—Ella no significa nada.
—Eso no sería cierto aunque fuerais sólo amigos.
—Somos sólo amigos. —Jamás le había contado nada de verdad sobre Diane; ése era uno de los lugares a los que no se suponía que se debiera encaminar nuestra conversación—. Pregúntaselo tú mismo.
—Estás cabreado porque te presentó a esa tal Holly.
—No quiero discutirlo.
—Pero ha sido simplemente Diane haciendo de santurrona. Es lo que le gusta ahora. Se ha estado leyendo todos esos libros.
—¿Qué libros?
—Teología del Apocalipsis. Normalmente procedentes de los expositores de best seller. Ya sabes, Rezando en la oscuridad de C. R. Ratel, la abnegación ante lo mundano. Tienes que ver más televisión de horario diurno, Tyler. No intentaba insultarte, era un gesto.
—¿Y eso ya lo justifica todo? —Di unos cuantos pasos más alejándome de él, hacia la casa. Me empezaba a preguntar cómo irme a casa sin que nadie me llevara en coche.
—Tyler —dijo Jason, y había algo en su voz que hizo que me girara—. Tyler. Escucha. Me preguntaste qué era lo que me preocupaba —suspiró—. E. D. me contó algo acerca del Suceso de Octubre. Todavía no es público. Prometí que no hablaría de ello. Pero voy a romper esa promesa. Voy a romper esa promesa porque sólo hay tres personas en el mundo que considero mi familia, y una de ellas es mi padre, y las otras dos sois tú y Diane. Así que, por favor, ¿puedes quedarte conmigo unos minutos más?
Divisé a Diane subiendo laboriosamente por la pendiente, todavía intentando ponerse su chaqueta de invierno, una mano en una manga y otra por fuera.
Miré a la cara de Jason, pesarosa y carente de toda alegría a la tenue luz navideña que provenía de abajo. Eso me asustó, y pese a mis sentimientos, accedí a quedarme a escuchar lo que tenía que decir.
Le susurró algo a Diane cuando llegó al quiosco. Diane se le quedó mirando con los ojos abiertos como platos y se apartó algo de nosotros dos. Entonces Jason empezó a hablar, en tono suave, metódico, casi tranquilizador, recitando una pesadilla como si fuera un cuento para irse a dormir.
Todo eso lo había oído de E. D., por supuesto.
A E. D. le habían ido bien las cosas tras el Suceso de Octubre. Cuando los satélites fallaron, las Industrias Lawton habían salido al paso con una tecnología de reemplazo, disponible e inmediata: aeróstatos de gran altitud, globos sofisticados diseñados para flotar indefinidamente en la estratosfera. Cinco años después, los aeróstatos de E. D. llevaban cargas de equipos de telecomunicaciones y repetidores, permitiendo transmisiones multipunto de datos y voz, haciendo cualquier cosa (exceptuando GPS y astronomía) que hacían los satélites convencionales. El poder y la influencia de E. D. habían crecido a pasos agigantados. Últimamente había formado un grupo de presión de la industria aeroespacial, la Fundación Perihelio, y había actuado como asesor del gobierno federal en una cierta cantidad de proyectos no tan públicos, en este caso, el programa VRA (Vehículo de Reentrada Automatizada) de la NASA.
La NASA había estado refinando sus sondas VRA desde hacía ya un par de años. Los lanzamientos iniciales habían sido diseñados como investigaciones sobre el escudo del Suceso de Octubre. ¿Se podía traspasar y se podían obtener datos útiles del exterior?
El primer intento fue, casi literalmente, un disparo en la oscuridad. Una sonda VRA en la punta de un Lockheed Martin Atlas 2AS, disparado hacia la oscuridad absoluta sobre la Base de las Fuerzas Aéreas de Vandenberg. Casi al instante pareció un fracaso: el satélite, que estaba diseñado para pasar una semana en órbita, cayó al océano Atlántico cerca de las Bermudas momentos después del lanzamiento. Como dijo Jason, había chocado contra el límite del Suceso y había salido rebotado de vuelta.
Pero no había rebotado.
—Cuando recuperaron el satélite, descargaron datos recopilados durante una semana entera.
—¿Cómo es posible?
—La pregunta no es qué es posible, sino qué ocurrió. Lo que ocurrió fue que el satélite pasó siete semanas en órbita y volvió la misma noche en que fue lanzado. Sabemos que eso es lo que ocurrió porque lo mismo ha sucedido con cualquier otro lanzamiento que se ha intentado, y lo han intentado una y otra vez.
—¿Y qué ocurrió? ¿De qué nos estás hablando, Jase? ¿De viaje en el tiempo?
—No… no exactamente.
—¿No exactamente?
—Deja que lo cuente —dijo Diane en tono bajo.
Había todo tipo de pistas sobre lo que realmente estaba sucediendo, dijo Jason. La observación desde las instalaciones de tierra parecían sugerir que los impulsores habían acelerado hasta introducirse en la barrera antes de desaparecer, como si los hubieran absorbido. Pero la información del aparato recuperado no mostraba ningún efecto de ese tipo. Los dos conjuntos de observaciones no se podían conciliar. Visto desde el suelo, los satélites aceleraban hasta la barrera y luego caían casi al instante de vuelta a la Tierra; la información de los satélites mostraba que se dirigían sin problemas a sus órbitas programadas, permanecían en ellas el tiempo que debían y regresaban por sus propios medios semanas o meses después. (Como el cosmonauta ruso, pensé, cuya historia, que no había sido confirmada ni negada oficialmente, se había convertido en una especie de leyenda urbana). Suponiendo que ambos conjuntos de datos eran válidos, sólo había una explicación.
El tiempo pasaba de forma diferente fuera de la barrera.
O, para invertir la ecuación, el tiempo en la Tierra transcurría más lentamente que en el resto del universo.
—¿Comprendes lo que eso implica? —preguntó Jason en tono perentorio—. Antes, parecía como si estuviéramos en algún tipo de jaula electromagnética que regulaba la energía que llegaba a la superficie de la Tierra. Y es cierto. Sólo que es un efecto secundario, una pequeña parte de una imagen mucho más grande.
—¿Efecto secundario de qué?
—De lo que están empezando a llamar un gradiente temporal. ¿Comprendes la importancia de eso? Por cada segundo que pasa en la Tierra, muchísimo más tiempo pasa en el exterior.
—No tiene sentido —dije inmediatamente—. ¿Qué tipo de física haría falta para eso?
—Hay gente con mucha más experiencia que yo que están luchando con esa pregunta. Pero la idea de un gradiente temporal tiene un cierto poder explicativo. Si hay un diferencial temporal entre nosotros y el universo, la radiación ambiental que llega a la superficie de la Tierra en cualquier momento dado, rayos X, radiación cósmica, se incrementaría de forma proporcional. Y un año de luz solar condensado en diez segundos sería instantáneamente letal. Así que la barrera electromagnética que rodea la Tierra no nos oculta, nos protege. Está filtrando toda radiación concentrada, que supongo que tendrá un corrimiento al azul.
—El falso sol —dijo Diane, que empezaba a pillarlo.
—Eso es. Nos proporcionan luz solar falsa porque la de verdad nos mataría. Nos dan la suficiente, y apropiadamente distribuida, para imitar a las estaciones, para que sea posible cultivar cosechas y para que haya meteorología. Las mareas, nuestra trayectoria alrededor del sol, la masa, la cantidad de movimiento, la gravitación, todas esas cosas están siendo manipuladas, no sólo para que el tiempo fluya más lento, sino para mantenernos vivos mientras lo hace.
—Intencionado —dije—. Así que no es un acto natural entonces. Es ingeniería.
—Creo que tenemos que admitirlo —dijo Jason—, sí.
—Esto nos lo están haciendo a nosotros.
—La gente habla de una hipotética inteligencia controladora.
—Pero ¿qué propósito tiene, qué espera lograr?