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Era el veinticinco de julio de mil novecientos treinta y ocho y Lisboa refulgía en el azul de la brisa atlántica, sostiene Pereira.

2

Pereira sostiene que aquella tarde el tiempo cambió. De improviso, cesó la brisa atlántica, del océano llegó una espesa cortina de niebla y la ciudad se vio envuelta en un sudario de bochorno. Antes de salir de su oficina, Pereira miró el termómetro que había pagado de su bolsillo y que había colgado detrás de la puerta. Marcaba treinta y ocho grados. Pereira apagó el ventilador, se encontró en las escaleras con la portera, que le dijo adiós señor Pereira, aspiró una vez más el olor a frito que flotaba en el zaguán y salió por fin al aire libre. Frente al portal se hallaba el mercado del barrio y la Guarda Nacional Republicana estaba estacionada allí con dos camionetas. Pereira sabía que el mercado estaba agitado porque el día anterior, en Alentejo, la policía había matado a un carretero que abastecía los mercados y que era socialista. Por eso la Guarda Nacional Republicana se había estacionado delante de las puertas del mercado. Pero el Lisboa no había tenido valor para dar la noticia, o, mejor dicho, el subdirector, porque el director estaba de vacaciones, estaba en Buçaco, disfrutando del fresco y de las termas, y ¿quién podía tener el valor de dar una noticia de ese tipo, que un carretero socialista había sido asesinado brutalmente en Alentejo en su propio carro y que había cubierto de sangre todos sus melones? Nadie, porque el país callaba, no podía hacer otra cosa sino callar, y mientras tanto la gente moría y la policía era la dueña y señora. Pereira comenzó a sudar, porque pensó de nuevo en la muerte. Y pensó: Esta ciudad apesta a muerte, toda Europa apesta a muerte.

Se dirigió al Café Orquídea, que estaba allí a dos pasos, pasada la carnicería judía, y se sentó a una mesa, pero dentro del local, porque por lo menos tenían ventiladores, visto que fuera no se podía ni estar a causa del bochorno. Pidió una limonada, fue al servicio, se mojó la cara y las manos, hizo que le trajeran un cigarro, pidió el periódico de la tarde y Manuel, el camarero, le trajo precisamente el Lisboa. No había visto las pruebas aquel día, por lo que lo hojeó como si fuera un periódico desconocido. Leyó en la primera página: «Hoy ha salido de Nueva York el yate más lujoso del mundo.» Pereira se quedó mirando durante un rato el titular, después miró la fotografía. Era una imagen que retrataba a un grupo de personas en camisa y canotié, que descorchaban botellas de champán. Pereira comenzó a sudar, sostiene, y pensó de nuevo en la resurrección de la carne. ¿Cómo?, pensó, si resucito, ¿tendré que encontrarme a gente como ésta con sus canotiés? Pensó que se iba a encontrar de verdad con aquella gente del velero en un puerto impreciso de la eternidad. Y la eternidad le pareció un lugar insoportable, sofocado por una cortina nebulosa de bochorno, con gente que hablaba en inglés y que brindaba exclamando: ¡Oh, oh! Pereira hizo que le trajeran otra limonada. Pensó si debería irse a casa para tomar un baño fresco o si no debería ir a buscar a su amigo párroco, don Antonio, de la Iglesia das Mercés, con quien se había confesado algunos años antes, cuando murió su mujer, y al que iba a ver una vez al mes. Pensó que lo mejor era ir a ver a don Antonio, quizá le sentara bien.

Y eso es lo que hizo. Sostiene Pereira que aquella vez se olvidó de pagar. Se levantó despreocupadamente, o más bien sin pensárselo, y se marchó, sencillamente, y sobre la mesa dejó el periódico y su sombrero, quizá porque con aquel bochorno no tenía ganas de ponérselo en la cabeza, o porque así era él, de esos que se olvidan las cosas.

El padre Antonio estaba agotado, sostiene Pereira. Tenía unas ojeras que le llegaban hasta las mejillas y parecía extenuado, como si no hubiera dormido. Pereira le preguntó qué le había ocurrido y el padre Antonio le dijo: Pero cómo, ¿no lo sabes?, han asesinado a un alentejano en su carreta, hay huelgas, aquí en la ciudad y en otras partes, pero ¿en qué mundo vives, tú, que trabajas en un periódico?, mira, Pereira, ve a informarte, anda.

Pereira sostiene que salió turbado de aquel breve coloquio y de la manera en que había sido despedido. Se preguntó: ¿En qué mundo vivo? Y se le ocurrió la extravagante idea de que él, quizá, no vivía, sino que era como si estuviese ya muerto. Desde que había muerto su mujer, él vivía como si estuviera muerto. O, más bien, no hacía nada más que pensar en la muerte, en la resurrección de la carne, en la que no creía, y en tonterías de esa clase, la suya era sólo una supervivencia, una ficción de vida. Y se sintió exhausto, sostiene Pereira. Consiguió arrastrarse hasta la parada más cercana del tranvía y cogió uno que lo llevó hasta Terreiro do Paço. Y mientras tanto, por la ventanilla, veía desfilar lentamente su Lisboa, miraba la Avenida da Liberdade, con sus hermosos edificios, y después la Praça do Rossio, de estilo inglés; y en Terreiro do Paço se bajó y tomó el tranvía que subía hasta el castillo. Bajó a la altura de la catedral, porque él vivía allí cerca, en Rua da Saudade. Subió fatigosamente la rampa de la calle que le conducía hasta su casa. Llamó a la portera porque no tenía ganas de buscar las llaves del portal y la portera, que le hacía también de asistenta, fue a abrirle. Señor Pereira, dijo la portera, le he preparado una chuleta frita para cenar. Pereira le dio las gracias y subió lentamente la escalera, cogió la llave de casa de debajo del felpudo, donde la guardaba siempre, y entró. En el recibidor se detuvo delante de la estantería, donde estaba el retrato de su esposa. Aquella fotografía se la había hecho él, en mil novecientos veintisiete, había sido durante un viaje a Madrid y al fondo se veía el perfil macizo de El Escorial. Perdona si llego con un poco de retraso, dijo Pereira.

Sostiene Pereira que desde hacía tiempo había cogido la costumbre de hablar con el retrato de su esposa. Le contaba lo que había hecho durante el día, le confiaba sus pensamientos, le pedía consejos. No sé en qué mundo vivo, dijo Pereira al retrato, me lo ha dicho incluso el padre Antonio, el problema es que no hago otra cosa que pensar en la muerte, me parece que todo el mundo está muerto o a punto de morirse. Y después Pereira pensó en el hijo que no habían tenido. Él sí lo hubiera querido, pero no podía pedírselo a aquella mujer frágil y enfermiza que pasaba las noches insomne y largos periodos en sanatorios. Y lo lamentó. Porque si hubiera tenido un hijo, un hijo mayor con el que sentarse ahora a la mesa y hablar, no habría necesitado hablar con aquel retrato que se remontaba a un viaje lejano del que ya casi no se acordaba. Y dijo: En fin, qué le vamos a hacer, que era su manera de despedirse del retrato de su esposa. Después entró en la cocina, se sentó a la mesa y retiró la tapadera que cubría la sartén con la chuleta frita. La chuleta estaba fría, pero no tenía ganas de calentarla. Se la comía siempre así, como se la había dejado la portera: fría. Comió rápidamente, entró en el baño, se lavó las axilas, se cambió de camisa, se puso una corbata negra y se echó un poco del perfume español que había quedado en un frasco comprado en mil novecientos veintisiete en Madrid. Después se puso una chaqueta gris y salió para ir a la Praça da Alegría, porque eran ya las nueve de la noche, sostiene Pereira.

3

Pereira sostiene que la ciudad parecía estar tomada por la policía, aquella tarde. Estaban por todas partes. Cogió un taxi hasta Terreiro do Paço y bajo los pórticos había camionetas y agentes con mosquetes. Tal vez temieran manifestaciones o concentraciones callejeras, y por eso vigilaban los puntos estratégicos de la ciudad. Hubiera querido continuar a pie, porque el cardiólogo le había dicho que le hacía falta ejercicio, pero no tuvo valor para pasar por delante de aquellos soldados siniestros, de modo que cogió el tranvía que recorría Rua dos Franqueiros y que terminaba en Praça da Figueira. Allí se bajó, sostiene, y se topó con más policías. Esta vez tuvo que pasar por delante de los pelotones y eso le produjo un ligero malestar. Al pasar, escuchó cómo un oficial decía a los soldados: Y recordad, muchachos, que los subversivos están siempre al acecho, conviene estar con los ojos bien abiertos.