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Cuando salió hacía un fuerte viento que doblaba las copas de los árboles. Pereira echó a andar, después se detuvo para ver si pasaba algún taxi. Por un instante pensó en ir a cenar al Café Orquídea, luego cambió de opinión y decidió al final que lo mejor sería ir a tomarse un café con leche a su casa. Pero, por desgracia, no pasaban taxis y tuvo que esperar al menos una media hora, sostiene.

22

Al día siguiente Pereira permaneció en su casa, sostiene. Se levantó tarde, desayunó y guardó la novela de Bernanos porque ya no iba a publicarse en el Lisboa. Rebuscó en su biblioteca y encontró las obras completas de Camilo Castelo Branco. Escogió una novela corta al azar y empezó a leer la primera página. La encontró deprimente, no tenía la ligereza ni la ironía de los franceses, era una historia oscura, nostálgica, llena de problemas y repleta de tragedias. Pereira se cansó pronto. Hubiera deseado hablar con el retrato de su esposa, pero aplazó la conversación para más tarde. Entonces se hizo una tortilla sin hierbas aromáticas, se la comió entera y fue a acostarse, se durmió rápidamente y tuvo un hermoso sueño. Más tarde se levantó y se sentó en un sillón a mirar las ventanas. Desde las ventanas de su casa se veían las palmeras del cuartel de enfrente y de vez en cuando se oía un toque de corneta. Pereira no sabía descifrar los toques de corneta porque no había hecho el servicio militar, y para él eran mensajes sin sentido. Se puso a mirar las ramas de las palmeras agitadas por el viento y pensó en su infancia. Se pasó una buena parte de aquella tarde así, pensando en su infancia, pero eso es algo de lo que Pereira no quiere hablar, porque no tiene nada que ver con esta historia, sostiene.

Hacia las cuatro de la tarde oyó sonar el timbre. Pereira se agitó en su duermevela, pero no se movió. Encontró extraño que alguien llamara a su timbre, pensó que quizá fuera Piedade que regresaba de Setúbal, tal vez a su hermana la habían operado antes de lo previsto. El timbre sonó de nuevo, insistentemente, dos veces, dos largos timbrazos. Pereira se levantó y tiró de la cuerda que abría la puerta de la calle. Permaneció en el descansillo de la escalera, oyó que la puerta se cerraba lentamente y unos pasos que subían con rapidez. Cuando la persona que había entrado llegó al rellano, Pereira no fue capaz de distinguirla, porque la escalera estaba a oscuras y porque él ya no veía demasiado bien.

Buenas tardes, señor Pereira, dijo una voz que Pereira reconoció, soy yo, ¿puedo entrar? Era Monteiro Rossi, Pereira le dejó pasar y cerró la puerta rápidamente. Monteiro Rossi se detuvo en la entrada, llevaba en la mano una pequeña bolsa y vestía una camisa de manga corta. Perdóneme, señor Pereira, dijo Monteiro Rossi, luego se lo explicaré todo, ¿hay alguien más en el edificio? La portera está en Setúbal, dijo Pereira, los inquilinos del piso de arriba han dejado su piso, se han trasladado a Oporto. ¿Cree que me ha visto alguien?, preguntó Monteiro Rossi con ansiedad. Sudaba y tartamudeaba ligeramente. Creo que no, dijo Pereira, pero ¿qué hace usted aquí?, ¿de dónde viene? Luego se lo explicaré todo, señor Pereira, dijo Monteiro Rossi, pero ahora desearía darme una ducha y cambiarme de camisa, estoy agotado. Pereira le acompañó al baño y le dio una camisa limpia, su camisa de color caqui. Le estará un poco ancha, dijo, pero qué le vamos a hacer. Mientras Monteiro Rossi estaba en el baño, Pereira se dirigió hasta el recibidor frente al retrato de su mujer. Hubiera deseado decirle algo, sostiene, que Monteiro Rossi había aparecido de repente por su casa, por ejemplo, y otras cosas más. En cambio no dijo nada, aplazó la conversación para más tarde y volvió al salón. Monteiro Rossi apareció inmerso en la anchísima camisa de Pereira. Gracias, señor Pereira, dijo, estoy agotado, quisiera contarle muchas cosas, pero estoy verdaderamente agotado, quizá me iría bien una siesta. Pereira le condujo hasta el dormitorio y extendió una colcha de algodón por encima de las sábanas. Échese aquí, le dijo, y quítese los zapatos, no se ponga a dormir con los zapatos puestos porque el cuerpo no reposa, y estése tranquilo, yo le despertaré más tarde. Monteiro Rossi se acostó y Pereira cerró la puerta y regresó al salón. Guardó las obras de Camilo Castelo Branco, cogió de nuevo a Bernanos y se puso a traducir el resto del capítulo. Si no podía publicarlo en el Lisboa, paciencia, pensó, a lo mejor podría publicarlo como libro, así al menos los portugueses tendrían un buen libro para leer, un libro serio, ético, que trataba de problemas fundamentales, un libro que sería beneficioso para la conciencia de los lectores, pensó Pereira.