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Fue la máquina la que falló primero. El fragmento de cadena grasienta que azotaba peligrosamente la parte posterior se encajó entre la rueda y el cuadro. La rueda, ya debilitada de antemano, se descentró de manera imposible y luego se dobló, esparciendo caucho y cojinetes liberados. Jason salió despedido de la bici y dio una voltereta en el aire como un maniquí arrojado desde una ventana a mucha altura. Sus pies fueron los primeros en chocar contra la acera, luego sus rodillas, sus codos, su cabeza. Se detuvo por completo mientras la destrozada bicicleta pasaba girando a su lado. La bici aterrizó en la cuneta a un lado de la carretera, la rueda delantera seguía girando y haciendo estrépito. Dejé caer su bici y corrí hacia él.

Rodó a un lado y miró hacia arriba, momentáneamente confuso. Tenía los pantalones y la camiseta desgarrados. La frente y la punta de la nariz habían sufrido un despellejamiento brutal y sangraban abundantemente. Tenía el tobillo lacerado. Los ojos se le humedecían del dolor.

—Tyler —dijo—. Oh, ah, ah… siento lo de tu bici, tío.

No quiero convertir el incidente en más de lo que fue, pero pensé mucho en ello en los años venideros: la máquina de Jason y el cuerpo de Jason atrapados en una peligrosa aceleración, y su inconmovible creencia en que podía superarlo, él solo, si lo intentaba con mucha fuerza, si no perdía el control.

Dejamos la bicicleta irreparablemente rota en la cuneta y llevé la bici de altas prestaciones de Jason empujándola por el manillar. Cojeaba a mi lado, dolorido pero intentando que no se le notara, manteniendo la mano derecha sobre su frente rezumante como si tuviera un gran dolor de cabeza, como supuse que era el caso.

De vuelta a la Gran Casa, los padres de Jason bajaron los escalones para recibirnos en el camino de entrada. E. D. Lawton, que debía habernos divisado desde su estudio, parecía enfadado y alarmado, tenía los labios encogidos en una mueca y sus cejas enmarcaban sus penetrantes ojos. La madre de Jason, detrás de él, parecía distante, menos interesada, quizá incluso un poco borracha a juzgar por la forma en que se tambaleaba cuando salió de la puerta principal.

E. D. examinó a Jase, que repentinamente parecía mucho más joven e inseguro, y luego le dijo que corriera a casa a limpiarse.

Entonces se volvió hacia mí.

—Tyler —dijo.

—¿Señor?

—Parto de la suposición de que no eres responsable de esto. Espero que sea cierto.

¿Se había dado cuenta de que faltaba mi propia bici y que la de Jason estaba indemne? ¿Me acusaba de algo? No supe qué decir. Miré al césped.

E. D. suspiró.

—Deja que te explique algo. Eres el amigo de Jason. Eso es bueno. Jason necesita amigos. Pero tienes que entender, como entiende tu madre, que tu presencia aquí incluye determinadas responsabilidades. Si quieres pasar tiempo con Jason, espero que cuides de él. Espero que uses tu buen juicio. Quizá a ti te parezca un muchacho corriente. Pero no lo es. Jason es especial, y tiene un futuro por delante. No podemos dejar que nada interfiera con eso.

—Pues claro —intervino Carol Lawton, y supe en ese instante que la madre de Jason había estado bebiendo. Inclinó la cabeza y casi se cae en la franja de gravilla que separaba el camino de entrada de los setos—. Claro que sí, es un jodido genio. Va a ser el genio más joven de todo el MIT. No lo rompas, Tyler, es frágil.

E. D. no apartó los ojos de mí.

—Vuelve dentro, Carol —dijo sin expresión en la voz—. ¿Nos entendemos, Tyler?

—Sí, señor —mentí.

No comprendía a E. D. para nada. Pero sabía que algunas de las cosas que había dicho eran ciertas. Sí, Jason era especial. Y sí, era mi trabajo cuidar de él.

Tiempo desarticulado

La primera vez que oí la verdad acerca del Spin fue cinco años después del Suceso de Octubre, en una fiesta de trineos una noche de invierno de un frío cortante. Y fue Jason, como era típico, quien contó la noticia.

La noche comenzó con la cena en la casa de los Lawton. Jason estaba en casa para pasar las vacaciones de Navidad, así que la cena tenía algo de acontecimiento, aunque sólo fuera «para la familia». A mí me habían invitado por la insistencia de Jase, probablemente en contra de las objeciones de E. D.

—Tu madre también debería estar aquí —me susurró Diane cuando me abrió la puerta—. Intenté que E. D. la invitara, pero… —se encogió de hombros.

Estaba bien, le dije; Jason ya se había pasado a saludar.

—Y además, no se encuentra bien.

Estaba en cama con dolor de cabeza, cosa que no era típico de ella. Y no estaba precisamente en posición de quejarme del comportamiento de E. D: el mes anterior se había ofrecido a correr con los gastos de mis estudios de medicina si pasaba la prueba de acceso, «porque», me había dicho, «a tu padre le hubiera gustado». Era un gesto al mismo tiempo generoso y emocionalmente falso, pero también era un gesto que no podía permitirme rechazar.

Marcus Dupree, mi padre, había sido el amigo más íntimo de E. D. Lawton (algunos decían que el único) cuando estaban en Sacramento, cuando empezaban a presentar proyectos de vigilancia mediante aeróstatos al servicio meteorológico y a la Policía de Fronteras. Mis recuerdos de él eran borrosos y se habían fundido con las historias que contaba mi madre, aunque recordaba con claridad la llamada a la puerta la noche que había muerto. Era el único hijo de una familia trabajadora de Maine de origen franco-canadiense, orgulloso de su título de ingeniero, con talento, pero ingenuo respecto al dinero: había perdido sus ahorros en una serie de jugadas en el mercado de valores, dejando a mi madre con una hipoteca que no podía pagar.

Carol y E. D. contrataron a mi madre como ama de llaves cuando se mudaron al este, en lo que podía ser el intento de homenajear el recuerdo de su amigo. ¿Tenía importancia el que nunca hubiera dejado de recordarle a mi madre que le había hecho un favor? ¿Que la tratara como a un mueble? ¿Que mantuviera una especie de sistema de castas en el que la familia Dupree era ostensiblemente de segunda clase? Puede que sí, y puede que no. La generosidad de cualquier tipo es un animal poco corriente, según solía decir mi madre. Así que quizá me estaba imaginando (o era demasiado sensible a) el placer que E. D. parecía obtener en el abismo intelectual que nos separaba a Jason y a mí, su aparente convicción de que yo había nacido para ser el contraste de Jason, la vara de medir con la que se podía mensurar lo especial que era Jason.

Afortunadamente tanto Jason como yo sabíamos que todo eso no eran más que idioteces.

Diane y Carol ya estaban a la mesa cuando me senté. Carol estaba sobria aquella noche, cosa notable, o al menos no tan borracha como para que fuera evidente. Había abandonado la práctica de la medicina hacía un par de años y esos días tendía a quedarse en casa para evitar que la detuvieran por conducir bajo los efectos del alcohol. Me dedicó una sonrisa superficial.

—Tyler —dijo—. Bienvenido.

Unos minutos después, Jason y su padre bajaron juntos por las escaleras, intercambiando miradas y con los ceños fruncidos: obviamente pasaba algo. Jase asintió distraídamente cuando ocupó la silla a mi lado.

Como en la mayoría de los acontecimientos familiares de los Lawton, la cena fue cordial pero tensa. Nos pasamos los guisantes y charlamos de cosas sin importancia. Carol estaba distante, E. D. estaba callado de una forma poco común en él, Diane y Jason hicieron intentos de conversación, pero estaba claro que había ocurrido algo entre Jason y su padre que ninguno de los dos quería discutir. Jase parecía tan moderado que hacia los postres me empecé a preguntar si no estaría físicamente enfermo: sus ojos apenas abandonaban su plato, que casi no había tocado. Cuando llegó la hora de ir a la fiesta de trineos se levantó con obvia reluctancia y parecía que estaba a punto de suplicar algo cuando E. D. dijo.