Pero no dijo nada de todo eso. Encendió un cigarro, se secó con la servilleta el sudor que le bajaba por la frente, se desabrochó el primer botón de la camisa y dijo: Las razones del corazón son las más importantes, es necesario seguir siempre las razones del corazón, esto no lo dicen los diez mandamientos, pero se lo digo yo, de todos modos hay que tener los ojos muy abiertos, a pesar de todo, corazón, sí, estoy de acuerdo, pero también ojos bien abiertos, querido Monteiro Rossi, y con esto ha terminado nuestro almuerzo, en los próximos tres o cuatro días no me llame, le dejo todo este tiempo para reflexionar y para hacer una cosa como Dios manda, pero como Dios manda, ¿de acuerdo?, llámeme el próximo sábado a la redacción, hacia las doce del mediodía.
Pereira se levantó y le dio la mano diciéndole adiós. ¿Por qué le dijo esas cosas cuando hubiera querido recriminarle, incluso despedirle? Pereira no sabe decirlo. ¿Tal vez porque el restaurante estaba desierto, porque no había visto a ningún literato, porque se sentía solo en aquella ciudad y tenía necesidad de un cómplice y de un amigo? Quizá por estas razones y por otras más que no sabe explicar. Es difícil tener convicciones precisas cuando se habla de las razones del corazón, sostiene Pereira.
7
El viernes siguiente, cuando llegó a la redacción con una bolsa con su pan y tortilla, Pereira vio, sostiene, un sobre que sobresalía del buzón del Lisboa. Lo cogió y se lo puso en el bolsillo. En el rellano del primer piso se encontró con la portera, quien le dijo: Buenos días, señor Pereira, hay una carta para usted, una carta urgente, la ha traído el cartero a las nueve, he tenido que firmar yo. Pereira borbotó gracias entre dientes y siguió subiendo las escaleras. Espero que no me traiga problemas, continuó la portera, visto que no tiene remite, a ver si luego van a decir que la responsabilidad es mía. Pereira bajó tres peldaños, sostiene, y la miró a la cara. Escuche, Celeste, dijo Pereira, usted es la portera y eso basta, a usted le pagan para ser portera y recibe un sueldo de los inquilinos de este edificio, entre estos inquilinos se encuentra también mi periódico, pero usted tiene el defecto de meter las narices en asuntos que no le atañen, por lo tanto la próxima vez que llegue una carta urgente para mí, usted no la firme y no la mire, dígale al cartero que vuelva a pasar más tarde y que me la entregue personalmente. La portera apoyó en la pared la escoba con la que estaba limpiando el rellano y puso las manos en jarras. Señor Pereira, dijo, usted cree que puede hablarme así porque soy una simple portera, pero sepa usted que yo tengo amistades en lo más alto, personas que me pueden proteger de su mala educación. Ya lo supongo, es más, lo sé, sostiene haber dicho Pereira, y eso es precisamente lo que no me gusta, y ahora, muy buenos días.
Cuando abrió la puerta de su despacho, Pereira se sentía agotado y estaba empapado de sudor. Encendió el ventilador y se sentó a su escritorio. Depositó el pan y la tortilla sobre una hoja de la máquina de escribir y sacó la carta del bolsillo. En el sobre estaba escrito: Señor Pereira, Lisboa, Rua Rodrigo da Fonseca, 66, Lisboa. Era una caligrafía elegante en tinta azul. Pereira dejó la carta junto a la tortilla y encendió un cigarro. El cardiólogo le había prohibido fumar, pero ahora le apetecía dar un par de caladas, tal vez después lo apagaría. Pensó que abriría la carta más tarde, porque lo primero era organizar la página cultural para el día siguiente. Pensó en revisar el artículo que había escrito acerca de Pessoa para la sección «Efemérides», pero después decidió que ya estaba bien como estaba. Entonces se puso a leer el cuento de Maupassant que él mismo había traducido para ver si encontraba algo que corregir. No encontró nada. El cuento estaba perfecto y Pereira se congratuló. Eso hizo que se sintiera un poco mejor, sostiene. Después sacó del bolsillo de la chaqueta un retrato de Maupassant que había encontrado en una revista de la biblioteca municipal. Era un retrato a lápiz, obra de un pintor francés desconocido.
Maupassant tenía un aire de desesperación, con la barba descuidada y los ojos perdidos en el vacío, y Pereira pensó que era perfecto para acompañar el cuento. Además era un cuento de amor y de muerte, requería un retrato que tendiera a lo trágico. Era necesario insertar una cuña en medio del artículo, con los datos biográficos básicos de Maupassant. Pereira abrió el Larousse que tenía sobre el escritorio y se puso a copiar. Escribió: «Guy de Maupassant, 1850-1893. Como su hermano Hervé, heredó de su padre una enfermedad de origen venéreo que le condujo primero a la locura y después, todavía joven, a la muerte. Participó a los veinte años en la guerra franco-prusiana, trabajó en el ministerio de la marina. Escritor de talento y visión satírica, describe en sus relatos las debilidades y la bellaquería de cierta parte de la sociedad francesa. Escribió también novelas de gran éxito como Bel-Ami y el relato fantástico El Horla. Presa de ataques de locura, fue internado en la clínica del doctor Blanche, donde murió pobre y abandonado.»
Después cogió el pan y la tortilla y dio dos o tres mordiscos. El resto lo tiró a la papelera porque no tenía hambre, hacía demasiado calor, sostiene. En ese momento abrió la carta. Era un artículo escrito a máquina, en papel de seda, y el título decía: Ha muerto Filippo Tommaso Marinetti. A Pereira le dio un vuelco el corazón porque sin mirar la otra página comprendió que quien escribía era Monteiro Rossi y porque comprendió inmediatamente que aquel artículo no servía para nada, era un artículo inútil, él hubiera querido una necrológica sobre Bernanos o Mauriac, quienes probablemente creían en la resurrección de la carne, pero aquélla era una necrológica de Filippo Tommaso Marinetti, quien creía en la guerra, y Pereira se puso a leerlo. Efectivamente, el artículo era para tirarlo, pero Pereira no lo tiró, quién sabe por qué, lo conservó y por eso puede aportarlo como documentación. Comenzaba así: «Con Marinetti desaparece un violento, porque la violencia era su musa. Había comenzado en 1909 con la publicación de un Manifiesto futurista en un periódico de París, manifiesto en el que exaltaba los mitos de la guerra y la violencia. Enemigo de la democracia, belicoso y belicista, exaltó después la guerra en un extravagante poemilla titulado Zang Tumb Tumb, una descripción fónica de la guerra de África del colonialismo italiano. Y su fe colonialista le llevó a exaltar la empresa italiana en Libia. Escribió, entre otras cosas, un manifiesto repulsivo: Guerra única higiene del mundo. Sus fotografías nos muestran a un hombre en pose arrogante, de bigotes rizados y con una casaca de académico repleta de medallas. El fascismo italiano le concedió muchas, porque Marinetti fue uno de sus más fervientes defensores. Con él desaparece un oscuro personaje, un pendenciero…»