respondió Pereira, ha hecho un par de necrológicas, pero no sé hasta qué punto son artículos utilizables, si muere algún escritor importante, ya me encargaré yo. De acuerdo, dijo el director, tómese entonces su semana de cura, señor Pereira, después de todo en el periódico está el subdirector, que puede encargarse en todo caso de cualquier problema. Pereira se despidió y le dijo que diera recuerdos a la amable señora que había conocido. Colgó y miró el reloj. Era casi la hora de irse al Café Orquídea, pero antes quería leer la efemérides sobre D'Annunzio que no había tenido tiempo de leer la noche anterior. Pereira puede aportarla como documentación porque la ha conservado. Decía: «Hace exactamente cinco meses, a las ocho de la tarde del primero de marzo de 1938, moría Gabriele D'Annunzio. En aquel momento este periódico no contaba aún con una página cultural, pero hoy nos parece que ha llegado el momento de hablar de él. ¿Fue un gran poeta Gabriele D'Annunzio, cuyo verdadero nombre, por cierto, era Rapagnetta? Es difícil de decir, porque sus obras están todavía demasiado frescas para nosotros, que somos sus contemporáneos. Tal vez convenga más bien hablar de su figura de hombre, que se entremezcla con la figura del artista. Ante todo, fue un vate. Amó el lujo, la vida mundana, la grandilocuencia, la acción. Fue un gran partícipe del decadentismo, conculcador de reglas morales, amante de la morbosidad y el erotismo. Del filósofo alemán Nietzsche extrajo el mito del superhombre, pero lo redujo a una visión de la voluntad de poder de ideales estetizantes destinados a componer el caleidoscopio coloreado de una vida inimitable. Fue intervencionista en la gran guerra, enemigo convencido de la paz entre los pueblos. Protagonizó empresas belicosas o provocadoras, como el vuelo sobre Viena, en 1918, cuando lanzó octavillas italianas sobre la ciudad. Después de la guerra organizó una ocupación de la ciudad de Fiume, de la que fue desalojado a continuación por las tropas italianas. Habiéndose retirado a Gardone en una villa a la que llamaba el Victorial de los Italianos, llevó allí una vida disoluta y decadente, marcada por amores fútiles y aventuras eróticas. Contempló con agrado el fascismo y las empresas bélicas. Fernando Pessoa le había apodado "solo de trombón" y quizá no le faltaran motivos. La voz que de él nos llega, en efecto, no es el sonido de un delicado violín, sino la voz atronadora de un instrumento de viento, de una tromba retumbante y prepotente. Una vida no ejemplar, un poeta altisonante, un hombre lleno de sombras y de componendas. Una figura nada modélica, y por eso le recordamos. Firmado: Roxy.»