Acudí a visitar su cadáver a las dos de la tarde. La capilla del hospital estaba desierta. La tapa del ataúd estaba levantada. Aquel hombre era católico y le habían colocado sobre el pecho un crucifijo de madera. Permanecí allí unos diez minutos. Era un viejo robusto, o más bien grueso. Cuando le conocí en París era un hombre de unos cincuenta años, ágil y despierto. La vejez, quizá una vida difícil, habían hecho de él un viejo grueso y fláccido. A los pies del ataúd, sobre un pequeño atril, había un registro abierto donde aparecían las firmas de los visitantes. Había algunos nombres, pero yo no conocía a nadie. Tal vez fueran antiguos colegas, gente que había vivido con él las mismas batallas, periodistas jubilados.
En septiembre, como decía, Pereira vino a visitarme a su vez. En aquel momento no supe qué decirle, y sin embargo comprendí de manera confusa que aquella vaga aparición que se presentaba bajo el aspecto de un personaje literario era un símbolo y una metáfora: en cierto sentido era la trasposición fantasmagórica del viejo periodista a quien había rendido el último saludo. Me sentí azorado pero le acogí con afecto. Aquella tarde de septiembre comprendí vagamente que un ánima que erraba en el espacio del éter me necesitaba para relatarse, para describir una elección, un tormento, una vida. En ese privilegiado espacio que precede al momento del sueño, y que para mí es el espacio más idóneo para recibir las visitas de mis personajes, le dije que volviera de nuevo, que se confiase a mí, que me contara su historia. Volvió y yo encontré para él de inmediato un nombre: Pereira. En portugués Pereira significa peral y, como todos los nombres de árboles frutales, es un apellido de origen judío, al igual que en Italia los apellidos de origen judío son nombres de ciudades. Con ello quise rendir homenaje a un pueblo que ha dejado una gran huella en la civilización portuguesa y que ha sufrido las grandes injusticias de la Historia. Pero hubo otro motivo, esta vez de origen literario, que me empujaba hacia ese nombre: una pequeña pieza teatral de Eliot titulada What about Pereira?, en la que dos amigas evocan, en su diálogo, a un misterioso portugués llamado Pereira, del cual no se llegará a saber nada. De mi Pereira, en cambio, yo comenzaba a saber muchas cosas. En sus visitas nocturnas me iba contando que era viudo, cardiópata e infeliz. Que le gustaba la literatura francesa, especialmente los escritores católicos de entreguerras, como Mauriac y Bernanos, que estaba obsesionado por la idea de la muerte, que su mayor confidente era un franciscano llamado padre Antonio, con el cual se confesaba temeroso de ser herético porque no creía en la resurrección de la carne. Y, después, las confesiones de Pereira, unidas a la imaginación de quien escribe, hicieron lo demás. Encontré para Pereira un mes crucial en su vida, un mes tórrido: agosto de 1938. Pensé en una Europa al borde del desastre de la Segunda Guerra Mundial, en la Guerra Civil española, en las tragedias de nuestro pasado reciente. Y en el verano del noventa y tres, cuando Pereira se había convertido en amigo mío y me había relatado su historia, yo pude escribirla. La escribí en Vecchiano, en dos meses, que fueron también tórridos, de intenso y furibundo trabajo. Por una afortunada coincidencia, acabé de escribir la última página el 25 de agosto de 1993. Y quise registrar esa fecha en la página porque es para mí un día importante: el cumpleaños de mi hija. Me pareció una señal, un auspicio. El día feliz del nacimiento de un hijo mío nacía también, gracias a la fuerza de la escritura, la historia de la vida de un hombre. Tal vez, en la inescrutable trama de los eventos que los dioses nos conceden, todo ello tenga su significado.
Antonio Tabucchi