Pereira bebió la limonada y pagó la cuenta. Salió y se dirigió a la redacción. Encontró en su garita a Celeste, que seguía consultando el calendario. ¿Novedades?, preguntó Pereira. Ha habido una llamada para usted, dijo Celeste, era una mujer pero no ha querido decir para qué llamaba. ¿Ha dejado su nombre?, preguntó Pereira. Era un nombre extranjero, respondió Celeste, pero no lo recuerdo. ¿Por qué no lo ha escrito?, le reprochó Pereira, usted tiene que hacer de centralita, Celeste, y tomar nota. Si ya escribo mal el portugués, respondió Celeste, imagínese los nombres extranjeros, era un nombre complicado. A Pereira le dio un vuelco el corazón y preguntó: ¿Y qué le ha dicho esa persona, qué le ha dicho, Celeste? Ha dicho que tenía un mensaje para usted y que estaba buscando al señor Rossi, qué nombre más raro, yo le he contestado que aquí no había ningún Rossi, que ésta era la redacción cultural del Lisboa, así que he llamado a la redacción central porque he creído que allí podría encontrarle a usted, quería avisarle, pero usted no estaba y he dejado el recado de que le estaba buscando una señora extranjera, una tal Lise, ahora me acuerdo. ¿Y ha dicho usted en el periódico que buscaban al señor Rossi?, preguntó Pereira. No, señor Pereira, respondió con expresión astuta Celeste, eso no lo he dicho, me parecía inútil, he dicho tan sólo que le estaba buscando una tal Lise, no se preocupe, señor Pereira, si quieren le encontrarán. Pereira miró el reloj. Eran las cuatro de la tarde, renunció a subir y se despidió de Celeste. Escuche, Celeste, dijo, me voy a casa porque no me encuentro nada bien, si alguien me telefonea, dígale que me llame a mi casa, quizá mañana no venga a la redacción, cójame el correo.
Cuando llegó a casa eran casi las siete. Se había entretenido largamente en el Terreiro do Paço, en un banco, contemplando los transbordadores que salían hacia la otra orilla del Tajo. Era hermosa aquella caída de la tarde y Pereira quiso disfrutarla. Encendió un cigarro y se lo fumó con ávidas bocanadas. Estaba sentado en un banco que miraba hacia el río y cerca de él fue a sentarse un mendigo que tocó para él viejas canciones de Coimbra con su acordeón.
Cuando Pereira entró en su casa no vio de inmediato a Monteiro Rossi y eso le alarmó, sostiene. Pero Monteiro Rossi estaba aseándose en el cuarto de baño. Me estoy afeitando, señor Pereira, gritó Monteiro Rossi, dentro de cinco minutos estaré con usted. Pereira se quitó la chaqueta y preparó la mesa. Puso los platos de Caldas da Rainha, los de la primera noche. En la mesa colocó dos velas que había comprado aquella mañana. Luego se fue a la cocina y pensó qué podía preparar para cenar. Quién sabe por qué, se le ocurrió preparar un plato de cocina italiana. Pensó inventar un plato, sostiene Pereira. Cortó una generosa loncha de jamón y la cortó en dados pequeños, después cogió dos huevos y los batió, los cubrió de queso rayado y añadió el jamón, lo condimentó con orégano y mejorana, lo removió todo bien, luego puso una olla de agua para hervir la pasta. Cuando el agua comenzó a hervir echó unos espaguetis que llevaban ya un tiempo en la despensa. Monteiro Rossi llegó fresco como una rosa, llevaba la camisa de color caqui de Pereira que le envolvía como una sábana. He pensado hacer un plato italiano, dijo Pereira, no sé si es verdaderamente italiano, tal vez sea una fantasía, pero por lo menos es pasta. ¡Qué maravilla, exclamó Monteiro Rossi, hace siglos que no como pasta! Pereira encendió las velas y sirvió los espaguetis. He intentado telefonear a Marta, dijo, pero en el primer número no contestaban y en el segundo ha respondido una señora que se hacía la tonta, le he dicho incluso que quería hablar con Marta, pero no ha habido nada que hacer, cuando he llegado a la redacción la portera me ha dicho que me habían buscado, probablemente era Marta, pero le buscaba a usted, quizá ha sido una imprudencia por su parte, ahora quizá alguien sabe que estoy en contacto con usted, creo que esto traerá problemas. ¿Qué cree que debo hacer?, preguntó Monteiro Rossi. Si sabe de un lugar más seguro es mejor que se vaya, si no es así quédese y ya veremos, respondió Pereira. Llevó a la mesa el frasco de las cerezas y cogió una sin jarabe. Monteiro Rossi volvió a llenarse el vaso.
En ese momento oyeron llamar a la puerta. Eran golpes decididos, como si quisieran echarla abajo. Pereira se preguntó cómo habían conseguido franquear la puerta de la calle y permaneció algunos segundos en silencio. Los golpes se repitieron de manera furiosa. ¿Quién es?, preguntó Pereira levantándose, ¿qué quieren? Abran, policía, abran la puerta o la abriremos a tiros, respondió una voz. Monteiro Rossi retrocedió precipitadamente hacia las habitaciones, tuvo tan sólo fuerzas para decir: Los documentos, señor Pereira, esconda los documentos. Ya están en lugar seguro, le tranquilizó Pereira, y se encaminó a la entrada para abrir la puerta. Cuando pasó ante el retrato de su esposa dirigió una mirada de complicidad hacia aquella sonrisa lejana. Después abrió la puerta, sostiene.
24
Sostiene Pereira que eran tres hombres vestidos de paisano y que iban armados con pistolas. El primero que entró era un hombre delgado y bajo, con perilla y bigotito castaños. Policía política, dijo el delgadito bajo con aire de ser el que mandaba, tenemos que registrar el piso, buscamos a una persona. Déjeme ver su tarjeta de identificación, se opuso Pereira. El delgadito bajo se volvió hacia sus dos compañeros, dos sicarios vestidos de oscuro, y dijo: ¡Eh, chicos!, ¿habéis oído?, ¿qué os parece? Uno de los dos apoyó la pistola contra la boca de Pereira y susurró: ¿Te basta ésta como tarjeta de identificación, gordito? Vamos, chicos, dijo el delgadito bajo, no me tratéis así al señor Pereira, es un buen periodista, escribe en un periódico digno de respeto, tal vez un poco demasiado católico, no lo niego, pero que sigue una línea correcta. Y después continuó: Escuche, señor Pereira, no nos haga perder el tiempo, no hemos venido a charlar, y perder el tiempo no es nuestra especialidad, además sabemos que esto no va con usted, usted es buena persona, simplemente no sabía con quién estaba tratando, ha confiado usted en una persona sospechosa, pero yo no quiero causarle problemas, sólo déjenos hacer nuestro trabajo. Yo dirijo la página cultural del Lisboa, dijo Pereira, quiero hablar con alguien, quiero telefonear a mi director, ¿sabe él que están en mi casa? Venga, señor Pereira, respondió el delgadito bajo con voz meliflua, ¿le parece a usted que si vamos a efectuar una operación policial avisamos antes a su director?, pero ¿qué dice? Pero ustedes no son de la policía, se obstinó Pereira, no están autorizados, van de paisano, no tienen ningún permiso para entrar en mi casa. El delgadito bajo se volvió de nuevo hacia los dos sicarios con una sonrisita y dijo: El dueño de la casa es obstinado, chicos, quién sabe lo que habrá que hacer para convencerle. El hombre que tenía la pistola apuntando a Pereira le dio un soberano bofetón y Pereira se tambaleó. Venga, Fonseca, no hagas eso, dijo el delgadito bajo, no debes maltratar al señor Pereira, me lo vas a asustar demasiado, es un hombre frágil, a pesar de su mole, se interesa por la cultura, es un intelectual, el señor Pereira debe ser convencido por las buenas, porque si no se nos meará encima. El sicario que se llamaba Fonseca le dio otro bofetón a Pereira y Pereira se tambaleó de nuevo, sostiene. Fonseca, dijo sonriendo el delgadito bajo, tienes las manos demasiado largas, tendré que tenerte a raya o me vas a estropear la faena. Después se dirigió a Pereira y le dijo: Señor Pereira, como ya le he dicho, no tenemos nada contra usted, sólo hemos venido a darle una pequeña lección a un jovencito que está en esta casa, una persona que necesita una pequeña lección porque no conoce los valores de la patria, los ha perdido, el pobrecito, y nosotros hemos venido para hacer que los recupere. Pereira se frotó la mejilla y murmuró: Aquí no hay nadie. El delgadito bajo echó una mirada a su alrededor y dijo: Escuche, señor Pereira, facilítenos la tarea, a su joven huésped sólo queremos preguntarle unas cosas, le someteremos sólo a un pequeño interrogatorio y procederemos de manera que recupere los valores patrióticos, no queremos hacerle nada más, hemos venido para eso. Pues entonces déjeme llamar a la policía, insistió Pereira, que vengan ellos y que se lo lleven a comisaría, es allí donde se efectúan los interrogatorios, no en un piso. Vamos, señor Pereira, dijo el delgadito bajo con su sonrisita, usted no es nada comprensivo, su piso es ideal para un interrogatorio privado como el nuestro, su portera no está, sus vecinos se han ido a Oporto, la noche está serena y este edificio es una maravilla, es más discreto que un despacho de la policía.